Mercedes Unzeta Gullón
Lunes, 08 de Febrero de 2016

La cosa común

Me atrevo a intervenir en este foro de opinión y el impulso sale de la indignación que me ha provocado el paseo que acabo de dar por la rivera del río Tuerto, el río de nuestra comarca.

 

Lleva un tiempo lloviendo y no lloviendo, es decir, lloviendo a ratos, pero hubo dos días que llovió de seguido en la zona donde yo vivo, no muy abundante pero sí muy continuado. De pronto, una mañana, el caudal del Tuerto empezó a crecer y a crecer a un ritmo trepidante y el agua, que no reconoce fronteras, se expandió por las choperas, campos de juego, cultivos, huertos, caminos y canales. De pronto, en pocas horas, había desaparecido la ribera y el río corría a sus anchas por las tierras colindantes en donde los chopos flotaban inhiestos como palos de bergantines hundidos. Un gran espectáculo. Lo sorprendente es que no había llovido lo suficiente para tal cantidad de agua bajando a toda prisa hacia los lejanos remansos del Duero. Qué raro.

 

Yo vivo en un molino y a poco me entra el agua por las ventanas. Hubo un momento de pánico pues las compuertas no podían desaguar más cantidad de agua, y las paredes del molino iban quedándose sumergidas en esas agitadas corrientes. Así pasaron cerca de tres días hasta que fue bajando poco a poco el nivel. Nunca había llegado el agua a esa altura habiendo llovido mucho más en otros momentos. ¿Qué paso? Era la atónita pregunta. Me aclararon más tarde que el pantano que rige las aguas del rio Tuerto, es decir, el pantano de Villameca, había soltado de golpe una ingente cantidad de agua sin ningún miramiento (me dijeron la cifra pero los números no los retiene mi cabeza) en lugar de hacerlo de una manera escalonada. ¿Qué hay que soltar agua por prevención?, venga, abrimos la espita y ya. Ese funcionamiento es verdaderamente para afear y protestar, ya que no se tiene en cuenta a los que estamos río abajo y los daños que puede provocar esa despreocupada actitud. Pero no es de eso de lo que quería hablar.

 

De lo que en realidad quiero hablar es de la terrible falta de educación nacional. Del desprecio nacional por la cosa común. “Lo que no es mío no es de nadie” parece ser el lema habitual de la mayoría de las personas de este santo país. Mi casa es mía y la tengo como una patena; no se me  ocurre tirar las bolsas de plástico, las latas de cerveza, los cartones de leche o los bidones de aceite por los suelos de las habitaciones y dejarlos ahí hasta que se los lleve un buen día un golpe de viento al abrir las ventanas. Pues no. Nadie hace eso en su casa. Sin embargo voy al campo, que no es mío, o al río, que tampoco es mío, y tiro todo lo que me da la gana, porque no es mío ni es de nadie. Y a mí qué me importa el vecino, el campo tampoco es suyo. Y, además, si lo tiro al río se lo lleva la corriente (como si la corriente del río fuera una planta de reciclaje). Este parece ser el pensamiento generalizado de un buen número de conciudadanos a deducir de su comportamiento.

 

Mi indignación llega hoy cuando paseo por las orillas del Tuerto con sus aguas ya más sometidas y veo con asombro que la ribera parece una feria. Desde lejos pudiera aparentar que es una ribera decorada para una gran fiesta: todos los árboles están llenos de colgajos de plástico, botes y cartones, por lo general blancos, que al bajar el caudal se han quedado suspendidos de las ramas como si fueran banderines de fiesta. Es todo un grandioso espectáculo tercermundista que me causa una enorme vergüenza nacional. No doy abasto en recoger lo que mi mano alcanza. Impresionante. Y esto pasa en un país que nos jactamos de ser europeos de una Europa en donde los habitantes de las grandes y pequeñas ciudades se pueden bañar tranquilamente en los ríos que pasan por en medio de sus calles. ¿Por qué ellos saben mantener las aguas de sus ríos limpias y nosotros no?

 

¿De qué depende esta diferencia de actitud? No se trata de que haya que limpiar los ríos, como parece ser otro sentimiento generalizado: “que lo limpien otros, los ecologistas”; se trata de que NO hay que ensuciarlos. ¿Y eso de quién depende? Depende de todos y de cada uno. Pero en este país hablar de todos es hablar de ninguno, hay que hablar de cada uno, porque no se concibe el todos como un posesivo general. Eso, tristemente, es falta de educación. Respetar al vecino es educación, y dentro del “todos” está “cada uno”, estoy “Yo” y está “el vecino”. Si voy a casa del vecino y tiro la colilla al suelo o el papel que me sobra en el bolsillo, el vecino me echará a la calle y me llamará “guarro” y no me volverá a invitar. Pues ese es el concepto  que hay que hacer comprender a los niños -ya que con los mayores parece que llegamos tarde-: que la cosa común somos todos: yo, tu, él; y lo común es de mis vecinos y también es mío, por lo tanto lo cuido igual.

 

No hay que ser acérrimo ecologista, ni abanderado verde, ni militar en ninguna plataforma de medio ambiente para comprender esto. Es mucho más sencillo: hay que ser educado, tan simple como eso: EDUCADO,  y eso conlleva el respeto por los demás y lo demás. Y la educación se aprende en el colegio pero sobre todo en casa, y ahora llegamos al verdadero problema: que hemos perdido ¿una, dos, tres…? generaciones de educación, por lo que, en el mejor de los casos, nos queda mucho tiempo hasta sustituir esos blancos que son negros. ¡Que pena!.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.