El acre perfume de la bergamota
Continuando con los 'Relatos de la fresquera', este de Antonio Toribios que nos trae a un Funes memorioso padeciendo Alzheimer
![[Img #22905]](upload/img/periodico/img_22905.jpg)
Mientras se lavaba las manos, a Ernesto le asaltó de pronto la imagen de su padre. Le sorprendió ver tan nítidamente las facciones ya casi olvidadas, como si el haz de colores del cine de aquellos domingos se hubiera enseñoreado de la bóveda de su cráneo. Era verano, hacía sol, y su padre procedía a realizar una liturgia a la que él de niño tantas veces había asistido como espectador privilegiado. Primero colgaba un pequeño espejo rectangular en un ganchito de la pared de la cocina. Luego elegía la cuchilla de entre varias, mirando las rasgaduras en el papel que indicaban, como muescas en la culata de un gunman, el número de usos. Tomaba después la maquinilla y, girando un resorte en un extremo, hacía que se abrieran las dos piezas que, como élitros sagrados, daban acceso al sancta sanctórum donde había de insertarse la peligrosa y afilada lámina. Veía ahora Ernesto, con lujo de detalles, cómo penetraban los rayos de luz por los cristales medio rotos de la galería, cómo reverberaban en los baldosines y cómo su padre le miraba de ese modo tan suyo, entre severo y protector que –ahora era consciente– tanto tiempo llevaba echando en falta. Pero quedaba una de las partes esenciales de la ceremonia, y era el manejo de la brocha que servía para extender una generosa capa de jabón. Ante Ernesto está ahora el padre convertido de repente en un clochard de espumosa barba blanca, que con un vaivén experto va llevando las falsas guedejas desde una oreja a otra y, al pasar por encima de la boca, le taponan los orificios nasales sin querer. Luego viene el ritual de ir deslizando el mágico instrumento por la cara, con esa suavidad tan especial, a la manera con que se quita la nieve recién caída sobre el césped. Tras desaparecer el último vestigio, venía el chapuzón de agua en la palangana y el emerger alegre de un rostro que parecía haberse quitado de encima el cansancio de una semana de penurias. Pero antes de ello le llegó el olor, un olor familiar que venía de sus manos y se dio cuenta que era eso, y vio a su padre aún un instante antes de que desaparecieran de su mente las imágenes con un plof repentino parecido al que hacían al apagarse las viejas televisiones de pantalla convexa en blanco y negro.
Miró Ernesto el bote de jabón líquido y vio un anagrama que no le era del todo desconocido. Pensó que sería cosa de Amelia. ¿Sabe ella que es el mismo aroma que el de la crema de afeitar de mi padre?, pensó, y le pareció que no era probable. Amelia trabajaba a turnos, no volvería hasta el mediodía y él tenía cosas siempre en qué ocuparse. ¿Y las niñas? Seguramente estarían en alguna de sus actividades escolares. La verdad es que se sorprendía a veces de lo poco que sabía de los hábitos de su propia familia. Sería porque pasaba mucho tiempo fuera trabajando, y era su mujer quien se ocupaba de los detalles. 'Trabajando', repitió para si, y de pronto la palabra le resultó extraña, como si no la hubiera oído en su vida. Es curioso el funcionamiento del cerebro. Un olor puede traernos a la mente miles de imágenes vívidas y un sonido articulado puede convertirse de pronto en un ruido sin sentido. Toma Ernesto el envase del jabón en la mano y le vuelve a la mente otra vez la imagen, esta vez táctil, del pasado, pues su padre frota su mejilla rasurada con la suya y se ríe con la risa de los días de descanso, mientras su madre se seca las manos en el mandil y hace gestos que podrían traducirse por “ay, estos dos...” y se ríe también. Y esa imagen de felicidad le hace acordarse de sus hijas, Elba, tan solícita siempre, tan habladora; y Olga, tan seriecita que parece atesorar bajo sus rizos todos los secretos del mundo. ¿Dónde estarán las dos? Cuando vuelva Amelia le va a preguntar qué hacen los sábados por la mañana las niñas. Está últimamente demasiado volcado en sus cosas y se pierde a veces en los extraños vericuetos de la mente, de las preocupaciones, del trabajo. Otra vez el trabajo, pero ¿qué trabajo? Unas nubes han ocultado el cielo de verano y, como una maraña viscosa de hebras oscuras, se interponen entre sus sentidos y la vida.
La vida. La vida. La vida. Qué extraño es todo. Y entra entonces una mujer con bata blanca, y... ¿don Ernesto, qué hace aquí usted solo con toda esa montaña de jabón que se está saliendo por los bordes del lavabo? Venga conmigo, venga. ¡Demontres, se vuelven como niños! Y tira de su manga hasta acomodarle en su silla de ruedas y le transporta por un corredor hasta la zona en que otros como él vegetan frente una pantalla que tiñe la estancia de colores fantasmales. Y allí, mientras se suceden sonrisas de plexiglás y objetos inquietantes cuya utilidad ni sospecha siquiera, le viene un ramalazo hiriente de pura realidad y se ve a sí mismo desarbolado y solo, y una lágrima le rueda mejilla abajo. Pero antes de llegarle a la comisura de los labios, ya la oscuridad ha regresado y aparece en su mente, como una joya en un expositor de terciopelo negro, la cuchilla Guillette en todo su detalle. Y su mente se dedica largamente a recorrer cada uno de los caracteres impresos en ella, cada curva de sus sinuosidades interiores, y su filo amenazador le recuerda las reconvenciones de su madre, y el raro cosquilleo cuando, sin que ella le viera, la cogía y le embargaba la morbosa sensación de quien tiene la eternidad entre sus manos. Se recrea un rato en el resplandor de la letal alhaja hasta que un plof repentino le sume de nuevo en el túnel espeso de la nada.
Mientras se lavaba las manos, a Ernesto le asaltó de pronto la imagen de su padre. Le sorprendió ver tan nítidamente las facciones ya casi olvidadas, como si el haz de colores del cine de aquellos domingos se hubiera enseñoreado de la bóveda de su cráneo. Era verano, hacía sol, y su padre procedía a realizar una liturgia a la que él de niño tantas veces había asistido como espectador privilegiado. Primero colgaba un pequeño espejo rectangular en un ganchito de la pared de la cocina. Luego elegía la cuchilla de entre varias, mirando las rasgaduras en el papel que indicaban, como muescas en la culata de un gunman, el número de usos. Tomaba después la maquinilla y, girando un resorte en un extremo, hacía que se abrieran las dos piezas que, como élitros sagrados, daban acceso al sancta sanctórum donde había de insertarse la peligrosa y afilada lámina. Veía ahora Ernesto, con lujo de detalles, cómo penetraban los rayos de luz por los cristales medio rotos de la galería, cómo reverberaban en los baldosines y cómo su padre le miraba de ese modo tan suyo, entre severo y protector que –ahora era consciente– tanto tiempo llevaba echando en falta. Pero quedaba una de las partes esenciales de la ceremonia, y era el manejo de la brocha que servía para extender una generosa capa de jabón. Ante Ernesto está ahora el padre convertido de repente en un clochard de espumosa barba blanca, que con un vaivén experto va llevando las falsas guedejas desde una oreja a otra y, al pasar por encima de la boca, le taponan los orificios nasales sin querer. Luego viene el ritual de ir deslizando el mágico instrumento por la cara, con esa suavidad tan especial, a la manera con que se quita la nieve recién caída sobre el césped. Tras desaparecer el último vestigio, venía el chapuzón de agua en la palangana y el emerger alegre de un rostro que parecía haberse quitado de encima el cansancio de una semana de penurias. Pero antes de ello le llegó el olor, un olor familiar que venía de sus manos y se dio cuenta que era eso, y vio a su padre aún un instante antes de que desaparecieran de su mente las imágenes con un plof repentino parecido al que hacían al apagarse las viejas televisiones de pantalla convexa en blanco y negro.
Miró Ernesto el bote de jabón líquido y vio un anagrama que no le era del todo desconocido. Pensó que sería cosa de Amelia. ¿Sabe ella que es el mismo aroma que el de la crema de afeitar de mi padre?, pensó, y le pareció que no era probable. Amelia trabajaba a turnos, no volvería hasta el mediodía y él tenía cosas siempre en qué ocuparse. ¿Y las niñas? Seguramente estarían en alguna de sus actividades escolares. La verdad es que se sorprendía a veces de lo poco que sabía de los hábitos de su propia familia. Sería porque pasaba mucho tiempo fuera trabajando, y era su mujer quien se ocupaba de los detalles. 'Trabajando', repitió para si, y de pronto la palabra le resultó extraña, como si no la hubiera oído en su vida. Es curioso el funcionamiento del cerebro. Un olor puede traernos a la mente miles de imágenes vívidas y un sonido articulado puede convertirse de pronto en un ruido sin sentido. Toma Ernesto el envase del jabón en la mano y le vuelve a la mente otra vez la imagen, esta vez táctil, del pasado, pues su padre frota su mejilla rasurada con la suya y se ríe con la risa de los días de descanso, mientras su madre se seca las manos en el mandil y hace gestos que podrían traducirse por “ay, estos dos...” y se ríe también. Y esa imagen de felicidad le hace acordarse de sus hijas, Elba, tan solícita siempre, tan habladora; y Olga, tan seriecita que parece atesorar bajo sus rizos todos los secretos del mundo. ¿Dónde estarán las dos? Cuando vuelva Amelia le va a preguntar qué hacen los sábados por la mañana las niñas. Está últimamente demasiado volcado en sus cosas y se pierde a veces en los extraños vericuetos de la mente, de las preocupaciones, del trabajo. Otra vez el trabajo, pero ¿qué trabajo? Unas nubes han ocultado el cielo de verano y, como una maraña viscosa de hebras oscuras, se interponen entre sus sentidos y la vida.
La vida. La vida. La vida. Qué extraño es todo. Y entra entonces una mujer con bata blanca, y... ¿don Ernesto, qué hace aquí usted solo con toda esa montaña de jabón que se está saliendo por los bordes del lavabo? Venga conmigo, venga. ¡Demontres, se vuelven como niños! Y tira de su manga hasta acomodarle en su silla de ruedas y le transporta por un corredor hasta la zona en que otros como él vegetan frente una pantalla que tiñe la estancia de colores fantasmales. Y allí, mientras se suceden sonrisas de plexiglás y objetos inquietantes cuya utilidad ni sospecha siquiera, le viene un ramalazo hiriente de pura realidad y se ve a sí mismo desarbolado y solo, y una lágrima le rueda mejilla abajo. Pero antes de llegarle a la comisura de los labios, ya la oscuridad ha regresado y aparece en su mente, como una joya en un expositor de terciopelo negro, la cuchilla Guillette en todo su detalle. Y su mente se dedica largamente a recorrer cada uno de los caracteres impresos en ella, cada curva de sus sinuosidades interiores, y su filo amenazador le recuerda las reconvenciones de su madre, y el raro cosquilleo cuando, sin que ella le viera, la cogía y le embargaba la morbosa sensación de quien tiene la eternidad entre sus manos. Se recrea un rato en el resplandor de la letal alhaja hasta que un plof repentino le sume de nuevo en el túnel espeso de la nada.