Historia de una placa, o la maldición de los Panero (Folletón por entregas) V, VI y VII
Han pasado al menos quince días, y ha amanecido nublado. Es un día gris que no presagia nada bueno. Temo que suene el teléfono, me aterran las llamadas sin identificar en el móvil. Al fin, la Abogada: que han tenido la reunión, y que su madre, que ha leído mi libro y le ha gustado mucho (mentira y gorda, pero piadosa), ha defendido la colocación de la placa, y que todos los vecinos están de acuerdo, excepto un señor que es muy raro y que ha dicho que no, que de ninguna manera, que tendrán que pasar por encima de su cadáver antes de poner nada a ese señor Panero (no sé si exagero y si me dijo o no esta última frase, pero en cualquier caso ayuda a crear un clímax patético en el relato de los hechos, de modo que lo dejo).
Tiro yo también de frases hechas y de refranero: ‘esto pasa de castaño oscuro’, vaya refrán tan absurdo por incomprensible, dicho sea al paso. Llamo a Maura. Es tan eficiente, que tiene ya localizado al Señor de Negro (acabo de bautizarlo como si fuera un personaje de Mihura, otro grande del absurdo). Que me espere, que va a hablar con él, y va a intentar convencerlo.
-Pero –pregunto- ¿puede un vecino ir contra la voluntad mayoritaria?
-Sí, la decisión ha de ser unánime.
-Pues ¡vaya democracia de mierda!.
Es un exabrupto, pero mi confianza con Maura ha crecido mucho, y ya se sabe, donde hay confianza da asco…
Días de espera. Se diría que no hago otra cosa que luchar contra esta disparatada situación, lo más parecido a una farsa grotesca: unos vecinos, ahora un vecino solo, que se niega a un acto de tanta justicia poética como ponerle una placa a Leopoldo Panero, el pobre, qué estará diciendo allá donde esté… Pero no, claro que hago más cosas: mis clases en la facultad por la mañana, mi biblioteca por las tardes (a Leopoldo ni tocarlo, no nos vaya a dar mal fario), mi teatro por las noches, y a todas horas Camus: ahora estoy con ‘El malentendido’. ¿No será todo esto un enorme malentendido? Dios lo quiera. Estoy deseando llamar a los amigos de Astorga, a Victorina, la ex alcaldesa, para decirles: ‘Fumata bianca, ya tenemos placa’…
VI
De malentendido nada. Ya quisiera. El Señor de Negro (me lo imagino creyéndose importante, como uno de esos países con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU), le ha dicho que nones a Antonio Maura.
-Lo que me ha costado hablar con él, no sabe usted.
-Vamos a tutearnos, Antonio -le digo, como tripulantes que ya somos de la misma embarcación, cada vez más a la deriva, eso sí-.
-Anota su teléfono, a ver si tienes más suerte que yo.
-A ver, a ver…
Llamo al antaño Señor de Negro y hogaño Odioso Señor del Veto. Por supuesto, ni está ni se le espera (no podía imaginar el general Sabino lo que iba a dar de sí su frase del 23-F.) Pero, ‘oh lalá, mon cher Albert!’, un panerista de sangre maragata no se rinde así como así. Llamo un día sí y al otro también. Y siempre en horas de oficina. Tengo perfectamente controlado el horario de la Secretaria del Odioso Señor del Veto. Entra a trabajar a las 9 y sale a las 17. Imagino la escena en la Oficina Siniestra, casi repetida todos los días:
Secretaria (seguramente de nombre Azucena y dirigiéndose al Señor del Veto). “Don Fulano, que ya he terminado, y me marcho, si no se le ofrece a usted algo más…”
Odioso Señor del Veto. “Nada, Azucenita (el diminutivo siempre es muy expresivo en estas situaciones), que tengas buena tarde”.
Secretaria. “Sí, he quedado con mi novio para ir al cine. (Emprende el mutis, pero antes de salir del despacho, se vuelve y dice:) Por cierto, don Fulano, hoy ha vuelto a llamar ese señor…”
Odioso Señor del Veto. “¿Qué señor?”
Secretaria. “Sí, ese señor tan pesado, el catedrático ese de la Complutense… Sobre la placa de la calle Ibiza, a ese tal Leopoldo Panadero… (Azucenita quiere dejar claro con el uso insistente del posesivo de segunda persona que el complutense le cae fatal porque molesta tanto al Odioso Señor del Veto).
Odioso Señor del Veto. “¡Ah, ya, no se preocupe! ¡Que llame, que llame! Yo nunca estoy. Que se vayan a freír espárragos con la poesía y esas mariconadas. ¡Estos profesores! Una panda de vagos es lo que son. Y encima de la Complutense, con ese rector rojo que tienen ahora, el hijo de Carrillo, fíjate…”
Secretaria. “¿El de Paracuellos? ¿No me diga? ¡Uff, adónde hemos llegado!”
(Y la Secretaria hace mutis, mientras don Fulano, el Odioso Señor del Veto, enciende un puro, muy satisfecho, y echa una lasciva mirada al trasero de Azucenita.)
“Pero, ¿cómo no habré caído antes, imbécil de mí?”, me pregunto al cabo de la enésima llamada sin conseguir que el Odioso Señor del Veto se ponga. “Lo que hay que hacer es llamarle en horas no de oficina, para pillarle desprevenido. De mañana no pasa. A mí me la van a dar”, me digo en voz alta todo orgulloso, al tiempo que doy fin al segundo acto de ‘Calígula’, de Albert Camus, ‘of course’.
VII
SON LAS 18 HORAS y presumo que la Secretaria ha salido ya de su trabajo. Llamo a la Oficina Siniestra. El teléfono suena una, dos, tres, cuatro, muchas veces. Buena señal, no salta el contestador. A la decimotercera vez oigo una voz (perdón por la paronomasia), y sé que es él, el Odioso Señor del Veto:
-“Don Fulano…”
-“Diga” ?en tono muy imperativo o acojonante, según prefiera el lector.
-“Le llamaba por lo de la placa al poeta Leopoldo Panero, ya sabe usted, ¿no?”
-“Ah, sí, ¿y qué quiere de mí?”
Le sé hostil, y echo mano de mis mejores armas dialécticas. Con un tipo como el que me imagino está al otro lado del hilo telefónico, a buen seguro un soberbio del copón, lo que procede son las técnicas del ‘sermo humilis’, aderezadas con un poco de persuasión tipo melodrama, que diría un cursi:
-“Puede usted imaginar lo contentas que se pondrían las gentes de Astorga, que tanto querían al poeta…, una pequeña ciudad, ya sabe cómo son en provincias…”
Me dan ganas de prometerle, cuando nos veamos y como prenda de agradecimiento, no un libro -que le produciría ictericia- sino una caja de mantecadas o, mejor, un buen trozo de cecina. Noto que ha suavizado mucho el tono. Un espejismo. De repente toma la palabra y ya no la suelta en un buen rato. Resumo en unas cuantas frases representativas aquel discurso torrencial que escuché impávido, acojonado, sí, sin atreverme a hacer uso de la función fática del mensaje, de la que habla Jakobson, qué cosas aprendíamos de jóvenes en la facultad:
-“Sí, sí, todo eso está muy bien, la poesía, pero a mí lo que me importa es la casa. Yo no vivo allí, ¿sabe? Pero no quiero que se manche la fachada con ninguna placa, y menos dedicada a ese señor al que yo no tuve el gusto de conocer. Yo tengo muchas cosas que hacer, y no tengo tiempo para la poesía y esas frivolidades. Sabe usted que sin mi permiso no se pone la placa, aunque todos los vecinos estén de acuerdo. ¡Estaría bueno! Leopoldo Panero. Yo no me meto en política, ¿sabe usted? Ni de derechas ni de izquierdas. A mí lo que me importa es mi trabajo, y lo demás pamplinas. Los poetas… A mí lo que me importa es la casa” (esta frase la dijo varias veces)… “¿Está claro?”
Clarísimo. Intento, sin salirme de la ‘captatio benevolentiae’, puntualizarle algo. Inútil. Luego de una pausa que se me hizo infinita, concluye su perorata:
-“Y además, y esto no puede refutármelo usted, la colocación de esta placa, tal como están las cosas, podría originar un atentado terrorista…”
Esto último –‘boutade’, despropósito, disparate o como se quiera llamarlo- me deja definitivamente ‘touché’. Tal vez no haya oído bien. Pero sí, ha dicho ‘terrorista’. ‘Demasié’, que diría un castizo. Abandono el ‘sermo humilis’, y me dejo llevar por los cauces de la ‘reprobatio’, o sea la sátira y la diatriba a tope, me encomiendo a Rabelais, Quevedo, en el fondo soy un bajtiniano irredento; o sea, en roman paladino, le mando a la mierda al Odioso Señor del Veto, y cuelgo. Con un par.
(Continuará.)
Han pasado al menos quince días, y ha amanecido nublado. Es un día gris que no presagia nada bueno. Temo que suene el teléfono, me aterran las llamadas sin identificar en el móvil. Al fin, la Abogada: que han tenido la reunión, y que su madre, que ha leído mi libro y le ha gustado mucho (mentira y gorda, pero piadosa), ha defendido la colocación de la placa, y que todos los vecinos están de acuerdo, excepto un señor que es muy raro y que ha dicho que no, que de ninguna manera, que tendrán que pasar por encima de su cadáver antes de poner nada a ese señor Panero (no sé si exagero y si me dijo o no esta última frase, pero en cualquier caso ayuda a crear un clímax patético en el relato de los hechos, de modo que lo dejo).
Tiro yo también de frases hechas y de refranero: ‘esto pasa de castaño oscuro’, vaya refrán tan absurdo por incomprensible, dicho sea al paso. Llamo a Maura. Es tan eficiente, que tiene ya localizado al Señor de Negro (acabo de bautizarlo como si fuera un personaje de Mihura, otro grande del absurdo). Que me espere, que va a hablar con él, y va a intentar convencerlo.
-Pero –pregunto- ¿puede un vecino ir contra la voluntad mayoritaria?
-Sí, la decisión ha de ser unánime.
-Pues ¡vaya democracia de mierda!.
Es un exabrupto, pero mi confianza con Maura ha crecido mucho, y ya se sabe, donde hay confianza da asco…
Días de espera. Se diría que no hago otra cosa que luchar contra esta disparatada situación, lo más parecido a una farsa grotesca: unos vecinos, ahora un vecino solo, que se niega a un acto de tanta justicia poética como ponerle una placa a Leopoldo Panero, el pobre, qué estará diciendo allá donde esté… Pero no, claro que hago más cosas: mis clases en la facultad por la mañana, mi biblioteca por las tardes (a Leopoldo ni tocarlo, no nos vaya a dar mal fario), mi teatro por las noches, y a todas horas Camus: ahora estoy con ‘El malentendido’. ¿No será todo esto un enorme malentendido? Dios lo quiera. Estoy deseando llamar a los amigos de Astorga, a Victorina, la ex alcaldesa, para decirles: ‘Fumata bianca, ya tenemos placa’…
VI
De malentendido nada. Ya quisiera. El Señor de Negro (me lo imagino creyéndose importante, como uno de esos países con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU), le ha dicho que nones a Antonio Maura.
-Lo que me ha costado hablar con él, no sabe usted.
-Vamos a tutearnos, Antonio -le digo, como tripulantes que ya somos de la misma embarcación, cada vez más a la deriva, eso sí-.
-Anota su teléfono, a ver si tienes más suerte que yo.
-A ver, a ver…
Llamo al antaño Señor de Negro y hogaño Odioso Señor del Veto. Por supuesto, ni está ni se le espera (no podía imaginar el general Sabino lo que iba a dar de sí su frase del 23-F.) Pero, ‘oh lalá, mon cher Albert!’, un panerista de sangre maragata no se rinde así como así. Llamo un día sí y al otro también. Y siempre en horas de oficina. Tengo perfectamente controlado el horario de la Secretaria del Odioso Señor del Veto. Entra a trabajar a las 9 y sale a las 17. Imagino la escena en la Oficina Siniestra, casi repetida todos los días:
Secretaria (seguramente de nombre Azucena y dirigiéndose al Señor del Veto). “Don Fulano, que ya he terminado, y me marcho, si no se le ofrece a usted algo más…”
Odioso Señor del Veto. “Nada, Azucenita (el diminutivo siempre es muy expresivo en estas situaciones), que tengas buena tarde”.
Secretaria. “Sí, he quedado con mi novio para ir al cine. (Emprende el mutis, pero antes de salir del despacho, se vuelve y dice:) Por cierto, don Fulano, hoy ha vuelto a llamar ese señor…”
Odioso Señor del Veto. “¿Qué señor?”
Secretaria. “Sí, ese señor tan pesado, el catedrático ese de la Complutense… Sobre la placa de la calle Ibiza, a ese tal Leopoldo Panadero… (Azucenita quiere dejar claro con el uso insistente del posesivo de segunda persona que el complutense le cae fatal porque molesta tanto al Odioso Señor del Veto).
Odioso Señor del Veto. “¡Ah, ya, no se preocupe! ¡Que llame, que llame! Yo nunca estoy. Que se vayan a freír espárragos con la poesía y esas mariconadas. ¡Estos profesores! Una panda de vagos es lo que son. Y encima de la Complutense, con ese rector rojo que tienen ahora, el hijo de Carrillo, fíjate…”
Secretaria. “¿El de Paracuellos? ¿No me diga? ¡Uff, adónde hemos llegado!”
(Y la Secretaria hace mutis, mientras don Fulano, el Odioso Señor del Veto, enciende un puro, muy satisfecho, y echa una lasciva mirada al trasero de Azucenita.)
“Pero, ¿cómo no habré caído antes, imbécil de mí?”, me pregunto al cabo de la enésima llamada sin conseguir que el Odioso Señor del Veto se ponga. “Lo que hay que hacer es llamarle en horas no de oficina, para pillarle desprevenido. De mañana no pasa. A mí me la van a dar”, me digo en voz alta todo orgulloso, al tiempo que doy fin al segundo acto de ‘Calígula’, de Albert Camus, ‘of course’.
VII
SON LAS 18 HORAS y presumo que la Secretaria ha salido ya de su trabajo. Llamo a la Oficina Siniestra. El teléfono suena una, dos, tres, cuatro, muchas veces. Buena señal, no salta el contestador. A la decimotercera vez oigo una voz (perdón por la paronomasia), y sé que es él, el Odioso Señor del Veto:
-“Don Fulano…”
-“Diga” ?en tono muy imperativo o acojonante, según prefiera el lector.
-“Le llamaba por lo de la placa al poeta Leopoldo Panero, ya sabe usted, ¿no?”
-“Ah, sí, ¿y qué quiere de mí?”
Le sé hostil, y echo mano de mis mejores armas dialécticas. Con un tipo como el que me imagino está al otro lado del hilo telefónico, a buen seguro un soberbio del copón, lo que procede son las técnicas del ‘sermo humilis’, aderezadas con un poco de persuasión tipo melodrama, que diría un cursi:
-“Puede usted imaginar lo contentas que se pondrían las gentes de Astorga, que tanto querían al poeta…, una pequeña ciudad, ya sabe cómo son en provincias…”
Me dan ganas de prometerle, cuando nos veamos y como prenda de agradecimiento, no un libro -que le produciría ictericia- sino una caja de mantecadas o, mejor, un buen trozo de cecina. Noto que ha suavizado mucho el tono. Un espejismo. De repente toma la palabra y ya no la suelta en un buen rato. Resumo en unas cuantas frases representativas aquel discurso torrencial que escuché impávido, acojonado, sí, sin atreverme a hacer uso de la función fática del mensaje, de la que habla Jakobson, qué cosas aprendíamos de jóvenes en la facultad:
-“Sí, sí, todo eso está muy bien, la poesía, pero a mí lo que me importa es la casa. Yo no vivo allí, ¿sabe? Pero no quiero que se manche la fachada con ninguna placa, y menos dedicada a ese señor al que yo no tuve el gusto de conocer. Yo tengo muchas cosas que hacer, y no tengo tiempo para la poesía y esas frivolidades. Sabe usted que sin mi permiso no se pone la placa, aunque todos los vecinos estén de acuerdo. ¡Estaría bueno! Leopoldo Panero. Yo no me meto en política, ¿sabe usted? Ni de derechas ni de izquierdas. A mí lo que me importa es mi trabajo, y lo demás pamplinas. Los poetas… A mí lo que me importa es la casa” (esta frase la dijo varias veces)… “¿Está claro?”
Clarísimo. Intento, sin salirme de la ‘captatio benevolentiae’, puntualizarle algo. Inútil. Luego de una pausa que se me hizo infinita, concluye su perorata:
-“Y además, y esto no puede refutármelo usted, la colocación de esta placa, tal como están las cosas, podría originar un atentado terrorista…”
Esto último –‘boutade’, despropósito, disparate o como se quiera llamarlo- me deja definitivamente ‘touché’. Tal vez no haya oído bien. Pero sí, ha dicho ‘terrorista’. ‘Demasié’, que diría un castizo. Abandono el ‘sermo humilis’, y me dejo llevar por los cauces de la ‘reprobatio’, o sea la sátira y la diatriba a tope, me encomiendo a Rabelais, Quevedo, en el fondo soy un bajtiniano irredento; o sea, en roman paladino, le mando a la mierda al Odioso Señor del Veto, y cuelgo. Con un par.
(Continuará.)




