Sol Gómez Arteaga
Lunes, 29 de Febrero de 2016

Aquellos maravillosos años

Con Miguel Angel Paramio Rodríguez

 

Los viajes, además de conducirnos de un lugar a otro, sirven para conversar, para crear y recrear historias, para recordar o, lo que es lo mismo, “volver a pasar por el corazón”, como éste último al Norte de casi cinco horas de duración, en el que conductor y copiloto, nostálgicos del pasado, traen al presente detalles que conformaron aquellos maravillosos años, que tal vez no fueron tan maravillosos, el recuerdo es selectivo y falaz, pero como dice la copla manriqueña “siempre a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”.

    

Y por unas horas los que viajan añoran el pelargón, y los muebles de formica, y los sofás de escay, y el serbus, y los discos de vinilo, y los pantalones de campana, y el tergal tieso de sus cazadoras, y los jerseys de ochos tejidos por sus madres, y los relojes Casio con calculadora, y las chupas de cuero, y las camisas hawaianas llevadas por fuera del pantalón y los leotardos. También evocan el Vicks vaporub que bullía en sus pechos resfriados e infantiles, y la mercromina que desinfectaba sus magulladas rodillas y los colchones de lana vareados a la caída del sol todos los veranos, y el somier con muelles en el que, despojado del colchón, saltaban, y el cobertor con el que se abrigaban, y el olor a alcanfor, y las estufas catalíticas, y las meriendas de domingo tortillero y fiambrera, y los polvos picapica y las cartas con matasellos de Francisco Franco.  

 

Aquellos eran tiempos en los que en la tele, al principio en blanco y negro, solo había dos canales reinados por una carta de ajuste que abría y cerraba la programación, aunque al conductor y a la copiloto, todavía unos críos, sería la familia Telerín quien les mandaría a la cama, y  un poco más crecidos, los dos rombos censores.

 

Eran tiempos en los que en esa tele echaban Crónicas de un pueblo, y Los Invasores y Érase una vez el hombre, y V, y El planeta de los simios, y Un dos tres, y Marco, y Heidi y Pipi Calzaslargas, y La abeja maya, y Mazinger Z y Epi y Blas, y Con ocho basta.

 

Pelis como La cabina, o los cortos de Alfred Hitchcock, o Las aventuras de un Pinocho de carne y hueso que tenía como progenitor a un preocupado Nino Manfredi y por hada madrina a una adorable y azul (así la ve la copiloto) Gina Lollobrigida, dejaron en sus mentes infantiles,  frágiles, fácilmente maleables, una huella imborrable.

 

Eran tiempos en los que muchos no íbamos de vacaciones y nuestro verano azul sin playa y sin  palmeras, lo pasábamos jugando con un tropel de chavales venidos de fuera que al final de la temporada nos habían contagiado palabras tales como aita y ama y agur y fía y oh lá lá. Claro que el poder de cazar gamusinos era exclusivo de nosotros, los autóctonos.  Excepcionalmente, es verdad, hacíamos excursiones de un día de duración por carreteras nacionales en las que un toro Osborne, que entonces ostentaba todas letras, parecía dominar de norte a sur y de este a oeste, la variada geografía española. La cámara fotográfica, con lupa interna que traíamos como recuerdo, y que reproducía fielmente la estalactita, o la catedral, o el castillo, o la playa, o el palacio, o el acueducto, o el animal en cautividad que acabábamos de ver, hacía inolvidable el recién disfrutado viaje.    

 

Eran tiempos en los que se aprendía a andar en bici en las bicis de barra de los padres por debajo de la barra, y nos bañábamos en el río con una cámara de rueda de coche a modo de flotador, y  jugábamos a las canicas, y a los cromos, y a las Nancys, y al futbolín, y al escondite, y al chorromorropicotaina, y a los toboganes, y a las cadenas, y al hula hoop, y al juego de la oca, y a las cocinitas, y a la comba, y a la goma, y a las mariquitas recortables, a las que les hacíamos estrenar a diario, solo había que pintar, un nuevo traje;  juegos éstos interrumpidos por la merienda de pan untado en nata de la leche de las vacas espolvoreada con azúcar que nuestras diligentes madres nos ponían en la mano.

 

Eran tiempos que a los niños los traía la cigüeña desde París, y los bautizos se celebrabas con perdones, y los chicos hacían la comunión ataviados con trajes de almirantes, mientras las chicas sostenían para la foto de estudio al Niño Jesús, y los jóvenes contraían, sí o sí, matrimonio por la Iglesia católicapostólicayromana, y los cumpleaños se celebraban con cuelgas de caramelos y rosquillas, y los velorios se hacían en las casas, en un ritual en el que el vecindario acompañaba en una larga noche, atemperada con café y licores, al finado y su familia doliente. Y la gente se disfrazaba en carnaval con ropa vieja que encontraba en el desván pintándose bigotes con cisco. Y el mes de mayo se celebraba con flores a María, mientras que por San José era la hojita del pino, tan alta… la que se llevaba la palma.

(Continuará)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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