Sol Gómez Arteaga
Viernes, 06 de Enero de 2017

Hablando en lana

Reportaje emotivo de Sol Gómez Arteaga sobre la lana y sus labores, en unos tiempos no tan distantes, pero que parecen muy antiguos

 

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A las mujeres de mi casa que tejen hilos de vida 

 

En aquellos tiempos en los que todo era distinto -nosotros también lo éramos-, se aprovechaba todo, también la lana de las ovejas. Los vellones recién esquilados se vendían a los pellejeros-laneros que pasaban por las casas a comprarlos en unos años en los que el uso generalizado de ésta (para trajes, ropa de cama, colchones…) hacía que su valor en el mercado fuera muy elevado -como picaresca señalaré que hubo quien entre los sacos de la lana metía piedras-. Hoy, en cambio, esta materia natural se ha depreciado tanto debido a la masificación de las fibras sintéticas que no da ni para pagar la esquila.     

 

Oigo mientras escribo los ecos de la voz atiplada, cantarina, del pellejero-lanero, anunciándose. Y a mi madre, inflexible, en su regateo. Al final, un sonido metálico de monedas cayendo en nuestras huchas, a quien iba destinada una parte de la ganancia.

 

Sí, no a tantas décadas de la viscoelástica, -hablo de mediados del siglo pasado-,  los colchones de lana se heredaban como un tesoro de padres a hijos, y muchas mujeres de clase humilde de nuestro país antes de casarse se pasaban el verano sirviendo para llevar en ajuar un colchón que no tuviera mucha lana, y que luego, poco a poco, seguían rellenando. Todo un arte, confeccionar los colchones y colocar las cintas que servían para cincharlos, como también lo era varearlos por primavera, cuando tocaba encalar y remozar la casa y sus cosas.

 

Es mayo. Corrientes de aire en toda la casa, puertas que se golpean. Veo a mi madre en el corral, su fortaleza de generaciones de madres, atizando con un palo largo la lana extendida en un viejo somier de muelles. Zas, zas, zas, zas. Sigo el vuelo de alguna guedeja que salta por los aires.

 

 

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Pero los mejores vellones se reservaban para hilar. Previo al hilado, la lana se lavaba en el río, a mano, naturalmente, tirándola al agua hasta que quedara limpia, se ponía a secar, y se escardenaba o peinaba con un cepillo de púas que la liberaba de restos de tierra y de paja, y que hacía que adquiriese esa textura esponjosa que permitía su manejo. Pero no en todas las casas había cepillo y, en ese caso, la labor de escardenar se hacía con los dedos. 

 

El hilado consistía en transformar artesanalmente la lana en hilo. Con ayuda del “huso de hilar” se obtenía una mazorca (bola de lana) de una hebra, y cuando se tenían dos mazorcas se torcían con un huso diferente, -el uso de torcer-, a fin de darle mayor consistencia y fuerza. 

 

Es agosto. Veo a mi abuela en el corral, la cabeza cubierta con un pañuelo oscuro, el semblante tranquilo, la maraña de lana, como una nube, prendida en la persiana. Sus dedos manejando el huso.

 

 

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A partir de ese momento se tejían calcetines, jerseys, mantas, camisetas -hasta con la guedeja directa de la lana se llegó a zurcir la capa del pastor-, prendas todas ellas que protegían del frío y del calor, pero que también, todo hay que decirlo, picaban. A veces las prendas se teñían para que no se ensuciaran tanto, pues la tarea de lavar era harto costosa. Un día fijo dedicaban las mujeres, independientemente de las inclemencias climáticas, al lavado de ropa en el río que no siempre estaba cerca de las casas. Hablo, claro, de otros tiempos en los que además de no haberse inventado la viscoelástica, tampoco había agua corriente o entubada, sino un simple tajo y una pozaleta, jabón hecho a mano y mucha maña. “El sol, hija, es el mejor limpiador de las manchas, por eso tendíamos la ropa al verde y a cada poco la regábamos, si aún así seguía sucia le dábamos otro ojo… El frío, en cambio, hace que la ropa dure más tiempo limpia, por eso, en invierno para deslavar las prendas rompíamos el hielo”.

 

 

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Es diciembre. Las manos de mi abuela haciendo calcetines a cinco agujas, sin costura, levanta la vista y mira por el gran ventanal de la cocina de diario. Oscurece, vuelve la vista a la labor, mientras teje sueña, ¿Con qué soñará mi abuela? ¿Tal vez con los días más largos que nos regalará la luz del nuevo año que entra, o con un mundo distinto, o más  fácil? ¿O tal vez no? Eso, quien lo sabe.

 

 

 

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