Sol Gómez Arteaga
Martes, 10 de Noviembre de 2015

El apego

Todos tenemos apegos, yo también. Mi apego se circunscribe a unos cuantos  rincones que conformaron mi infancia, ese período de vida en el que el pequeño espacio que me rodeaba, mi pueblo, constituía el centro del universo sin necesitar nada más.

 

Conocer e identificar mis apegos es algo que he hecho más tarde, cuando he salido al mundo y he visto otros entornos, otras realidades, esto es, cuando me he des-apegado. Es entonces cuando he sentido la necesidad intestina de retornar a esos lugares de memoria antigua, -útero primigenio-, que en momentos de confusión, convulsión o angustia, me ofrecen seguridad y consuelo, protección y amparo.

 

Mis apegos tienen que ver con la calle en la que jugué todos los veranos, mientras las mujeres, sentadas a la solana y tejiendo, vigilaban nuestros correteos, que solo amainaban cuando bien entrada la noche nos resguardábamos en el ‘portalín’ de María la Habanera para contar historias de terror y de la mano negra.

 

Mis apegos tienen que ver con la cocina de mi abuela en la que algunas tardes especiales de invierno ella, generosa y alegre, nos regalaba ‘pitarros’ envueltos en papel de estraza y asados a la lumbre, o castañas o patatas.

 

Mis apegos tienen que ver con las eras, prolongación de mi calle, donde estaba la caseta de adobe y el pozo profundo, unas eras que la deformación infantil hacía parecer más larga, y la caseta más grande, y el pozo más oscuro y más profundo

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Mis apegos tienen que ver con la contemplación del silo, también infinitamente más alto, con el sonido de cobre de la filarmónica del afilador haciendo su reclamo, con el olor a naftalina de los armarios, con la bola verde del Paseo Nuevo donde una vez me hice pis de risa.

 

Mis apegos tienen que ver con determinadas palabras como cadillo, añusgar,  ‘esparabán, pintear, satullel, o borratajo’, que cuando oigo me hacen girar la cabeza o sonreír interiormente.

 

Y ya, metida a apegos, me cuesta des-apegarme de esta columna de opinión construida con retales de ese paraíso irremediablemente perdido donde un día ya lejano todo aún era posible, y al que, en ocasiones, huérfana de afectos, con la imaginación regreso.

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