Antonio Toribios
Domingo, 10 de Enero de 2016

El sexo de los ángeles

'El sexo de los ángeles' de Antonio Toribios forma parte del librito 'Seis o siete cuentos libidinosos y tres poemas erotómanos' publicado por 'Manual de Ultramarinos' en la primavera pasada. 'Manual de ultramarinos' es una sociedad secreta de traperos del tiempo que edita a partir de libros de viejo reciclados y que vende los libros al albur del cubilete de dados o de la estrellería y en la librería Galatea, cercana a la catedral de León

 

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Alipio siempre ha sido un mindundi, y lo sabe. Mira por la ventana que da al patio, costroso y sórdido como la vagina de la muerte, y le dan unas ganas tremendas de tirarse. De acabar reventado allá abajo, sobre el duro cemento que se vislumbra entre el arabesco de tendales, roto y exangüe, asperjado de bragas y sostenes, como pétalos venéreos que orlaran grotescamente su desgracia.

 

Alipio se detesta a sí mismo desde niño. Una madre encerrada por demente y un padre que se acaba refugiando en el alcohol, no son un buen comienzo. Sus hermanos mayores se van en cuanto pueden y él se queda con la carpintería que el progenitor atiende a duras penas. Eso le salva. Sus manos parecen hechas para lijar y tornear, para encolar y fijar, para serrar y desbastar, y a ello se dedica desde muchacho. De ese modo logra, si no ser feliz, si ir soportando la vida sin pesar.

 

Pero ahora es distinto porque ha conocido el grado extremo de la dicha. Mira su entorno, esa habitación desvencijada de pensión de tercera, la cómoda descuadrada que martiriza su alma de artesano, el espejo mohoso, el catre con gibas desiguales y en la pared, sobre la cabecera, uno de esos cuadritos con ángeles sacando penitentes del purgatorio, tan típicos antaño en las alcobas.

 

Alipio mira al ángel de la izquierda y un halo de energía surge en algún lugar del bajo vientre y se expande en oleadas que se concentran en la zona bulbosa de su falo. Es una locura, ni él mismo lo entiende, pero hace meses que el ángel le envía sutiles señales que anticipan la visita nocturna de un espíritu sublime y carnal que rasga las cortinas de su sueño y le lleva al paroxismo del placer, algo tan nuevo para él que le mantiene trastornado.

 

En su juventud, Alipio no tuvo muchas ocasiones de pecar, dado su carácter apocado y la pacatería reinante. Trabajaba sin cesar, sublimando sus instintos en la creación de piezas refinadas. Se embebía de tal modo que, algunas noches utilizaba el montón de virutas por jergón y allí quedaba hasta que le despertaba la alborada y reiniciaba el barnizado del aparador, el montaje de los estantes o lo que se tuviera entre manos al dormirse. Así continuó hasta la entrada en quintas, y acabó teniendo una experiencia de sexo mercenario que dejó en su ánimo un estigma odioso y perdurable.

 

Y es que Alipio tenía desde niño una imagen idealizada del amor carnal, e imaginaba una hada frágil, de cabellos rubios y ojos de gacela cuando pensaba en su primera vez. Justo lo contrario de aquella pobre mujer, basta y con varices, que le examinó el miembro con pericia de charcutera y cuyos bruscos tocamientos le hicieron vaciarse en los preliminares y huir de allí corrido.

 

Ahora en cambio había recibido a la celestial visitadora, y eso había hecho de él otro hombre. Fue a principio de este año que ya acaba, una fría noche en que sudaba arropado con tres mantas. Una presencia se cernió sobre él y sustituyó al peso del tejido, acoplándose a su anatomía con la misma precisión en que se encajan los ensamblajes en espiga, de modo que su boca se sintió explorada por una lengua voraz mientras su miembro erecto horadaba con frenesí de émbolo la cavidad cálida y viscosa de una hembra en sazón. De todo esto fue consciente luego, cuando pudo reconstruir la escena como se hace con los sueños, porque el acto en sí ocurrió tan de repente que no pudo reaccionar. Tampoco pudo retener ese cuerpo turgente y sinuoso, de anchas caderas y pechos como badajos de carne prieta que tocaran a rebato sobre sí.

 

 

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Alipio sigue mirando pensativo al patio. Está otra vez tristón, le dice doña Berta, la patrona, a una vecina. Mira que este año lo empezó contento, yo creí que hasta iba a decidirse a salir al café y conocer gente, y le duró unos meses, con sus más y sus menos, pero... Un caso perdido, le contesta Eligia, en el rellano, no le dé más vueltas.

 

Mira Alipio el cuadro —doña Berta cree que le reza—, y no advierte en el rescatador señal alguna. Los condenados se abrasan lentamente, como los churrascos en la feria, sin que se les vea por eso muy alterados ni contritos, sino más bien con actitud de esperar un taxi. Y él repasa otras etapas de su vida. Piensa en algunas aventuras amorosas, todas frustradas por resultarle demasiado terrenales, demasiado corrientes y molientes. Alguna vez llegó a ennoviarse en serio, pero se desinflaba en cuanto empezaban los planes, los cálculos, lo contingente. Siguió pues así hasta lo de Remedios, no hace tanto, unos años antes de la jubilación.

 

Pero ahora le viene, como un bólido en llamas, el recuerdo de la segunda vez, un mes después de la primera. La erección le sorprende de tal modo, que se cubre la tienda de campaña con las manos, como niño sorprendido por su madre. Y recrea, morbosamente esa visita. Por la tarde había percibido un guiño casi imperceptible en el ángel del cuadro, pero se acostó sin esperar nada. Estando durmiendo boca arriba cuando notó como una brisa cálida que apartaba las sábanas y una fuerza leve y decidida que bajaba el pantalón de su pijama. Esa vez notó primero la boca rodeando golosamente la protuberancia reventona del glande. Casi a la vez, la pulpa agridulce de un fruto prohibido se aposentó en su boca y llenó su paladar de un sabor tan sublime que hubiera deleitado al mismo Savarin. Quiso tomar aquellas ancas turbadoras con sus manos, pero fue incapaz de moverse ni un centímetro. Tras un orgasmo que lo arrasó como un torrente, ella bebió la lefa con deleite de sumiller, se alzó del lecho y desapareció en las interioridades profundas del pasillo. Como la vez anterior, quedó Alipio tan traspuesto y alelado que no hizo ademán alguno de seguirla. Antes bien, cayó en un sueño reparador y deleitoso que duró hasta bien entrado el día.

 

Remedios era una viuda del barrio, con dos hijos mayores, que le contrató para que le hiciese un armario a la medida, pues quería renovar el mobiliario de su habitación matrimonial, pasados unos años del óbito. Todo sucedió como si ambos se dejasen deslizar por un resbaladero, viéndose firmando las capitulaciones sin casi haberlo planeado. Coadyuvó a ello el deseo compartido de vivir en compañía, a una edad en que la vida empieza a ser una sala de sesión continua con el último pase a punto de acabar y el frío de la calle colándose ya por las rendijas.

 

En marzo volvió a pasar. Fue el día veintiséis y esta vez Alipio lo esperaba, pues había aprendido a leer la cara de su ángel mensajero. Se acostó pues con poco abrigo y dispuesto a atrapar a su visitadora en cuanto entrase. Su renovado instinto de macho le instaba a cogerla por los brazos, tumbarla sobre la cama y poseerla con fiereza de depredador, no sin antes ver y tocar a conciencia cada palmo de su cuerpo de diosa. Aguantó despierto hasta las tres, pues así recordó la posición de las agujas del reloj al día siguiente, pero la ninfa volvió a sorprender su cuerpo inerte. Esta vez sintió primero la dulzura de una felación tan perfecta que la propia Venus hubiera parecido párvula aprendiza. Labios, lengua y paladar se amigaron entre ellos de tal modo, que dar placer al cipote duro e inflamado del yacente, parecía la única razón de su existencia. Pero cuando giró la ninfa y se colocó a horcajadas sobre el pubis del hombre, el coño de la benefactora se acopló como una funda perfecta al miembro erecto y palpitante, con la delicadeza de un diseño creado en exclusiva para él.

 

La convivencia con Remedios fue sencilla, pues era mujer de buen carácter, aunque las cuestiones de la cama no destacaron precisamente por su calidad ni su frecuencia.

 

Más bien al contrario, pues la buena señora se sentía aún muy ligada a su difunto, del que conservaba una foto sobre la cómoda en la que lucía un fino bigotillo de galán. Con todo, hubiera sido una vida agradable, a no ser por el cáncer de útero que le detectaron al cabo de tres años, justo cuando iba comenzando a funcionar la vida íntima entre ambos. La penosa enfermedad de Remedios, llevó a los esposos a un peregrinaje sanitario que empezó en los médicos prestigiosos de su ciudad, siguió por los de otras capitales del país y acabó en las covachas de magos, nigromantes y santones con mejores o peores intenciones.

 

Como resultado, quedó muy mermado el patrimonio. La puntilla para Alipio, fue la muerte de ella y su expulsión inmediata del domicilio conyugal por parte de sus voraces hijos y herederos. Dos semanas después, dio Alipio con sus huesos en la pensión de los prodigios.

 

A la altura de abril, Alipio vivía las veinticuatro horas del día ansiando la nueva llegada de esa hembra dionisíaca que le transportaba a cotas de felicidad nunca antes vislumbradas ni de lejos. Desde la misma mañana de la noche gloriosa, estaba ya el buen hombre empalmado como un burro, y con el alma, el corazón y la mente en vilo. Habida cuenta de que evitaba masturbarse, por considerarlo una traición para con su amada, el nivel de testosterona alcanzaba en el cuerpo del casi anciano unos niveles cercanos al colapso. Llegó final de mes y la visita se presentó —esta vez el veintisiete— y ocurrió todo de forma parecida a los encuentros anteriores, con la salvedad de que esta vez Alipio pudo tocar un pecho a la lúbrica vestal. Fue un momento, mientras las caderas de ella subían y bajaban lubricando su polla como un eje de tiovivo. Su mano se alzó y topó con el pezón derecho, sopesando un instante la carnalidad del seno. Pero el orgasmo inminente convirtió sus brazos en lacias serpentinas y la piel canela dejó una impronta casi inmaterial aunque muy vívida.

 

 

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Llegaron los meses calurosos del año, y Alipio vivía como un monje, sin salir a la calle, sin hablar con nadie, apenas un buenos días si se cruzaba a alguien en el pasillo, al ir o venir del retrete colectivo. Si antes comía con los otros tres o cuatro estables en la pieza comunal al efecto, ahora cogía cualquier cosa en la cocina y se metía con ello en su guarida, como un troglodita o una fiera. Doña Berta lo dejaba ya por imposible, aunque se quejaba a veces de lo sudadas que dejaba las sábanas y del abandono progresivo de su cuarto.

 

El otoño encontró a Alipio agotado. Conseguir conocer en cuerpo y alma a la golfa divina se ha convertido ya en obsesión malsana. Tras haber llegado una vez y otra al placer más sublime ya no puede agarrarse a la conformidad para seguir viviendo. Está constantemente en la cuerda floja y mira los tendales del patio como un funambulista loco a punto de ponerse a caminar sobre el abismo.

 

En noviembre, la señal del ángel siniestro no llega hasta el penúltimo día. Alipio, perdidas las esperanzas de atrapar a la aparición en cuerpo carnal y hacerla suya para siempre —que no es otro su anhelo y su única salvación, hace ya tiempo que lo sabe—, espera apático la repetida epifanía. Llega de improviso y se apodera de sus sentidos con esa mezcla de virgen y de dómina tan peculiar en ella.

 

Le lame, le acaricia, explora sus rincones ocultos, restriega su piel contra la suya, se acopla a su bálano enhiesto y embebe su prepucio en ungüentos perfumados de pecado. Cuando él estalla al fin y se derrama en lo profundo con el ímpetu de anegar cien Pompeyas y Herculanos, ella le muerde levemente el lóbulo de la oreja y él vuelve en sí con la reverberación de un ‘adiós’ entre su oído interno y su cerebro. Ese día Alipio no come y pasa varias noches sin dormir.

 

En ese estado de desasosiego le encontramos, mediado ya diciembre. Su contemplación de las profundidades sombrías del patio le lleva buena parte del día, junto a las ojeadas, casi rutinarias, al cuadro del purgatorio. Su infierno interior es cada vez más profundo y terrible, pues no confía ya en que nadie le redima. Llegan las navidades y las pasa enclaustrado, sin apenas comer, hasta el punto de que tiene casi que amenazar a doña Berta para que no le mande un médico. Se acerca el fin de año y los días pasan sin señal ni prodigio. Nunca su ángel provisorio se ha presentado el último día del mes, pero aún así escucha Alipio las doce campanadas con un hálito remoto de esperanza en la parte más profunda de su yo. Se extingue el último eco del reloj de péndulo del pasillo y comienza la nada. Es un espacio en blanco, llano e inmenso.

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