Bruno Marcos
Viernes, 13 de Octubre de 2017

Cataluña de Nunca Jamás

 

[Img #32635]

 

 

Parece, en las últimas jornadas, que todo se cae como un castillo de naipes en el asunto de Cataluña. La situación ha tomado los atributos de una representación, una parodia, como si no se hubiera intentado realmente crear una nación sino sólo hacer su representación teatral, como si nada hubiera ido en serio.

 

Obra a su favor, al de la sensación de puesta en escena, que, por fortuna, toda la acción hasta el momento ha sido incruenta, sin muertos. El nacionalismo ha visto desplomarse todas sus quimeras sin necesidad del uso de la fuerza por parte del Estado, que más bien parecía cruzado de brazos esperando a que cesara el temporal. El separatismo ha visto, en primera fila, irse a las empresas en estampida, ha escuchado, alto y claro, el rechazo de Europa y del resto de los países, la contestación popular en sus propias calles ha sido colosal, con una capacidad de convocatoria superior a la suya.

 

Y no sólo se ha hecho inviable su separación de hoy sino que se han roto sus sueños de mañana. Ya no podrán seguir viviendo igual sabiendo que el futuro no es el que creían, sabiendo que han estado soñando con el pasado, con el siglo XX, con el XIX y muy probablemente con el XVIII. En el mundo de la economía global, en una Europa en la que desean vivir millones de personas de otros lugares menos afortunados de la tierra, separarse, defender privilegios en lugar de igualdades es cosa del pasado.

 

Hubo un momento de gran narcisismo, narcisismo histórico lo podríamos llamar, en el discurso del que iba a ser el padre de ese país nuevo el pasado martes, fue ese en el que aseguró que por fin podía escucharles el mundo entero, como si realmente tuvieran algo importante que decir, para hacer, minutos después, una declaración absurda y ridícula, la de una república que duraría cinco segundos. Es difícil que en muchos años tengan una oportunidad mejor que esta pasada para lograr las aspiraciones de esa parte de catalanes, varias décadas de inversión en su desarrollo, grandes partidas presupuestarias para fomentar su singularidad, gobiernos tolerantes, y todo se ha desvanecido dejándoles un aire infantil en la cara y unas lágrimas.

 

En los rostros de las personas concentradas en las plazas para ver nacer su país de ensueño se vio, al pasar de la euforia al desaliento en cosa de segundos, la desfiguración que provoca la realidad cuando irrumpe en el espacio de lo ingenuo. Poco después el jefe de todo eso tuvo una sonrisa elocuente para ellos, una sonrisa con la que les decía que, aunque se sintieran traicionados, eran importantes, que era necesaria la existencia de alguien como ellos, algunos que se creyeran con enorme intensidad la obra hasta el último instante para que todo el teatro se encendiera. Ahora ya saben que el país de Nunca Jamás era mentira, que sólo tenían de él esa representación, ese teatro embrujador que ejecutan cuando pueden, después de décadas, a veces de siglos, y que Puigdemont no es Peter Pan que, soplando en su cara el polvo de estrellas, les haría volar.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.