Arnaut Daniel
Sábado, 15 de Junio de 2013

El Cuclillo


[Img #3752]


“Cua, cua, cua, cua, cua, cua, cuacua”.


Se trata del sonido del pato de peluche al apretarle el dispositivo en su corazón. Año y medio ya de mis dos mellicines. Esteban se me acerca y remeda con agudos grititos el piar del pato, me lo presenta para que se lo active...


Cucú, cucú. Todas las primaveras escuchando el canto agorero del cuco y nunca he logrado verlo, tal vez porque lo imagino güevón, rechoncho y disparejo, y tengo entendido que es un pajarillo cualquiera. Llueve mientras voy en bici, canta el cuco por mi izquierda, ¡cucú, cucú!, nada nuevo so cabrón, siempre presente y nunca te dejas ver. No pienses, me digo, que sino se te atraganta la pedalada, 98, 99 y 100. Uno, dos y tres hasta otras cien no mirar, luego ya puedo, quede lo que quede hasta el fin de la cuesta, que poco puede ya ser.


Empujo un cochecito infantil biplaza, cuesta arriba, una tarde del mes de mayo, se trata de un día soleado estupendo; en su interior mis dos mellizos, Esteban y Claudia. Un poco más adelantada, apretando el paso va Lucía, mi mujer. Subimos a buen ritmo....Cucú, cucú. Por la derecha ese cabrón trastocando las ovadas. Le digo a Lucía, uno más para redondear la nidada, uno más que en su caso es uno menos como en la astucia del exterminio étnico...  Sigo subiendo tras la estela de Lucía, Claudia va frente a mí, lleva las cangrejeras quitadas, va jugando con ellas, de cuando en cuando tira una; paro el coche, la recojo, se la pongo a su lado y le digo; ahora no la tires. Reanudo la marcha; cucú, cucú, dice Esteban al tiempo que se tapa los ojos con las manitas, cucú, no tá... Se quita las manitas... Ahhhh... Claudia tira de nuevo la cangrejera, la recojo al vuelo y me pasa por la cabeza abofetearla con ella en la cara y le digo mordiéndome la lengua con el brazo tenso, amenazante; ¡No la tires! Y se la coloco a su lado. Esteban continúa tapándose repetidamente los ojos con las manitas. ¡cucú, cucú!...


Entre las dos grandes tinajas que adornan la pared de piedra que emboca hacia la puerta, juguetea Esteban, mete la mano adentro de una de ellas y remueve la tierra, saca un puñado y lo tira al suelo junto con algunos brotes tiernos de las siemprevivas. Esteban, le advierto, no, no hagas eso. Oye, ¿Dónde tienes el gorro? Haz el favor de ponerte el gorro. Lo coge del suelo, mohino y se lo encasqueta un tanto ladeado, de forma que las dos tiras que sirven para anudarlo le cuelgan asimétricas entre la cara y la espalda. Me encuentro sentado en un sofá bajo el corredor de madera de la casa, frente a una pequeña mesa blanca de metal calada, alineado con la pared de las tinajas que llevan la mirada y casi siempre los pasos al portón de salida del patio.


Trato de leer un artículo de una revista, llevo un par de horas y no me ha sido posible. Claudia está entretenida en la pileta del agua, tratando de apurar las gotas que pingan del grifo, ahora se sienta en el interior de la pila humedecida aprovechando el frescor del agua derramada en el reciente regado del patio. Levanto la mirada de la revista y veo que Esteban insiste en remover la tierra de la tinaja. Esteban, le grito, deja eso. No me hace demasiado caso y amaga arañar otro puñadito de las minúsculas siemprevivas. Además el gorro se encuentra tirado a sus pies. Dejo el imposible artículo y me acerco a él. Le digo en voz alta y con aplomo. No, Esteban, deja eso. No quiere darse por enterado, y lo que es peor, ha despertado la curiosidad de su hermana que se acerca a mirar el interior del búcaro y lanza su mano a las siemprevivas. ¡Claudia, Esteban marcharos de ahí!.  Les doy fuertes golpecitos secos en las manos. ¡Fuera de ahí! ¡Eso no se toca! Mientras que Claudia parece convencerse, Esteban vuelve a insistir. ¡Fuera de ahí!, le digo cada vez más alto, más nervioso, márchate. Y le tiro de la ropa  y le obligo como a un juguete a dar la vuelta y le encasqueto el gorro y le repito remarcando las sílabas, lár-ga-te, lár-ga-te; terminando por darle bruscos empujones en la espalda; lár-ga-te, lár-ga-te. Claudia a un lado, pero allí cerca, junto a nosotros, observando. Las manos sobre los ojos, jugando hacia mí, separa las manos y me mira asustada: Cucú, cucú...


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Solamente tienes que decir la verdad y te podrás marchar para la cama; además no nos vas a descubrir nada que no sepamos, ya que como tu hermana no ha estado por casa solo puedes haber sido tú; eso sí, queremos recuperarlo, saber que has hecho con ello...


Era un jueves y al día siguiente habría que madrugar. Serían ya las doce de la noche y el interrogatorio se prolongaba ya por más de una hora.  Era  en  una  cocina  pequeña sin  ventanas  al  exterior;  en  la  pared  junto a la  puerta,  dos ventanucos asomaban al pasillo sin aportar apenas luz. Un tubo fluorescente agotado, que emitía un sonido continuo al que uno nunca terminaba de acostumbrarse iluminaba fríamente la estancia. Estaban el padre y la madre sentados a la mesa camilla, de espaldas a la puerta. El niño frente a ellos, de pie.


A ver, le decía el padre, mírame a los ojos. El niño no levantaba la vista. A ver, mírame. ¿Qué has hecho con las figuritas que faltan? El niño lloriqueaba y no era capaz de mirar a nadie. Repetía; yo no he sido, no he sido.


Entonces ¿Quién ha sido? ¿El gato?, apuntaba la madre que entretanto se había puesto en pie y le daba unas voces que le parecían irreales, del más allá venidas.


El niño ya sólo sería capaz de emitir, en toda la noche, hipidos y sollozos.


Se le acercó la madre y le dijo, ya lo sabemos, pero tienes que reconocerlo. No lo entiendes, pero es importante. Dilo; le tenía agarrado de una oreja, de aquella mala que ya le desgarrara el maestro y que no terminaba de cicatrizar; dilo, dilo, gritaba la madre, retorciéndosela hasta que la blanda cicatriz rompió y se puso a sangrar. Ay, ay gritaba el niño al sentir la sangre rodar por su mejilla, yo no he sido, yo no he sido.


Lo que faltaba por oír, golpeó el padre la mesa con un puñetazo, te crees que somos idiotas o qué. Haz el favor de ponerte contra la pared y no llores. No nos iremos hasta que no sepamos lo que has hecho con ello. Ponte pegado contra esa pared y deja de llorar...


Cucú, cucú seguía Claudia jugando como para ver y no ver los empujones y brusquedades con que su padre reconvenía a su hermano del alma.


Ha tropezado Esteban, a consecuencia del empellón propinado, cae y comienza a llorar. Enojado se quita el gorro y lo lanza contra el suelo. Esteban, le digo con el dedo admonitorio levantado y con un tono de voz muy severo, haz el favor de ponerte el gorro; ¡ponte el gorro!


Esteban sigue llorando y se va lejos de donde lo ha tirado. Me acerco hasta él y lo traigo contra su voluntad hasta donde ha quedado caído. ¡Ponte el gorro! Le repito muy serio y con ansias de abofetearlo...


[Img #3747]

Como un estacazo de luz que de repente inundara la memoria, regreso al instante de la infancia en el que mis padres me interrogaban sin mramientos de la hora y el sueño. Había cogido de mi casa pobre unas figurillas de adorno, un ladronzuelo de trapo con unas ganzúas de alambre y un hato que derramaba joyas robadas, el paraguas del curilla con el que hacía frente al temporal de lluvia santiaguesa y unos zuecos de madera de una muñeca recuerdo de Compostela; y se las había regalado a mi mejor amigo, de quién yo esperaba con ese regalo ser su preferido.


Aquella noche fui terco como una mula y solamente ante el sueño y el frío de la cocina, que ya había consumido su brasero hacía largo rato, debí de reconocer que sí, que había sido yo y que se las había entregado a Juan Carlos, mi amigo Juan Carlos, en prenda de amistad preferente.


Marché a la cama inundado de lágrimas y al día siguiente tuve que humillarme por segunda vez cuando en presencia de mi madre y de su abuelo, el caramelero, hube de reclamarle que me devolviera los objetos que le había dado el día anterior...


Recojo el gorro del suelo y se lo encasqueto a Esteban. No te lo quites, digo. Y ya un poco más tranquilo se encamina nuevamente a las tinajas a apuñar la tierra y joderme las madreselvas. No hay nada que hacer, pienso.


Claudia con el patito apretado contra el pecho no había perdido un instante de la función, como si entendiera. En esto se me acerca y me tiende el pato imitando a su manera su piar: ¡Cucú, cucú, cucú!, dice.


Cucú no, le respondo. Y le busco al animal el dispositivo en su corazón y lo acaricio: ¡Cua, cua, cua, cua, cua, cua cua cua! Ha terminado por decir el pato.

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