Javier Huerta
Sábado, 26 de Diciembre de 2015

Historia de una placa, o la maldición de los Panero (Folletón por entregas) III

Antonio Maura me encomienda la redacción del texto que figurará en la placa dedicada a Leopoldo Panero. Me tomo muy en serio el encargo: no solo redacto dos o tres textos sino que además los someto a la consideración de las autoridades municipales y de los amigos, muchos de ellos escritores (L.A. de Cuenca, Antonio Colinas…). Por amplia mayoría gana el que los lectores pueden ver en la calle de Ibiza, 35, si van por Madrid, y en la última entrega de este folletón, si tienen la paciencia de esperar hasta el final.

 

Todo en orden y todos contentos. Demasiado fácil para tratarse de los Panero. Un día me llama Maura:
-Mire -aún no nos tuteábamos-, la placa de Panero no puede instalarse, porque la comunidad de propietarios se niega. 
-No puede ser -le digo mientras me viene a las mientes el maldito verso de Neruda.
-Así es. He hablado con la presidenta, y me dice que, entre los que se oponen está ella misma. Me ha dado su teléfono. ¿Por qué no la llama usted y trata de convencerla?
-No entiendo nada. ¿No han hecho ellos la propuesta?
-No, han sido los de Ibiza, 34, la casa donde nació Plácido Domingo y donde también vivió Adriano del Valle.

 

La cosa me seguía pareciendo absurda, pero por esos días leía y releía yo a Albert Camus, y por vez primera había llegado a comprender el absurdo de la vida y la necesidad de vencerlo y luchar contra él -ya saben, el mito de Sísifo y todo eso-, si uno quiere justificar su lugar y su misión en el mundo. Bueno, la empresa no era equivalente a la del médico protagonista de ‘La peste’, no vayamos a ponernos estupendos, pero uno, que no cree en muchas cosas, tiene fe ciega en la poesía, y a Panero más de una vela le ha puesto ya, así es que, con esa convicción, telefoneé a la Señora Presidenta de la Comunidad, que no hizo sino ratificarse en la negativa.


-Permítame que le diga que en esta casa nadie tiene un buen recuerdo de los hijos de ese señor.
¡Vaya, el problema no es el padre, sino los hijos!, pensé para mis adentros un tanto aliviado.
-Sí, verdaderamente, los hijos dejaban mucho que desear, le digo en tono cómplice.
-Así es que no queremos saber nada de esos señores…
-Perdone, señora, yo solo soy un estudioso de la obra del padre, que ya sabe usted, poca culpa podía tener salvo la de engendrarlos. Era una buena persona. He escrito algún libro sobre él. Con mucho gusto le llevaría uno.

 

Bien sé, por el tono de su voz, que la Señora Presidenta de la Comunidad no ha leído un solo libro en su vida, ni siquiera un verso, y que tampoco piensa hacerlo, y que la poesía le interesa lo mismo que a mí la vida de María Teresa Campos, pero no puedo desesperar, tirarlo todo por la borda, qué iba a decir de mí el gran Camus y, sobre todo, Antonio Maura, que tanto interés se ha tomado por esta causa.

 

Por la noche me planto en Ibiza, 35. Llamo por el telefonillo a la vivienda de la Señora Presidenta de la Comunidad. Me identifico con mis mejores títulos y con todos los respetos del mundo. Le digo que le traigo un par de libros. Me dice que no puede recibirme, está haciendo la cena, pero que se los deje en el buzón.

 

Regreso a mi casa atravesando el Retiro. Como reza el tópico, necesito respirar aire fresco. Camino un tanto decepcionado, con la sensación de estar haciendo el ridículo, pero -como también suele decirse- con la satisfacción del deber cumplido. Y, por un momento, llego a imaginar a la Señora Presidenta de la Comunidad, acabando de cenar, apagando el televisor con un gesto de asco -¡otra vez Sálvame, estas guarrerías!-, mientras se sienta en el sofá, toma mi libro con los poemas de Panero, y lee. Y entonces, ¡ah!, me doy cuenta de que no se lo he dedicado, con el poder que a veces tiene una dedicatoria bien escrita. Definitivamente, ¡qué desastre soy!


(Continuará.)

 

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