Relatos sin historia
![[Img #33000]](upload/img/periodico/img_33000.jpg)
Mucho se habla sobre el relato. Todo parece acomodarse a este concepto. Es una de esas palabras recurrentes que se escribe como marcando fronteras entre el bien y el mal. Sucede que, de tan salivada en bocas lenguaraces, termina perdiendo crédito. Ha ocurrido con multitud de términos nobles (solidaridad, amigo, diálogo, por citar tres ejemplos recientes) manipulados groseramente en esas trituradoras de valores e ideales que son las redes sociales.
Por esos vericuetos desfila hoy a paso de oca el susodicho relato. Mimetizado demasiadas veces en el cuento o fantasía y en la mentira o perversidad, aniquila de un plumazo el valor real de su testimonio en la historia o en la literatura. Los sucesos, lo impone esta necia ortodoxia del mensaje directo, impactante y pasional, para nada reflexivo, han de ser como se cuentan y no como son. Narrar no se acompaña de un necesario ejercicio de hacer pensar, solamente vale militar en el disparate y participar de las ocurrencias como masa amorfa.
La mascarada catalana es argumento perfecto para el relato concebido por esta modernidad de idas sin posibles vueltas. Semejante miseria argumental únicamente precisa de la anécdota, pues la analítica es material de desecho y hasta estorbo en esta épica de usar y tirar. Desde luego escuece que los acontecimientos del último mes con toda la carga emocional e irracional de indignidades, corruptelas, ilegitimidades y pasividades que arrastran, se pretendan resumir y dogmatizar, a exclusivo interés de parte, en una acometida policial contra participantes en un acto declarado judicialmente ilegal y, desde ese punto de partida, hábilmente preparado en la búsqueda de los resultados apetecidos. Pero en aras al rigor dialéctico, llamemos a eso propaganda y no relato. Recuperemos la frescura mental de saber distinguir.
Se ha dicho, posiblemente con razón, que el Gobierno no ha sabido en todo este proceso redactar su propio relato, quizás también propaganda. Desde hace mucho tiempo, los gobiernos en España comunican muy mal, tanto en clave doméstica como foránea. Solo basta apreciar la caja de resonancia de sus fallos y el efecto silenciador de sus aciertos. Este país, lo clavaba Antonio Muñoz Molina, en un artículo titulado Francoland, todavía soporta el peso de los relatos de los viajeros de la etapa romántica, dibujando la piel de toro como país de pícaros, toreros y cigarreras descarriadas, capaz de asesinar y asesinarse con el arma punzante de una jactancia cainita. El historiador hispanista Stanley G. Payne abunda, asimismo, en los tópicos prefabricados desde las Europas sajona y calvinista, que tan bien ha rentabilizado durante siglos en el ruedo de los negocios, ese de cornadas invisibles, pero igualmente letales.
España sí tuvo su etapa de historia feliz en el orgullo de presentarse ante el exterior como país maduro y responsable. Fue la llamada hoy despectivamente, por los apóstoles de la nueva política, Régimen del 78. Constituyó una labor titánica que se concretó en la transición de una dictadura de cuatro décadas a una democracia, dinamitando de paso mitologías canallas elaboradas por los de dentro y magnificadas por los de fuera. En aquel buen hacer de relato con logros visibles y duraderos, hubo magníficos narradores, empezando por una clase política en clave de consensos superadores de los dramas civiles y fratricidas, siguiendo por una intelectualidad que hizo de la discrepancia disciplina de acercamiento y no lucha sectaria, y terminando por una política informativa, canalizada por medios públicos como RNE, TVE y la Agencia EFE que, a través de una potente red de corresponsalías y delegaciones, comandadas por extraordinarios profesionales de la información, ayudaron a perfilar la imagen de un país cívico y moderno con un sistema democrático fiable, aunque como toda labor humana, imperfecto. Ejemplo palmario de esos beneficios intangibles de los que hoy se abomina por no sonar a calderilla desde el minuto uno.
Momento actual: ¿Qué se puede decir de los políticos que no se haya dicho? ¿Dónde están los intelectuales incendiarios del pensamiento? El tercer apartado no requiere interrogantes, pues se responde a sí mismo con unos medios de comunicación instalados en la banalidad, las tertulias rebosantes de testosterona militante, el espectáculo chabacano y la fama, la que se pretende buena, instalada en la entrepierna y no en las neuronas. Y en ese páramo, unos medios públicos con licencia obligatoria de seguir vendiendo España por esos mundos de Dios, agonizantes y olvidados en la penitencia de sus magras rentabilidades en dineros y audiencias. Estos son los mimbres con los que hacer el cesto de nuestra crónica de país y de paisanaje.
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Mucho se habla sobre el relato. Todo parece acomodarse a este concepto. Es una de esas palabras recurrentes que se escribe como marcando fronteras entre el bien y el mal. Sucede que, de tan salivada en bocas lenguaraces, termina perdiendo crédito. Ha ocurrido con multitud de términos nobles (solidaridad, amigo, diálogo, por citar tres ejemplos recientes) manipulados groseramente en esas trituradoras de valores e ideales que son las redes sociales.
Por esos vericuetos desfila hoy a paso de oca el susodicho relato. Mimetizado demasiadas veces en el cuento o fantasía y en la mentira o perversidad, aniquila de un plumazo el valor real de su testimonio en la historia o en la literatura. Los sucesos, lo impone esta necia ortodoxia del mensaje directo, impactante y pasional, para nada reflexivo, han de ser como se cuentan y no como son. Narrar no se acompaña de un necesario ejercicio de hacer pensar, solamente vale militar en el disparate y participar de las ocurrencias como masa amorfa.
La mascarada catalana es argumento perfecto para el relato concebido por esta modernidad de idas sin posibles vueltas. Semejante miseria argumental únicamente precisa de la anécdota, pues la analítica es material de desecho y hasta estorbo en esta épica de usar y tirar. Desde luego escuece que los acontecimientos del último mes con toda la carga emocional e irracional de indignidades, corruptelas, ilegitimidades y pasividades que arrastran, se pretendan resumir y dogmatizar, a exclusivo interés de parte, en una acometida policial contra participantes en un acto declarado judicialmente ilegal y, desde ese punto de partida, hábilmente preparado en la búsqueda de los resultados apetecidos. Pero en aras al rigor dialéctico, llamemos a eso propaganda y no relato. Recuperemos la frescura mental de saber distinguir.
Se ha dicho, posiblemente con razón, que el Gobierno no ha sabido en todo este proceso redactar su propio relato, quizás también propaganda. Desde hace mucho tiempo, los gobiernos en España comunican muy mal, tanto en clave doméstica como foránea. Solo basta apreciar la caja de resonancia de sus fallos y el efecto silenciador de sus aciertos. Este país, lo clavaba Antonio Muñoz Molina, en un artículo titulado Francoland, todavía soporta el peso de los relatos de los viajeros de la etapa romántica, dibujando la piel de toro como país de pícaros, toreros y cigarreras descarriadas, capaz de asesinar y asesinarse con el arma punzante de una jactancia cainita. El historiador hispanista Stanley G. Payne abunda, asimismo, en los tópicos prefabricados desde las Europas sajona y calvinista, que tan bien ha rentabilizado durante siglos en el ruedo de los negocios, ese de cornadas invisibles, pero igualmente letales.
España sí tuvo su etapa de historia feliz en el orgullo de presentarse ante el exterior como país maduro y responsable. Fue la llamada hoy despectivamente, por los apóstoles de la nueva política, Régimen del 78. Constituyó una labor titánica que se concretó en la transición de una dictadura de cuatro décadas a una democracia, dinamitando de paso mitologías canallas elaboradas por los de dentro y magnificadas por los de fuera. En aquel buen hacer de relato con logros visibles y duraderos, hubo magníficos narradores, empezando por una clase política en clave de consensos superadores de los dramas civiles y fratricidas, siguiendo por una intelectualidad que hizo de la discrepancia disciplina de acercamiento y no lucha sectaria, y terminando por una política informativa, canalizada por medios públicos como RNE, TVE y la Agencia EFE que, a través de una potente red de corresponsalías y delegaciones, comandadas por extraordinarios profesionales de la información, ayudaron a perfilar la imagen de un país cívico y moderno con un sistema democrático fiable, aunque como toda labor humana, imperfecto. Ejemplo palmario de esos beneficios intangibles de los que hoy se abomina por no sonar a calderilla desde el minuto uno.
Momento actual: ¿Qué se puede decir de los políticos que no se haya dicho? ¿Dónde están los intelectuales incendiarios del pensamiento? El tercer apartado no requiere interrogantes, pues se responde a sí mismo con unos medios de comunicación instalados en la banalidad, las tertulias rebosantes de testosterona militante, el espectáculo chabacano y la fama, la que se pretende buena, instalada en la entrepierna y no en las neuronas. Y en ese páramo, unos medios públicos con licencia obligatoria de seguir vendiendo España por esos mundos de Dios, agonizantes y olvidados en la penitencia de sus magras rentabilidades en dineros y audiencias. Estos son los mimbres con los que hacer el cesto de nuestra crónica de país y de paisanaje.






