Formas
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En mi época de estudiante la literatura y el arte se nos explicaban a partir del tradicional binomio forma-fondo. Más tarde la crítica renegó de estos conceptos por entenderlos demasiado simplistas y maniqueos, y los sustituyó por otros más pretenciosos como estructura, discurso… Hoy, sin embargo, aquellos no me parecen tan improcedentes. Cuando leemos una obra, lo hacemos siempre bajo esos parámetros: por un lado, la forma; por otro, el fondo, aunque en el juicio global no los discriminemos, pues es imposible que una obra artística nos llegue a interesar o emocionar por el fondo si la forma es deleznable. En cambio, la belleza de la forma puede hacernos atractivo un fondo repugnante. Es lo que ocurre con las Pinturas negras, de Goya, o con Las flores del mal, un retablo feísta y sórdido de la gran ciudad, donde campean el vicio, la prostitución, el alcoholismo, la violencia, la muerte, pero embellecido todo ello por el prodigio de la palabra poética y la música de Baudelaire.
Me valgo de esta entradilla literaria para alcanzar un ámbito más general de la vida y de la forma o de las formas: nuestra forma de vestir, de comunicarnos, nuestra forma de comportarnos en sociedad, el dominio de las formas, en fin. Prima hoy, sin embargo, lo in-formal en todos los órdenes, en la convicción de que solo importa el fondo de las cosas, y lo de menos es la forma, pues que se suele identificar esta con lo superficial, incluso con lo antiguo y lo burgués. En un medio que conozco bien, la universidad, el cuidado por las formas ha decaído alarmantemente. Basta con pasear por cualquier campus universitario público para percibir esa degradación. Escojamos, por ejemplo, la Ciudad Universitaria de Madrid, un espacio aparentemente protegido desde su creación por Alfonso XIII en 1927. Dense una vuelta por allí los curiosos lectores y verán qué clase de protección ampara aquel recinto, hoy partido por una autopista y una gran vía de circulación. Por no respetar, no se respetan los espacios verdes, cada vez menos verdes, invadidos y pisoteados como lo son a diario por miles de personas. Los macrobotellones, una forma incivilizada de divertirse donde las haya, se han hecho ya costumbre durante los fines de semana, y la universidad gasta cifras escandalosas de su presupuesto en limpiar los restos que estos hunos del siglo xxi dejan a su paso; las fachadas de las facultades están cubiertas de pintadas, que a veces “lucen” también por dentro, en los pasillos y las aulas. Es, sin duda, un milagro que el fondo –la ciencia, el saber– pueda transmitirse dignamente en un lugar tan huérfano de formas.
Pero lo informal afecta también a la actividad académica. Definitivamente, la universidad europea –salvo casos excepcionales– ha abdicado de las formas para seguir el american way of life: profesores y estudiantes van vestidos igual, a veces bastante peor los primeros. Un acto académico de tanta importancia –el de mayor rango universitario– como la defensa de la tesis doctoral se está trivializando de un modo preocupante. He visto a algunos doctorandos comparecer en él como si fueran de compra al supermercado; en alguna ocasión, hasta en camiseta y con bermudas. Claro que, si uno mira a los miembros del tribunal, verá que ya son muy pocos los que optan no digo por la corbata –hoy tan estigmatizada– sino por la chaqueta y los zapatos de vestir. Toda esa parafernalia informal va acompañada del inevitable colegueo, del buen rollo, del tuteo ¿por qué no, si todos somos iguales? “No importa–me decía un colega–, lo fundamental es el fondo, que la tesis sea buena”. “Mejor no entremos en eso –le contesté yo–, no sea que nos llevemos una sorpresa”.
No me gustan las imposiciones, pero con mis doctorandos soy inflexible, y les exijo respeto al decoro y a las formas en el momento en que se ven ante un tribunal académico. Con uno, un tanto indómito aunque, para ser justos, con fondo de buena persona, tuve que discutir largamente sobre su forma de presentarse al acto de defensa de su tesis. “Nunca me pongo chaqueta, mucho menos traje o corbata”, me dijo, “es mi forma de ser y una cuestión de principios”. “¿Has tenido recientemente alguna boda?”, le pregunté. “Sí, la de mi hermana”, me dijo, “fui el padrino”. “¿Y fuiste vestido como vas ahora, con vaqueros y en camiseta?”. “No, claro, fui trajeado, era una boda, la boda de mi hermana…, algo especial…” En resumen, mi doctorando entendía que la boda de su hermana (por cierto, se separó al año de casada), era un acontecimiento especial, y su lectura de tesis, un suceso sin importancia en su vida al que podía ir de cualquier forma. Es decir, los principios informales de mi doctorando eran relativos: una boda es una boda, porque se celebra en un templo o en un juzgado, según los gustos de cada quien pero en ambos casos sitios respetables. En cambio una tesis es una tesis, porque tiene lugar en un sitio común, la universidad, no me venga con historias.
De mi etapa como catedrático en la universidad holandesa guardo el recuerdo de la formalidad con que se ejecutaba la lectura de una tesis doctoral. Allí, obligatoriamente, el doctorando viste de gala, con esmoquin o frac, y los miembros del tribunal van ataviados con el traje académico –toga, muceta–, que entre nosotros ya solo se utiliza en las grandes solemnidades, como la imposición de un doctorado honoris causa. “Es ridículo, parecéis payasos”, me dijo cierto colega –español, por supuesto– al verme vestido de esa guisa. A mí, en cambio, no me disgustaba enfundarme en aquel terno negro y pesado que me hacía sentir por un momento el Erasmo de Rótterdam retratado por Hans Holbein. Sin duda, la forma no era determinante pero realzaba el fondo, y los holandeses, que son bastante in-formales en tantos aspectos de la vida (los rectores van en bicicleta a la universidad, mientras que aquí lo hacen en coche con chófer), saben respetar las formas cuando son necesarias.
Como de tantas otras cosas, de esta falta de formas no tienen la culpa los jóvenes sino la sociedad en su conjunto. Ciertos políticos que hoy marcan tendencia, como se dice vulgarmente, han instaurado el informalismo como un rasgo de progreso y modernidad. Hace poco hemos visto cómo el Congreso de los Diputados, el templo de la democracia, se llenaba de malas formas: diputados en mangas de camisa, otros en camisetas de todo a cien, los más, sospechosamente desastrados, siguiendo la moda de la cultura yanqui, tan denostada, por cierto, en otros aspectos de fondo. Tanto a la izquierda como a la derecha del hemiciclo hay muchos diputados que mantienen las formas, cierto decoro, pero los únicos que nunca contravienen el necesario formalismo en el atuendo son, curiosamente, los ujieres. Supongo que, en breve, protestarán por la discriminación y exigirán el derecho a poder vestirse de cualquier forma, como hacen sus señorías. Y tendrán toda la razón.
Un capítulo aparte merecería la forma del lenguaje en boca de quienes tienen alguna responsabilidad pública o, simplemente, son sujetos con gran impacto mediático. Deberían dar ejemplo, porque a menudo son modelos de conducta para el resto de la población, pero en España, desde los futbolistas a los políticos, el listón está francamente bajo. “Estamos jodidos”, dijo por toda conclusión un entrenador de fútbol al terminar un partido del que habían salido derrotados. “Hemos jugado de puta madre”, dijo otro en circunstancia contraria. Y hasta en la prensa deportiva, en la que otrora escribieron, por ejemplo, escritores de la talla de Fernando Vadillo, Antonio Valencia, Julián García Candau o Manuel Alcántara, hay jefes de redacción incapaces de articular una frase medianamente correcta, es decir, escribiendo sin el más mínimo respeto a la forma.
No son pocos los que tras el decoro formal ven la mano alargada de la derecha, el fondo de un pensamiento reaccionario. No cabe mayor demagogia. El mantenimiento de las formas tiene mucho de respeto al otro, a los demás; es lo más progresista que pueda haber. Por no hablar, claro, de incoherencias tan flagrantes como aquella en la que incurrió uno de nuestros políticos más majos y progres. Mientras que a las recepciones y los actos oficiales nuestro líder suele ir en camisa, muy suelto y campechano él, en una gala de los premios Goya se le pudo ver con esmoquin y pajarita. “¡Joder!”, me dije yo contagiado de lo informal, “¿por qué para un acto mundano y frívolo, que al fin y al cabo solo afecta a un gremio profesional, nuestro tribuno de la plebe respeta la etiqueta, y para el ejercicio de su alta profesión se cisca en ella?”. Esa es la cuestión, una cuestión de formas, ni más pero tampoco menos.
En mi época de estudiante la literatura y el arte se nos explicaban a partir del tradicional binomio forma-fondo. Más tarde la crítica renegó de estos conceptos por entenderlos demasiado simplistas y maniqueos, y los sustituyó por otros más pretenciosos como estructura, discurso… Hoy, sin embargo, aquellos no me parecen tan improcedentes. Cuando leemos una obra, lo hacemos siempre bajo esos parámetros: por un lado, la forma; por otro, el fondo, aunque en el juicio global no los discriminemos, pues es imposible que una obra artística nos llegue a interesar o emocionar por el fondo si la forma es deleznable. En cambio, la belleza de la forma puede hacernos atractivo un fondo repugnante. Es lo que ocurre con las Pinturas negras, de Goya, o con Las flores del mal, un retablo feísta y sórdido de la gran ciudad, donde campean el vicio, la prostitución, el alcoholismo, la violencia, la muerte, pero embellecido todo ello por el prodigio de la palabra poética y la música de Baudelaire.
Me valgo de esta entradilla literaria para alcanzar un ámbito más general de la vida y de la forma o de las formas: nuestra forma de vestir, de comunicarnos, nuestra forma de comportarnos en sociedad, el dominio de las formas, en fin. Prima hoy, sin embargo, lo in-formal en todos los órdenes, en la convicción de que solo importa el fondo de las cosas, y lo de menos es la forma, pues que se suele identificar esta con lo superficial, incluso con lo antiguo y lo burgués. En un medio que conozco bien, la universidad, el cuidado por las formas ha decaído alarmantemente. Basta con pasear por cualquier campus universitario público para percibir esa degradación. Escojamos, por ejemplo, la Ciudad Universitaria de Madrid, un espacio aparentemente protegido desde su creación por Alfonso XIII en 1927. Dense una vuelta por allí los curiosos lectores y verán qué clase de protección ampara aquel recinto, hoy partido por una autopista y una gran vía de circulación. Por no respetar, no se respetan los espacios verdes, cada vez menos verdes, invadidos y pisoteados como lo son a diario por miles de personas. Los macrobotellones, una forma incivilizada de divertirse donde las haya, se han hecho ya costumbre durante los fines de semana, y la universidad gasta cifras escandalosas de su presupuesto en limpiar los restos que estos hunos del siglo xxi dejan a su paso; las fachadas de las facultades están cubiertas de pintadas, que a veces “lucen” también por dentro, en los pasillos y las aulas. Es, sin duda, un milagro que el fondo –la ciencia, el saber– pueda transmitirse dignamente en un lugar tan huérfano de formas.
Pero lo informal afecta también a la actividad académica. Definitivamente, la universidad europea –salvo casos excepcionales– ha abdicado de las formas para seguir el american way of life: profesores y estudiantes van vestidos igual, a veces bastante peor los primeros. Un acto académico de tanta importancia –el de mayor rango universitario– como la defensa de la tesis doctoral se está trivializando de un modo preocupante. He visto a algunos doctorandos comparecer en él como si fueran de compra al supermercado; en alguna ocasión, hasta en camiseta y con bermudas. Claro que, si uno mira a los miembros del tribunal, verá que ya son muy pocos los que optan no digo por la corbata –hoy tan estigmatizada– sino por la chaqueta y los zapatos de vestir. Toda esa parafernalia informal va acompañada del inevitable colegueo, del buen rollo, del tuteo ¿por qué no, si todos somos iguales? “No importa–me decía un colega–, lo fundamental es el fondo, que la tesis sea buena”. “Mejor no entremos en eso –le contesté yo–, no sea que nos llevemos una sorpresa”.
No me gustan las imposiciones, pero con mis doctorandos soy inflexible, y les exijo respeto al decoro y a las formas en el momento en que se ven ante un tribunal académico. Con uno, un tanto indómito aunque, para ser justos, con fondo de buena persona, tuve que discutir largamente sobre su forma de presentarse al acto de defensa de su tesis. “Nunca me pongo chaqueta, mucho menos traje o corbata”, me dijo, “es mi forma de ser y una cuestión de principios”. “¿Has tenido recientemente alguna boda?”, le pregunté. “Sí, la de mi hermana”, me dijo, “fui el padrino”. “¿Y fuiste vestido como vas ahora, con vaqueros y en camiseta?”. “No, claro, fui trajeado, era una boda, la boda de mi hermana…, algo especial…” En resumen, mi doctorando entendía que la boda de su hermana (por cierto, se separó al año de casada), era un acontecimiento especial, y su lectura de tesis, un suceso sin importancia en su vida al que podía ir de cualquier forma. Es decir, los principios informales de mi doctorando eran relativos: una boda es una boda, porque se celebra en un templo o en un juzgado, según los gustos de cada quien pero en ambos casos sitios respetables. En cambio una tesis es una tesis, porque tiene lugar en un sitio común, la universidad, no me venga con historias.
De mi etapa como catedrático en la universidad holandesa guardo el recuerdo de la formalidad con que se ejecutaba la lectura de una tesis doctoral. Allí, obligatoriamente, el doctorando viste de gala, con esmoquin o frac, y los miembros del tribunal van ataviados con el traje académico –toga, muceta–, que entre nosotros ya solo se utiliza en las grandes solemnidades, como la imposición de un doctorado honoris causa. “Es ridículo, parecéis payasos”, me dijo cierto colega –español, por supuesto– al verme vestido de esa guisa. A mí, en cambio, no me disgustaba enfundarme en aquel terno negro y pesado que me hacía sentir por un momento el Erasmo de Rótterdam retratado por Hans Holbein. Sin duda, la forma no era determinante pero realzaba el fondo, y los holandeses, que son bastante in-formales en tantos aspectos de la vida (los rectores van en bicicleta a la universidad, mientras que aquí lo hacen en coche con chófer), saben respetar las formas cuando son necesarias.
Como de tantas otras cosas, de esta falta de formas no tienen la culpa los jóvenes sino la sociedad en su conjunto. Ciertos políticos que hoy marcan tendencia, como se dice vulgarmente, han instaurado el informalismo como un rasgo de progreso y modernidad. Hace poco hemos visto cómo el Congreso de los Diputados, el templo de la democracia, se llenaba de malas formas: diputados en mangas de camisa, otros en camisetas de todo a cien, los más, sospechosamente desastrados, siguiendo la moda de la cultura yanqui, tan denostada, por cierto, en otros aspectos de fondo. Tanto a la izquierda como a la derecha del hemiciclo hay muchos diputados que mantienen las formas, cierto decoro, pero los únicos que nunca contravienen el necesario formalismo en el atuendo son, curiosamente, los ujieres. Supongo que, en breve, protestarán por la discriminación y exigirán el derecho a poder vestirse de cualquier forma, como hacen sus señorías. Y tendrán toda la razón.
Un capítulo aparte merecería la forma del lenguaje en boca de quienes tienen alguna responsabilidad pública o, simplemente, son sujetos con gran impacto mediático. Deberían dar ejemplo, porque a menudo son modelos de conducta para el resto de la población, pero en España, desde los futbolistas a los políticos, el listón está francamente bajo. “Estamos jodidos”, dijo por toda conclusión un entrenador de fútbol al terminar un partido del que habían salido derrotados. “Hemos jugado de puta madre”, dijo otro en circunstancia contraria. Y hasta en la prensa deportiva, en la que otrora escribieron, por ejemplo, escritores de la talla de Fernando Vadillo, Antonio Valencia, Julián García Candau o Manuel Alcántara, hay jefes de redacción incapaces de articular una frase medianamente correcta, es decir, escribiendo sin el más mínimo respeto a la forma.
No son pocos los que tras el decoro formal ven la mano alargada de la derecha, el fondo de un pensamiento reaccionario. No cabe mayor demagogia. El mantenimiento de las formas tiene mucho de respeto al otro, a los demás; es lo más progresista que pueda haber. Por no hablar, claro, de incoherencias tan flagrantes como aquella en la que incurrió uno de nuestros políticos más majos y progres. Mientras que a las recepciones y los actos oficiales nuestro líder suele ir en camisa, muy suelto y campechano él, en una gala de los premios Goya se le pudo ver con esmoquin y pajarita. “¡Joder!”, me dije yo contagiado de lo informal, “¿por qué para un acto mundano y frívolo, que al fin y al cabo solo afecta a un gremio profesional, nuestro tribuno de la plebe respeta la etiqueta, y para el ejercicio de su alta profesión se cisca en ella?”. Esa es la cuestión, una cuestión de formas, ni más pero tampoco menos.