Juan Jacinto Fernández
Sábado, 20 de Febrero de 2016

El maquis de un cura de aldea (VI)

Con esta entrega finalizamos el breve diario que escribió Juan Jacinto Fernández, cura en aquel entonces del Valle de Finolledo, sobre sus experiencias con el Maquis. Queda pendiente todavía la transcripción de una entrevista realizada por Esteban Carro Celada a Juan Jacinto a principios de los años 70.

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Después de este acontecimiento volví para la parroquia con intención de no intervenir más, pero como tenía que salir por todos aquellos pueblos no tuve más remedio que seguir mi labor  de antes. Seguían  los destacamentos en Valle y Paradaseca, pero la labor era bien poca; los pueblos no  tenían confianza y no daban confidencias, al contrario, los escapados redoblaban el espionaje y cada vez eran más generosos. Los animaban los exiliados que estaban fuera de la nación y que pronto volverían a mandar.

 

Hubo también algunos cambios en los mandos, el comandante Rivero a quien hice las presentaciones, fue reemplazado por otro y en Vega estaba al frente el capitán Bárcena. Se sucedieron varios choques de uno y otro bando, con bajas lo mismo de rojos que guardias. Yo me abstuve lo que pude. En octubre del 45 en esta región de El Bierzo mataron a tres sacerdotes; al párroco de Dragonte diciendo misa y a otros tres del pueblo, por unos informes de uno de dicho pueblo que había sido condenado a muerte y logró escaparse de la cárcel de Astorga el día antes de ejecutarlo. El otro sacerdote fue Don Alfredo Tobías, párroco de Borrenes, lo mataron en el pueblo de Voces y Orellán. Este señor era maestro y se encargó de la escuela de Borrenes, y el maestro de este pueblo estaba sancionado y al parecer cuando mataron a Tobías, entre los maleantes estaba dicho maestro, y el otro sacerdote llamado Tomás estaba en Villaverde de los Cestos, este parece fue por asuntos familiares. Los sacerdotes de El Bierzo nos alarmamos y me negué a salir.

 

El señor obispo escribió o comunicó al gobernador que si las fuerzas no nos garantizaban más seguridad se veía en la necesidad de retirarnos.

 

A mí me escribieron una carta los escapados, que en los pueblos que yo servía me garantizaban que no pasaría nada y que podía seguir como antes, ejerciendo mi ministerio, pero con la consigna con respecto a ellos de ver, oír y callar. 

 

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Pasaron unos meses sin comunicarme con ellos. Al principio de enero del año siguiente tuve que ir a uno de los pueblos que estaban a mi cargo y el más distante, a unos 25 kilómetros, el viaje lo hacía a caballo y por malos caminos, y tuve que estar allí dos días. Casé a dos parejas, bauticé unos cuantos niños e hice unos funerales. En aquella noche se comunicaron conmigo, eran unos diez y me dijeron que no tuviera miedo que a mí no me molestarían. Les propuse como siempre que se presentaran, que no les pasaría nada malo, que les respondía con mi cabeza y además que los presentados por mí, todos estaban libres y contentos; me dieron las gracias, pero que esta situación estaba terminando, que casi todas las naciones habían boicoteado a España y que no tardaría un mes en ponerse otro régimen. A ellos los animaban desde fuera y les hacían promesas con las que les engañaban.

 

Siguieron los choques entre unos y otros y hubo bajas de los dos bandos. Los pueblos estaban mal y los molestaban unos y otros. Yo no tuve más remedio que intervenir en algunos casos. Las fuerzas se quejaban de que los pueblos no les daban confidencias y que los ocultaban y los protegían, pero los escapados tenían un espionaje tan bien montado que sabían todo y al que los delatase le costaba la vida.

 

Mi intervención consistía en pedir clemencia para algunos que llevaban al destierro y algunos de estos no eran culpables. Si alguna vez podía hablar con los escapados les aconsejaba que de no querer presentarse que se marchasen para otra nación, que les era fácil por la frontera de Portugal o por la de Francia.

 

Podía relatar más sucesos de estos, pero creo que no es necesario. Siguieron por estas provincias de León, Lugo, Orense y Zamora, y aún en otras colindantes este malestar y sucesos luctuosos hasta el año 1948. En la noche del ocho de abril de 1947 en mi pueblo, Santa Eulalia de Petín, Orense, mataron a un cuñado mío y a otros dos primos míos porque dos meses antes los guardias de Petín, Villamartín y Barco de Valdeorras, habían hecho una emboscada en dicho pueblo y habían matado a un rojo, y en represalia mataron a los citados, diciendo que habían denunciado a las fuerzas que aquel estaba allí. También mataron en la misma noche y a la misma hora a otro matrimonio en el pueblo de San Payo y otro en Maus. Los que trataban conmigo no tuvieron culpa en aquellos asesinatos. En cada región y en cada provincia eran los culpables los que estaban en ellas…

 

En el año 47, en los últimos meses, se dieron cuenta de que los de fuera los estaban engañando y empezaron a marcharse y para eso hacían algún atraco o robo de importancia para poder pagar los gastos del viaje.

 

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Las fuerzas ya retribuían más a los que daban confidencias y al ver que ya les descubrían más que antes trataban de marcharse. Uno de Toral de los Vados llamado Abel lo fueron a buscar el día de Nochebuena y con el otro de Fornela llamado Amadeo, salieron al atardecer de Toral y por Bilbao pasaron a Francia. Otro llamado Joaquín Lago marchó desde Quilós también en un coche, y otros tres marcharon con otras tres ‘queridas’ desde Paradaseca, andando por estas montañas hasta Avilés y allí les estaba esperando un barco pesquero en el que fueron a Francia. A uno de estos llamado Manuel Gutiérrez, le mandé la documentación para casarse y por mandato el teniente coronel Varela, le escribí preguntándole cómo habían burlado la vigilancia de las fuerzas, me contestó que habían ido andando las tres parejas hasta Avilés y desde allí hasta Francia en un barco, y me añadía que si antes supiera que se pasaba con tanta facilidad, lo hubieran hecho antes. Otro de los jefes apellidado Girón, lo mataron cerca de los Barrios (Ponferrada). Las fuerzas dieron a la querida 50.000 y lo descubrió en donde estaba guardado, y otros cuantos fueron muertos en otra emboscada en un pueblo llamado Vilabello cerca de Becerreá. Con ello quedó esto pacificado. Yo seguí sirviendo todos aquellos pueblos hasta septiembre de 1950 que me mandaron otros dos sacerdotes. En los años que siguieron hasta 1965 en que me jubilé, no tengo nada digno de mención.

 

                                                                                                                      Firmado: Juan Jacinto Fernández

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