Javier Huerta
Sábado, 12 de Enero de 2019

Quasimodo de Astorga

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–Mi poesía no tiene nada de azul.

–¿De qué color es tu poesía, Leopoldo María?

–Negra como el averno.

 

El diálogo es entre Leopoldo María Panero y Henar Galán en Guayaquil, tras haber sido invitado aquel a la Feria Internacional del Libro, celebrada en esa ciudad ecuatoriana, en octubre de 2010, y ofrecerse esta escritora gerundense a acompañarlo. No cabe duda de que el poeta llevaba el infierno consigo no solo en sus versos sino también en su compleja y tortuosa personalidad. Pasar unos minutos junto a él era en ocasiones una experiencia de alto riesgo. Hacer con él un viaje transatlántico y ser su guía protectora durante trece días raya en la proeza. Yo maté a Leopoldo María Panero (Figueras, Edicions Cal·lígraf, 2018), es la crónica de ese viaje, un libro que interesará a los panerianos, una especie que, a diferencia de la saga familiar, lejos de extinguirse, crece y crece sin cesar.

 

Con pluma elegante y no poca paciencia, Henar Galán “nos conduce –reza la contracubierta–, a través del laberinto de la mente perturbada de un poeta extraordinario, al centro de una Feria del Libro, celebrada en un contexto político complejo y cambiante, donde el poeta, al que temen y adoran por igual, es el Rey. Realismo mágico en estado puro”. Esta última es solo una bonita frase, pues el tal realismo tiene más de grotesco y sucio que de mágico, y no por culpa de la autora, precisamente, sino del particular Dante al que lleva de la mano: sus modales incorregibles, su tabaquismo transgresor, sus prácticas escatológicas, “la lucha por la ducha”, en fin, como escribe ella misma, a veces desesperada al verse sola, sin que nadie le eche un capote: “¿Dónde están los ‘detectives salvajes’, esos jóvenes poetas que tanto quieren a Panero?”, se pregunta cuando suplica sin éxito que la releven durante unas pocas horas de la compañía del admirado maldito.

 

Galán saca, no obstante, fuerzas de flaqueza para describir el día a día del autor de los Poemas del manicomio de Mondragón, del que nos da retratos tan atinados como el que sigue: “A pasos entrecortados, arrastrando los pies entre los caminos blancos, rodeado de ángeles y vírgenes afligidas, Panero, Quasimodo de Astorga, camina encorvado: una mano en el bolsillo, la otra sujetando el cigarro en la boca”. Y siempre el humor del loco, rememorando al bufón clásico: “¿Qué tal, esfinge maragata?”, le espeta a su cicerone, en una muestra de que la tierra paterna seguía tirándole; y no solo la tierra sino también su tan denostado progenitor:

 

–A ver si me dan el premio Fastenrath, que es de un millón de dólares [sic].

–Ese se lo dieron a tu padre, ¿verdad?

–Mi padre es bueno.

 

He aquí una afirmación que nos conmueve a los que desde hace tiempo defendemos el buen nombre de Leopoldo Panero. Pese a que no sepamos con certeza si Leopoldo María habla del padre como poeta bueno o como buena persona. Me atrevo a suponer que las dos opciones son posibles, pues lo cierto es que con el paso del tiempo el hijo más pródigo intentó corregir la memoria dañada del padre. –¿Con quién te gustaría mantener una conversación?, le pregunta un periodista poco antes de morir. –Con mi padre, respondía emocionado, demostrando que el monstruo también tenía su corazoncito. Y sobre sus poemarios últimos, además, planea constante la sombra del padre, como si con ello quisiera limpiar la imagen que tanto contribuyó a manchar él junto a sus hermanos; en otras palabras, redimir su culpa. La poesía sería así el lugar definitivo de la reconciliación. De ahí el trascendente simbolismo que puede tener el que las cenizas del hijo vuelvan a Astorga para descansar junto a las del padre.

 

Confesiones de Leopoldo María como la que comento justifican la lectura de este ameno y sensible libro de Henar Galán, el porqué de cuyo título no desvelo a los lectores para no birlarles así el emotivo desenlace del relato un día de marzo de 2014.

 

 

 

 

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