Eloy Rubio Carro
Domingo, 12 de Junio de 2016

La desnudez perdida en el vaso de la palabra

Silvia Abad Montoliú (Mislata, Valencia, 1995) es poeta y escritora. Estudia Educación Social en la Universidad de León, ciudad donde reside desde temprana edad. Ha participado en algunas antologías y publicaciones, como la antología poética La encrucijada. Nombrando el porvenir (MUSAC: León, 2014) o la colección de relatos Ocho nuevas voces (Ediciones Magnéticas: León, 2015). La noche que dejó de ser un animal es su primer libro de poemas, y se compone de once poemas inéditos de la autora, acompañados de un prólogo del poeta gallego Gonzalo Hermo (Premio Nacional de Literatura 2015 en la modalidad de Poesía Joven ‘Miguel Hernández’ ) y de un epílogo del polifacético poeta leonés Víctor M. Díez.

 

Silvia Abad Montoliú, La noche que dejó de ser un animal. León, TamTam Press y Producciones Infames

 

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Sería bueno leer ‘La noche que dejó de ser un animal’ dos veces. Hay que decir que todos los poemas hacen un único poema, un único enunciado. El sujeto poemático no se deja estar, abunda el yo, pero el título habla de una tercera persona, que seguramente sea el yo desdoblado; en esos poemas en los cuales se produce el desdoble, sucede un despertar a la conciencia de la lucha entre lo personal y las exigencias vitales de la especie, más adelante cuando de esa conciencia se tome partido se asumirán como propios los desequilibrios y desazones de esa lucha (23, 25, 27). Por último, unos pocos poemas se enuncian de manera impersonal, como algo ya conseguido y propio de la  especie humana.


En esa segunda lectura dejándose llevar por las voces que se repiten, que se cantan, nos salen al paso los itinerarios que pueden dar sentido al poema como un todo, pero también va a ser en esas variaciones en donde afloren los sentidos de las propias  imágenes, quiero decir que una clave importante para leer este breve escrito está en el uso que se hace de ellas en sus distintas apariciones.  Así, la más emblemática de todas tal vez sea la que se hace a partir de la “sombra de gorriones” muertos, nacientes o decapitados. Otro hilo conductor y entreverado con el anterior podría ser el de “la absoluta desnudez de lo indecible” (13). Aún quedaría otra imagen importante que nos lleva a la lectura y a la reconstrucción de la red de todas ellas, la de las manos y el uso autodestructivo que se hace de ellas.


Pero, ¿qué sucede con las imágenes que no se repiten?, ¿podemos aclararlas con menor precisión o formarían parte de un ciclo más amplio que por ser el poemario tan breve no habrían podido todavía completar su recorrido? En cualquier caso se sitúan junto con las otras en íntima coherencia a la espera de que se cierre el ciclo, o a que cada lector ya bien situado cierre aunque fuera provisionalmente su lectura.


No hay voluntad contra la vida, o esta es ineficaz, viene a decirse en el primer poema, el cual puede servirnos en combinación con el título del libro -‘La noche que dejó de ser un animal’- como un mapa para todo el poemario. Noche más allá de la noche en la que se comenzaba a dar nombre a las cosas, en la que se emerge de una existencia meramente zoológica al conocimiento prohibido, con la conciencia de ser distinto de los demás animales. Ahí por vez primera, delante del espejo las palabras invocan, construyen el mundo, lo hacen indecible.

Insoportable el estallido mortal de lo viviente, se lo niega. La desnudez se ha perdido, ya no es narrable; se ha ahogado en el vaso de la palabra, en el de la conciencia, en el de la negación de la muerte.

 

 

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Dice el estudioso de la pintura parietal Max Raphael: “La mano no es una estructura centrada en un eje, es asimétrica en su forma, posee una dirección desigual, como un animal en movimiento, y sus movimientos son libres e independientes entre sí porque, a diferencia del cuerpo humano en su conjunto, las manos no constituyen un sistema único de equilibrio”.


La mano como metonimia de quien se hace a sí mismo, la mano que se ‘autoflagela’, que se auto inflinge, que se pone sobre una misma; que sale de la boca del espejo hecha piedra y enseña el puño cerrado en la memoria a modo de amenaza. Ya en todo el poemario la esquicia de la imposibilidad de desvestir al rey. En (19): “Destruyo mi rostro con las piedras / que acumulé en las manos; / en los bolsillos, un último poema”. Si un ‘sin-rostro’ es la animalidad, en la que la identidad se ‘desmanifiesta’ en aras de lo idéntico, el desdibujo también proviene de la diversidad tras la procreación, casi que el yo tendería a anularse a favor de sus vástagos, casi que ese ‘deserse’ se gesta afirmativamente, se le da la vuelta y se roza el no del poema; en esa torsión se acaricia lo indecible, la desnudez infranqueable.

 

Abundan los momentos en que se alude a esta imposibilidad del poema, a esa imposibilidad de la pureza originaria, de la desnudez impoluta y la muerte impoluta, y del despliegue de la vida a su ser sin la mala conciencia: “Soy un hombre que se desnuda / entre los girasoles cabizbajos / el que sumerge las manos en lejía / después del poema” (29) o también, en (31): “El verbo dilata los labios para ser alumbrado: / grita el hombre en el susurro lo indecible. / Toda yo abrazo el avispero de ausencias  / que me ofrece”. Lo indecible es la muerte, viste una desnudez que no le pertenece. Esta muerte forma parte de la vida en el animal, pero el ser humano no puede o no sabe asumirla y  para no enloquecer, la encubre. No puede comérsela. Por ello en el (33): “El dolor ocupa el espacio / de todas las palabras / los ojos salivan para el poema”.  El dolor se ha desnudado de absoluto y es lo que no se dice, lo que sucede fuera del lenguaje, lo que puede llegar, como Ilona, con la lluvia. Es en el animal donde esta verdad se muestra y la “no escritura” dispone de un acceso a él. Las alimañas y el autista pueden tocar lo real. ¿Cuál es el silencio que se abre una vez que se han roto las palabras? La no escritura es un lenguaje, una palabra, un silencio que habla, lo demás palabrería.

 

 

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He tratado de recorrer uno de los periplos que ejemplificaba al  principio de este comentario (el de las manos); quedan unos cuantos a cual más abismático y sugerente. Rozamos, sin ir más allá, las imposibilidades del ser puro, de la poesía, de la verdad. “La mística es una rama de la literatura experimental”, comenta Felipe Cussen. El libro de Silvia Abad es una joya de la mística; breve, pero intensísimo. Cada cosa, cada palabra, cada fonema funciona en él como  una mónada leibnitziana, siendo ‘composible’ con todas las demás, cada cosa cuenta (con) todas las otras.


Es una gran suerte para los colaboradores de ‘Tam Tam Press’, disponer de un ejemplar de un libro tan valioso.

 

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