Javier Huerta
Lunes, 08 de Febrero de 2016

El que no sirve para nada

Así tituló Leopoldo Panero uno de los poemas de Escrito a cada instante. Su protagonista es Miguel de Cervantes, el escritor, el poeta, o sea, “el que no sirve para nada”…; para nada útil, práctico, se entiende.  Es la respuesta que muchos daban a quienes, por ejemplo, en mis tiempos preuniversitarios, me preguntaban qué carrera iba a estudiar. Y si les contestabas que letras, o humanidades, o filología, era consabida la réplica: “¿Y para qué sirve eso?”. Mera interrogación retórica porque la respuesta se daba sobrentendida: “Para nada”.

 

Traigo el verso y su consiguiente reflexión a propósito de la efeméride que se conmemora en este tan incierto 2016 que acaba de dar sus primeros pasos; nada menos que el cuarto centenario del llamado príncipe de los ingenios, el autor de la obra de ficción más traducida de todo el mundo; la más popular y también la de mayor resonancia en la historia de la literatura. Como, además, la fecha coincide con la del fallecimiento de otro príncipe de las letras, William Shakespeare, la comparación se hace por fuerza inevitable. Gran Bretaña se ha aprestado a homenajear, como es debido, a quien puso a la lengua inglesa en su más alta cumbre. Saben que el genial dramaturgo es su mejor 'marca', y políticos de uno y otro signo así lo han reconocido.

 

Pues bien, en esta España nuestra, que atesora uno de los tres más grandes patrimonios culturales del universo, el centenario de Cervantes está pasando como de puntillas. A nuestros políticos, enfrascados en la refriega partidaria, no parece interesarles ni poco ni mucho esta que debía ser una magna, multitudinaria y gozosa celebración. En ninguno de los debates que hubo durante las pasadas elecciones se mencionó el nombre del escritor. Nadie se acordó de él para ponerlo como ejemplo señero de la tan cacareada regeneración del país. Nadie cayó en la cuenta de que –como señalara el maestro Unamuno-, su héroe, don Quijote, es el perfecto paradigma humano de los valores más elevados por los que ha luchado siempre la civilización occidental, es decir, el humanismo cristiano: la libertad, la justicia, la tolerancia…

 

Ni las derechas ni las izquierdas han “puesto en valor” –adrede utilizo este galicismo del que tanto se abusa en la actualidad- el nombre que más dignamente representa a España, su lengua y su cultura. Enfangados, como están, en el mediocre día a día, ignoran que es la cultura lo que al cabo permanece. Muy pocos –fuera de los especialistas- podrían mencionar hoy el nombre de quienes gobernaban la Inglaterra de Shakespeare o la España de Cervantes, pero son muchos, en cambio, los que saben quiénes son Romeo y Julieta, Hamlet y Otelo, Dulcinea, don Quijote y Sancho Panza… Dentro de cuatrocientos años, si la humanidad no ha optado por el suicidio colectivo, nadie recordará a nuestros tribunos de la plebe, pero Cervantes, en compañía de Shakespeare, uno de los primeros lectores de su Quijote, seguirá vivo en la memoria. ¡Pobre nación, en fin, aquella que no se enorgullece de su pasado cultural! Que la nuestra haya llegado al estado actual de postración y pobreza de espíritu en que se encuentra no ha de extrañar, por ello, a nadie.

 

Post scriptum. Como protesta silenciosa por el desdén general ante el centenario del genio alcalaíno, les invito a leer, si no lo han hecho ya, El Quijote, y a ver el divertidísimo espectáculo Cervantina, que con tanto éxito acaba de estrenar en el madrileño Teatro de la Comedia la compañía Ron-Lalá y que pronto girará por España.

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