Ángel Alonso Carracedo
Jueves, 16 de Noviembre de 2017

Violín y clarinete

 

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Algún trotamundos debió decir aquello de “si sabes tocar un instrumento, no pasarás hambre”. Curiosa sentencia que debe quedarse en la satisfacción básica de la necesidad, que no es poco. Porque música es arte, arte es bohemia y bohemia es escasez. Así deben ser las cosas en los designios caprichosos del Parnaso.


La mendicidad se nos ha hecho música. Decorada así es una mendicidad culta, digna. Ofrece belleza sentida a cambio de unas monedas. Propone esfuerzo en un equilibrado trueque con la generosidad impersonal de las masas o de oídos fáciles, nada exigentes. Se libera del bolsillo ese metal sobado con más alegría oyendo a Mozart o Brahms, un bolero, un tango,  un cha-cha-cha o una sevillana, que las letanías compasivas y teatrales de seres exagerados, como arrebatados a una esperpéntica corte de los milagros.


Tengo mis mendigos, como tengo mi librero, mi camarero o mi abogado (toquemos madera). Son un violín y un clarinete, por separado. Los llamo así porque su instrumento es su identidad.  “Actúan” en el Metro de Madrid; bueno, el segundo en los aledaños externos de una estación; el primero, en cambio, se guarda en las entrañas de pasillos que se asemejan a arterias por las que circula la sangre de una gran urbe: la ciudadanía, lo mismo laboriosa y apresurada, que somnolienta y cansada. Esos músicos, artistas de la subsistencia, han hecho del suburbano un masivo odeón y un sugerente mestizaje de estilos musicales.


Clarinete toca al aire libre, en el Paseo de la Castellana, junto a la magna estación de Nuevos Ministerios. Se deja oír desde decenas de metros antes de cruzarse en su perpendicular. Si llueve, desaparece, y si el sol reina, busca sombras redentoras de ramajes y arboledas  que inspiren mejor su arte. Cuando interpreta opta por piezas alegres, animosas, acordes a ese puesto ornado de luz natural y la casualidad antojadiza de una coral ornitológica. La orquesta, un achacoso y polvoriento mezclador, que aún regala buen sonido, se guarda en un carrito de la compra, y él acompaña como solista los alegros y maestosos de las sinfónicas más acreditadas, o los andantes más intimistas de una orquesta de cámara, contagiado y contagiando a la audiencia con movimientos rítmicos de talón. Se concede cierto poder curricular con la funda del instrumento abierta y la muestra de unos pocos CDs, enseñando su rostro bonachón en la tapa, como queriendo dar a entender que si tuvo, retuvo. Se deja regar esa pequeña vanidad con unas cuantas monedas en desorden, como si fuera pecado recogerlas y ordenarlas a la vista del público. Un artista no deja de serlo ni en la aparente pobreza.  


Violín es como su escenario, introvertido. Ha elegido otro odeón gigantesco, la Avenida de América, un conglomerado de modos de transporte y líneas suburbanas que hacen de esta catacumba moderna un trajín agotador. Pero no parece estar para nadie cuando coloca la herramienta bajo la papada. Se debe, imagino, ausentar en la interpretación de una pieza adentrándose en visiones de grandes salas, público conquistado y míticas batutas. No mira, pues se encela con el arco, y alerta, cual águila, se ensimisma en el recorrido de sus dedos por las cuerdas del mástil. Toca con una mueca de tristeza, y cuando lo veo, obligadamente en una mirada súbita, me pregunto si la música lo contagia o contagia él a la música, porque su programa concede poca cancha a los alegros. Frecuentemente ofrecía la imagen candorosa de un dueto con quien, creo, su compañera. Era una complicidad hombro con hombro: mientras interpretaba, ella le pasaba con suavidad estudiada las hojas de los pentagramas fijadas en el atril. Hace semanas que no veo a esa mujer junto a Violín y su música me suena todavía más taciturna.
                                                                                                                                                  

 

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