Juan Jacinto Fernández Pérez
Sábado, 06 de Febrero de 2016

El maquis de un cura de aldea (IV)

Continuamos con el diario escrito por Juan Jacinto Fernández, cura en el Valle de Finolledo y A Rúa Petín, sobre su relación mediadora entre las autoridades y los 'huidos' al monte en El Bierzo al finalizar la Guerra Civil. El relato lo escribe a instancias de su sobrino, el escritor Esteban Carro Celada.

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Al mes siguiente mataron a un señor de Anllares que se dedicaba al trato de manteca, lo mataron entre los pueblos de San Pedro de Olleros y Valle de Finolledo, ya en término de este pueblo. Yo, aquel día había ido al pueblo de Cela, anejo de Paradaseca, a una fiesta y bautizar a unos niños y asistir a un matrimonio; con ese motivo pasé la noche en dicho pueblo y al volver me encontré con ese acontecimiento, y un sargento de la Guardia Civil apellidado Vidarte y un guardia apellidado Rojo me trataron mal, diciendo que no se explicaban mis tratos con esa gente y que nos iban a mandar a todos a San Marcos. En aquel momento llegó en un coche el teniente coronel de la Guardia Civil, se metió en mi casa y me trató muy cariñosamente, entró el sargento y yo fui a la revancha y hablé mal de la Guardia Civil. Quiso disculparse, que a ellos no le dábamos confidencias y que por ello no podían hacer labor. Marchó el sargento y entonces el teniente coronel se expansionó conmigo, que tenía que presentar todos los que pudiese, pues estaba convencido de que no había otro medio para limpiar de tanta gente a tantas regiones que estaban afectadas. Le contesté ¿qué garantía tenía yo?, porque ellos me habían dicho que si presentaba alguno y lo fusilaban que mi cabeza volaría. Él me dijo que si no se les probaban crímenes por robos que no tuviese cuidado porque estaban indultados; hasta los 20 años si habían hecho alguna muerte en alguna refriega, que tampoco les condenarían a muerte y por tanto que también serían indultados; que ya sabían que yo tenía muchas simpatías en todos los pueblos y que todos me ayudarían. Si alguno había alevoso que mataba por matar que no lo presentase.


Pasaron más de tres meses sin que presentase a nadie, pero en mis correrías por todos los pueblos, pues había semanas que estaba fuera de casa, en este tiempo hablé con ellos dándoles seguridades, que no les pasaría nada. Me dijeron que a la Guardia Civil o al Tercio que no se presentaban, porque tenían miedo a que los martirizaran. Había entonces un tabor de regulares del cuarto de Larache, vinieron a mi casa un capitán y un teniente ayudante para animarse, fui yo a hablar con el comandante Don Román R. Rivero, le expuse las dificultades que podía haber, por si los que no querían presentarse pudieran matar al comandante y acompañantes, que no lo creía pero que podía suceder. Yo les había prometido a los escapados que llevaría al comandante a parlamentar con ellos y que si no estaban conformes con lo que él les dijese que podían marcharse. El comandante también aceptó la entrevista. En el mes de enero de 1940 salimos al monte llamado Campo de Fonfrías entre Moreda y Aira da Pedra. El comandante, el teniente ayudante y dos policías de la Ronda Secreta y un servidor que llevaba en la alforja una hogaza de pan, una bota de vino, jamón y chorizos; todos a caballo. Nos asomamos al Campo Páramos para verlos pero estaban escondidos, miramos sin ver nada. Yo les di unas voces, pero ellos tenían miedo; uno de los policías fijándose en una mata de urces vio que se movían un poco y al mirar todos para allí luego ellos se levantaron y empezaron a bajar; nos acercamos y al llegar al sitio convenido dos caballos se encabritaron y empezaron a comer. Eran tres los que se presentaban y dos fueron a coger los caballos y el otro le mandó al comandante que hiciese lumbre, que tenía frío. Esto lo hizo para darles confianza. Apaciguados los caballos nos rodeamos a la lumbre; saqué la merienda y ellos no querían comer, pero les convencimos y comieron. Durante la comida uno de los escapados tomó la palabra y hablando, dirigiéndose al comandante dijo; yo no sé porque estoy aquí, me trajo Don Juan y me dijo que después de esta entrevista si no estaba conforme que me podía marchar. Este le contestó: a mí también me trajo Don Juan y respeto lo que él os prometió, pero si no estáis conformes con lo que tratemos, os dejo libres por unas horas; pero después pondré en marcha las fuerzas y os digo que si os cojo os hago picadillo.

 

 

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El escapado dijo: yo hasta que no sepa la pena que va a salir no me presento. El comandante le contestó: yo hasta que no sepa la culpa que tienes no te puedo decir la pena. Entonces dijo: yo soy de la quinta del 28, marché para Asturias con los demás, yo no tengo las manos manchadas en sangre, hicimos algunos robos para comer, por lo demás no tengo más. El comandante le preguntó si alguien le acusaría de algún crimen, y contestó que no. El comandante le dijo que la quinta no le perjudicaba, porque cuando la llamaron él estaba en Asturias, que lo más que podía estar en la cárcel era un mes, pero que le parecía que no estaría nada. Después se dirigió a los otros dos y les preguntó el delito que tenían y le contestaron que eran desertores, que estaban en Astorga y que vieron los muertos y heridos que llegaban de los frentes de combate, que tuvieron miedo y que escaparon. Él contestó, vaya dos artilleros que tienen miedo. Vosotros tenéis que ir a África a cumplir lo que está mandado, pero no tendréis más castigo.


Entonces los tres dijeron que se entregaban y entregaron unas bombas, dos escopetas y un fusil. Les extendió un salvoconducto que les valía por un par de meses y que todas las semanas tenían que presentarse en la comandancia.


El comandante me dejó unos salvoconductos firmados por él para que los que se presentasen los llevasen a la comandancia y no los pudiese detener la Guardia Civil hasta que los presentase a él. Al día siguiente se me presentó otro del mismo pueblo que los anteriores, de Porcarizas, en días sucesivos otro de Tejeira y otro de Prado, y en aquel mes se presentaron otros de Ancares, todos acudieron a la comandancia de Vega de Espinareda y todos con las mismas promesas. Los que les tomaron declaración fueron dos de la Policía Secreta, Don José María Barrales, de Orense y Don José Gaite de Valladolid; no maltrataron a ninguno, pero la gente de algunos pueblos les decían que era un anzuelo que les tendíamos para cogerlos a todos y después encarcelarlos. También contábamos con la contra de la Guardia Civil; porque no los entregábamos a ellos. Tuvo que imponerse el comandante haciéndoles ver que todos teníamos que hacer patria y no poner dificultades y que ellos serían los más beneficiados si les limpiábamos todos los pueblos de malhechores, sin costarle sangre a nadie. 

 

 

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A mí me llamaban el cura rojo y hacían contra mí toda la campaña que podían, de tal forma que los mismos escapados que no quisieron presentarse me avisaron que tuviese cuidado no por ellos, sino por parte de las fuerzas. Yo tenía que salir a todos los pueblos porque en los dos ayuntamientos no había más sacerdotes. Al mes siguiente para una noticia bomba: los hermanos Rogelio y Domingo Lanzón Ochoa, los que más me habían perseguido, me escribieron una carta pidiéndome perdón y que querían presentarse, hacía unos meses que estaban guardados en la casa de la abuela; fui allí y les dije y les prometí lo que a los demás, que yo les perdonaba, pero que a uno de ellos le acumulaban que, cuando en el mes de septiembre del 36 había matado a uno y él venía de jefe de los que rodearon el pueblo. Me dijo que de eso ya se defendería, los llevé a la comandancia y les tomaron declaración y para que no hubiese líos en el pueblo, que le era incompatible vivir allí y que eligiese a donde residir y eligió a Madrid.


En el pueblo me llamaban burro porque estos me habían dado tanta guerra y ahora que los tenía a mi disposición los perdonaba. (Continuará)

 

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