Defensa de Madrid
Aquel pueblo, en plena maragatería, parecía irreal, como de cuento, un pueblo fantasma. Se accedía a él a través de un puente de piedra, como de piedra eran también el suelo y las casas. Este detalle me recordó las palabras del sabio humanista cuando dijo que ya desde antiguo la civilización se construía con la piedra y a los que no se les quería, -criminales, corruptos, también locos- se les expulsaba apedreándoles. El día estaba húmedo. Llovía a intervalos y el agua, en aquellos tramos donde el pavimento se hundía, formaba pequeñas balsas. A la gran casona se accedía por un portón y en su interior había una mujer octogenaria con un libro abierto en las manos.
Por un momento pensé que lo mismo que el pueblo, lo mismo que las casas y el puente, la mujer no existía de verdad. Y sentí curiosidad por saber qué clase de libro podía leer una mujer fantasma. 'Casa tomada', pensé. A ella le debió de embargar la misma curiosidad que a mí pues me preguntó de dónde venía. De Madrid, le dije.
“Ah, en Madrid viví yo cuando era joven. Entonces, cuando había serenos y organillos y verbenas, sí que era bonito, no como ahora, plagado de extranjeros, te roban por menos de nada”. “No tengo esa sensación”, repliqué. “Mi primo taxista que vive en Madrid me cuenta que le han robado muchas veces. Se pasa mucho miedo”.
No es la primera vez que escucho, apelando a arbitrarias razones, hablar mal de Madrid. Yo que según los míos no soy de pueblo, pues no sé nada de cosechas ni de especies de pájaros o de plantas, pero tampoco soy de ciudad -eterna pueblerina que disfruta como una enana viendo escaparates- adoro Madrid y me sienta mal, me he dado cuenta, que se le vilipendie así.
Y es que en Madrid está la vida.
La escucho todos los días en los intestinos de la ciudad. Mientras escribo estas líneas he oído ya dos veces a un joven ofreciéndole el sitio “Señora, quiere sentarse”, a una mujer de más edad. Fue en el metro donde encontré el poema de Agustín García Calvo “libre te quiero, pero no mía, ni de Dios ni de nadie, ni tuya siquiera”. Y Mingote y Goya, pero hay más, ilustran las paredes cóncavas de sus andenes.
La vida está también dentro de frenopáticos donde erráticos hombres y mujeres buscan la lucidez perdida. “Tengo la sensación”, dice un paciente en una terapia de grupo, “de que entre todos podemos estar bien o fastidiarla”. Ni más ni menos que lo que ocurre fuera, en la aparente normalidad.
La vida está también en las heladerías donde uno busca refugio, pero es inútil, las tardes de domingo, agosto y tedio.
Y en los parques de Lavapiés plagados de extranjeros que vinieron bajo las ruedas de camiones hace veinte años, esnifaron pegamento y se quedaron enganchados para siempre. También en los que siguen llegando día a día en busca de un mundo mejor.
Y en las sesiones de cine a media tarde a las que a veces solo acude un único espectador.
Y en los ruidos incesantes de la Gran Vía a las diez de la noche plagada de gente que ríe, festeja, se divierte, amortiguando con su algarabía el más puro de los sonidos, esto es, el silencio.
Y en viejas porterías donde las manchas de humedad crecen como tumores.
Y en habitaciones de hotel que protegen el anonimato de sus clientes -él y ella, ella y ella, él y él, en un sinfín de variaciones sin repetición- tras fachadas decoradas con mantones de Manila.
Y en los patios interiores donde a mediodía se seca la ropa y huele a cocido y se oye la radio del vecino y a veces se escucha, pero hay que fijarse mucho, un zureo de palomas sin lustre.
Y en …
En los veinticinco años que llevo en Madrid me robaron por descuido dos veces, aún así sigo yendo con el bolso abierto.
Algo de esto traté de explicarle a la mujer, con escaso o nulo éxito. Cuando me fui dijo, “Ah se va la madrileña”.
No soy de Madrid, pero por primera vez no lo desmentí, al fin y al cabo Madrid es útero y madre, ciudad universal, que siempre estará cuando ya no quede nada. Del libro, no logré saber el título.
Aquel pueblo, en plena maragatería, parecía irreal, como de cuento, un pueblo fantasma. Se accedía a él a través de un puente de piedra, como de piedra eran también el suelo y las casas. Este detalle me recordó las palabras del sabio humanista cuando dijo que ya desde antiguo la civilización se construía con la piedra y a los que no se les quería, -criminales, corruptos, también locos- se les expulsaba apedreándoles. El día estaba húmedo. Llovía a intervalos y el agua, en aquellos tramos donde el pavimento se hundía, formaba pequeñas balsas. A la gran casona se accedía por un portón y en su interior había una mujer octogenaria con un libro abierto en las manos.
Por un momento pensé que lo mismo que el pueblo, lo mismo que las casas y el puente, la mujer no existía de verdad. Y sentí curiosidad por saber qué clase de libro podía leer una mujer fantasma. 'Casa tomada', pensé. A ella le debió de embargar la misma curiosidad que a mí pues me preguntó de dónde venía. De Madrid, le dije.
“Ah, en Madrid viví yo cuando era joven. Entonces, cuando había serenos y organillos y verbenas, sí que era bonito, no como ahora, plagado de extranjeros, te roban por menos de nada”. “No tengo esa sensación”, repliqué. “Mi primo taxista que vive en Madrid me cuenta que le han robado muchas veces. Se pasa mucho miedo”.
No es la primera vez que escucho, apelando a arbitrarias razones, hablar mal de Madrid. Yo que según los míos no soy de pueblo, pues no sé nada de cosechas ni de especies de pájaros o de plantas, pero tampoco soy de ciudad -eterna pueblerina que disfruta como una enana viendo escaparates- adoro Madrid y me sienta mal, me he dado cuenta, que se le vilipendie así.
Y es que en Madrid está la vida.
La escucho todos los días en los intestinos de la ciudad. Mientras escribo estas líneas he oído ya dos veces a un joven ofreciéndole el sitio “Señora, quiere sentarse”, a una mujer de más edad. Fue en el metro donde encontré el poema de Agustín García Calvo “libre te quiero, pero no mía, ni de Dios ni de nadie, ni tuya siquiera”. Y Mingote y Goya, pero hay más, ilustran las paredes cóncavas de sus andenes.
La vida está también dentro de frenopáticos donde erráticos hombres y mujeres buscan la lucidez perdida. “Tengo la sensación”, dice un paciente en una terapia de grupo, “de que entre todos podemos estar bien o fastidiarla”. Ni más ni menos que lo que ocurre fuera, en la aparente normalidad.
La vida está también en las heladerías donde uno busca refugio, pero es inútil, las tardes de domingo, agosto y tedio.
Y en los parques de Lavapiés plagados de extranjeros que vinieron bajo las ruedas de camiones hace veinte años, esnifaron pegamento y se quedaron enganchados para siempre. También en los que siguen llegando día a día en busca de un mundo mejor.
Y en las sesiones de cine a media tarde a las que a veces solo acude un único espectador.
Y en los ruidos incesantes de la Gran Vía a las diez de la noche plagada de gente que ríe, festeja, se divierte, amortiguando con su algarabía el más puro de los sonidos, esto es, el silencio.
Y en viejas porterías donde las manchas de humedad crecen como tumores.
Y en habitaciones de hotel que protegen el anonimato de sus clientes -él y ella, ella y ella, él y él, en un sinfín de variaciones sin repetición- tras fachadas decoradas con mantones de Manila.
Y en los patios interiores donde a mediodía se seca la ropa y huele a cocido y se oye la radio del vecino y a veces se escucha, pero hay que fijarse mucho, un zureo de palomas sin lustre.
Y en …
En los veinticinco años que llevo en Madrid me robaron por descuido dos veces, aún así sigo yendo con el bolso abierto.
Algo de esto traté de explicarle a la mujer, con escaso o nulo éxito. Cuando me fui dijo, “Ah se va la madrileña”.
No soy de Madrid, pero por primera vez no lo desmentí, al fin y al cabo Madrid es útero y madre, ciudad universal, que siempre estará cuando ya no quede nada. Del libro, no logré saber el título.





