Catalina Tamayo
Martes, 05 de Julio de 2016

A propósito de la Selva Negra

Ayer por la tarde vi en la televisión un documental sobre la selva negra. Mientras lo veía, recordé que tú en una ocasión me hablaste de este lugar y que me dijiste que te gustaría mucho conocerlo. Sabes, la selva negra es un bosque enorme que mide 160 kilómetros de largo y 50 de ancho. Tiene árboles tan altos y es tan tupido que apenas penetra la luz del sol; de modo que, si entras en él, es como si entraras en la oscuridad, como si se hiciera de noche. Por eso lo llaman así: selva negra. Me pareció una zona medio montañosa, donde en los lugares llanos había pequeñas poblaciones, como maquetas puestas con cuidado, y en las zonas más profundas se distinguían diminutos lagos, pozos de agua; pozos de aguas limpias y seguramente muy frías. Largos y sinuosos senderos, semejantes a cintas que se pierden en la espesura de la vegetación, unían unos pueblecitos con otros, pueblecitos con lagos, lagos con lagos. Al lado de un estrecho camino de tierra, por el que rodaban carros de época tirados por negros caballos, había una plantación de flores. No sé qué flores eran, pero parecían muy bonitas: se veían colores por todas partes. Y con solo meter en una cajita de lata un euro, o quizá dos –no lo recuerdo bien–, uno mismo podía cortar un ramito. Ese camino conducía a un refugio, un caserón con un tejado muy inclinado reconvertido en restaurante, donde servían salchichas con patatas. Una comida pobre, la comida de los lugareños en otro tiempo ya pasado, más difícil.

 

Cuando llegó la noche, me dormí pensando en la selva negra. En el sueño vi cómo tú y yo, de la mano, sí de la mano como entonces, como cuando éramos novios, salíamos de uno de esos pueblecitos por un sendero y nos adentrábamos en el bosque. Como la sombra daba frío y tú, confiada, no habías traído nada para ponerte, yo, a riesgo de resfriarme, te cedí mi chaqueta y cubrí con ella tus hombros desnudos, hermosos. El sendero nos llevó a un pequeño lago, en cuyas aguas, heladas, metimos los pies, riendo y estremeciéndonos de puro frío, todo a un tiempo. Después de calzarnos, seguimos otro sendero que nos puso en el camino de tierra, y, mientras tú, embelesada, mirabas pasar los carros de época, yo me ausenté, y al momento volví con un ramito fresco de claveles, la mitad blancos, la mitad rojos. Me besaste. Luego, comimos en el refugio, y qué dichoso me sentí comiendo contigo esa comida pobre.

 

                             

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