Bruno Marcos
Lunes, 29 de Febrero de 2016

En tránsito

Es una lección existencial ir a una gran ciudad y percibir a la multitud, mezclarse con ella hasta diluirse. La gran ciudad es el elixir contra el narcisismo y la brutalidad a la que conduce la excesiva cercanía, la excesiva familiaridad.


Si uno sale de su coche particular y se incorpora a los medios colectivos de transporte queda paralizado ante el paisaje del género humano. Todos los rostros tan distintos, tan escritos por la vida de cada uno, tan llenos de dignidad, una dignidad que parece ajena al estrato social del que se proviene, una dignidad vertida por el tiempo, por la vida que pasa por todos escribiendo.


En ese instante, en el metro, en el tren o en el avión, se produce una reducción esencial, igualadora, como pocas veces. El sujeto dentro de la masa se siente desprovisto de todos los afanes particulares que mueven su motor diario, su casa, su familia, su amor, su carrera, su dinero, para encontrarse desnudo de todo, con la misma parcela asignada en el tránsito, su asiento, su número, que cualquier otro. En esa soledad ruidosa casi nadie inicia una conversación porque esta no puede ir a ningún sitio y ha de desaparecer en la parada siguiente. Se trata del tiempo vacío del tránsito.

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