Luis Miguel Suárez Martínez
Domingo, 26 de Junio de 2016

El recuerdo difuminado del Quijote donde fueron sus hazañas

Julio Llamazares, El Viaje deDon Quijote. Prólogo de Jean Canavaggio. Ilustraciones de Jesús Cisneros, Madrid, Alfaguara, 201 pp., 16,90  €

 

 

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En 1905, con motivo del tricentenario de la primera parte del Quijote, Manuel Ortega Munilla, director de El Imparcial, encargó a Azorín que viajara por La Mancha tras las huellas del ingenioso hidalgo. Las quince crónicas del escritor alicantino fueron luego recopiladas en La ruta de don Quijote (1905), una de sus obras más célebres. Ciento diez años después, para conmemorar el IV centenario de la segunda parte de la inmortal obra cervantina, Juan Cruz, director adjunto del diario El País, encomendó a Julio Llamazares un nuevo viaje por la Mancha de don Quijote. Las treinta crónicas que aparecieron en el citado periódico a lo largo del verano de 2015 se reúnen ahora también en forma de libro en El viaje de don Quijote (2016).

 

El escritor leonés tiene muy presente como punto de partida el modelo expreso de La ruta de don Quijote, aunque respecto a este existen, como apunta en el prólogo (pp. 9-11) Jean Canavaggio, las lógicas diferencias. La más evidente se anuncia ya al principio: el viajero actual se ha propuesto ampliar el itinerario azoriniano, ciñéndose más fielmente a las tres salidas del caballero manchego. De este modo el viaje no se limita a la Mancha, sino que se adentra en Sierra Morena y finaliza en la playa de Barcelona. Cada una de estas tres etapas consta de diez crónicas, al final de todas las cuales se añade una pequeña nota sobre distintos aspectos y curiosidades relacionados con Cervantes y su novela, con la España de su época, con la ruta, etc.

 

“La Mancha de Azorín” es el título de la primera etapa del viaje (pp. 15-75). Partiendo del convento de las Trinitarias, alborotado en aquellos días por la búsqueda de los huesos de Cervantes, Llamazares vuelve a recorrer —aunque no siempre en el mismo orden— las tierras que recorrió el maestro de Monóvar: Puerto Lápice, Argamasilla de Alba, las Lagunas de Ruidera, la cueva de Montesinos, Criptana, El Toboso, etc. Pero también se ha acercado hasta algunos lugares que aquel no visitó como Tomelloso (pp. 53-56). El viaje, en coche, resulta más cómodo y mucho más rápido que aquel de antaño. Y eso se nota hasta en las crónicas, más sucintas y ligeras. Ciertamente es el signo inevitable del paso del tiempo, con el cual se ha transformado en buena parte el paisaje: donde entonces abundaban los caminos casi solo intransitables en carro ahora han surgido las modernas autovías o los raíles del AVE. En cualquier caso los lugares emblemáticos tratan de mantener el recuerdo cervantino, aunque solo sea como reclamo para el turismo.

 

 

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La segunda parte, “La derrota de Sierra Morena” (pp. 77-137), comienza con estas palabras: “Azorín se marcha pero yo continúo mi viaje” (p. 77). Ya sin la compañía de su predecesor y sin la ayuda del mismo Cervantes, que en este punto es sumamente vago e impreciso, Llamazares tiene que decidir qué itinerario siguieron amo y escudero desde Puerto Lápice a Sierra Morena para huir de la Santa Hermandad tras el episodio de los galeotes. Y se inclina, tras desechar el de Granada, por el camino de la Plata o de Sevilla, que a través de Villafranca de los Ojos, Fuente Fresno, Malagón —en cuyas proximidades algunos sitúan la venta de Juan Palomeque— y otras localidades manchegas lleva hasta Peña Escrita, ya en Sierra Morena, donde según Astrana Marín don Quijote hizo penitencia. No falta tampoco la parada en Almagro y por último en Borondo, según Llamazares, posible modelo de todas las ventas de Cervantes, y lugar desde el que el hidalgo emprendió su regreso enjaulado.

 

Por el camino, además de charlar con los lugareños —que en la mayoría de los casos no han leído la novela y guardan escasos recuerdos quijotescos— es obligada la visita a las construcciones más emblemáticas que jalonan la ruta: santuarios (como el de la Virgen de Calatrava la Vieja) e iglesias, castillos (como el de Alarcos), fortalezas (como la de Calatrava), conventos (como el de Malagón, fundado por Santa Teresa), ventas (como las de la Inés o la del Molinillo), etc.

 

El último tramo del camino, que discurre por tierras aragonesas y catalanas, comienza a orillas del Ebro, adonde Cervantes traslada a sus protagonistas desde tierras manchegas (de forma bastante inverosímil, por cierto, pues en apenas dos días recorren más de trescientos kilómetros). En el periplo aragonés destacan el castillo de Pedrola (pp. 149-152) —el castillo de los duques en la novela— y el pueblo de Alcalá de Ebro (pp.155-158), identificado por algunos con la célebre ínsula Barataria sanchopancesca. Como confiesa en algunas ocasiones el viajero (p. 167 y 191), resulta una vez más bastante difícil imaginarse los andurriales por donde pasaron amo y escudero, y donde hallaban su refugio los bandoleros catalanes, pues las fábricas, las gasolineras y un tupido nudo de carreteras y autopistas han sustituido a los campos solitarios y los caminos desusados que aquellos recorrieron.

 

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El viaje finaliza en la playa de Barcelona, donde don Quijote fue vencido por el de la Blanca Luna. La ruta ha resultado —también para el lector—  grata, pero se adivina en el viajero un poso de melancolía, más aún que por el fin del trayecto, por el escaso interés que suscitan por allí Cervantes y su inmortal novela. Y es que la mayor parte de las gentes desconocen por completo—lo mismo que ocurría, por ejemplo, en Zaragoza— los vínculos quijotescos con estas tierras de Cataluña; e incluso algunos se ufanan de esa ignorancia. Al alejarse de la Mancha, pues, parece que el recuerdo del inmortal hidalgo se ha ido difuminando. En cualquier caso, al evocar en estas páginas el itinerario de don Quijote y Sancho, sus figuras parecen recobrar por momentos —tanto a ojos del viajero como de los lectores— una existencia tan real como la del propio Cervantes.

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