José Luis Gavilanes Laso
Lunes, 19 de Marzo de 2018

Napoleón en Astorga

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Cúmplese en 2018 el doscientos diez aniversario de la llegada de Napoleón Bonaparte a la capital maragata. De su llegada y antecedentes inmediatos hay distintos testimonios de aquellos que lo vivieron. Uno de ellos es el del general Barón de Marbot, que por entonces era ayudante del mariscal Lannes, estando herido de bala en la cabeza y más de ansia por subir en el escalafón.

           

Tras el desastre del ejército francés en Bailén el 23 de julio de 1808, Napoléon se indignó de tal manera que optó por reconducir personalmente la situación en España, tomando el mando y desplazándose a la península ibérica con un ejército de 130.000 hombres. El primer obstáculo que tuvo que salvar fue la resistencia a su paso por Somosierra. Tras un primer fracaso de los lanceros polacos, a la vista estimulante del Emperador lograron tomar el desfiladero, ocasionando una gran matanza de españoles con la retirada en el mayor desorden de los supervivientes.

           

Cuando el 21 de diciembre, ya en Madrid, Napoleón tuvo noticias de que el ejército británico, comandado por Sir John Moore, se atrevía a marchar sobre la capital de España, emprendió innmediatamente la marcha hacia a Valladolid, ante lo cual los británicos pusieron pies en polvorosa dando la vuelta en retirada hacia La Coruña. Debido a las prisas y al mal tiempo, los sufrimientos del ejército inglés en el repliegue fueron terribles, pero lo peor de todo es que muchos soldados se dieron al saqueo y la rapiña por los campos leoneses. En la población de Valderas ha quedado constancia de sus borracheras y barbaridades.

           

Tras el pequeño descalabro de uno de los mandos franceses, el imprudente general Lefebvre-Desnouettes (que sufrió en Benavente una emboscada, resultando prisionero y conducido a Londres como trofeo), Napoléon entró en cólera acrecentada por el deseo de alcanzar cuanto antes a sus enemigos británicos; así se lo comunica por carta a su esposa Josefina. Pese a la distancia y a la climatología muy adversa, el Emperador pretendía llegar a Astorga desde Benavente en un solo día, que era el de fin de año.

           

Cuenta Marbot en sus memorias que nunca había hecho marcha tan penosa. Una lluvia glacial traspasaba la ropa. Hombres y caballos se hundían en un terreno pantanoso. Como todos los puentes sobre el Esla y el Órbigo habían sido destruidos por los ingleses, los infantes franceses tenían que desnudarse cinco o seis veces, colocar sus armas y efectos sobre la cabeza, y entrar desnudos en el agua semicongelada. Tres granaderos, en la imposibilidad de continuar aquella penosa marcha, no queriendo rezagarse para no ser torturados y exterminados por los campesinos, se levantaron la tapa de los sesos con sus propios fusiles, lo que afectó vivamente a Napoleón.

           

Una noche de las más sombrías vino a aumentar la fatiga de las tropas francesas. Los soldados —que ya habían sufrido lo suyo con anterioridad al traspasar las cumbres nevadas y heladas de la Sierra de Guadarrama— se acostaban ahora en el fango. Gran número de ellos se detuvo en La Bañeza. Sólo las cabezas de los regimientos llegaron a Astorga. El resto quedó dispersado por los caminos. La noche de fin de año estaba ya bastante avanzada cuando el Emperador y el mariscal Lannes, sin más escolta que sus Estados Mayores y algunos centenares de jinetes, entraron en Astorga. Tan extenuados estaban todos, cuenta Marbot, que sólo deseaban encontrar un abrigo para poder calentarse. Y se atreve a pronosticar que si los enemigos británicos hubiesen estado informados de ello, habrían quizá retrocedido y apresado al Emperador, pero felizmente tenían demasiada prisa y no había quedado ni uno solo en la ciudad. A cada instante, por lo demás, llegaba un contingente de soldados franceses rezagados (unos 80.000 en total, que tuvieron que alojarse en la ciudad y proximidades), lo que aseguraba la defensa del cuartel imperial.

           

En su relato, Marbot afirma que Astorga era una ciudad bastante grande en aquel momento, pero estaba desabastecida, nevada, desértica e infestada por el tifus. Napoleón se alojó en el palacio episcopal, donde, además de ser recibido por el obispo, se dice -más ficción que realidad- que sufrió un atentado frustrado, de lo cual Marbot, que no omite detalles, no hace ninguna mención. Muy cerca se alojó el mariscal Lannes en una “casa bastante hermosa”. El resto, empapados hasta los huesos y helados de frío, procuraban un albergue y medios para calentarse en una ciudad prácticamente vacía. Sin embargo, apostilla Marbot, las grandes hogueras que encendieron no eran suficientes para librarse del frío. El mariscal no dejaba de tiritar, por lo que le aconsejaron que se quitase todas sus ropas y se envolviese en una manta de lana colocándose enseguida entre dos colchones: “lo que hizo inmediatamente y nosotros también, pues las casas, cuyos habitantes habían huido a las montañas cercanas, estaban muy bien provistas de camas”.

           

Al día siguiente, 1 de enero de 1809, proseguía el mal tiempo. En Astorga se fueron reagrupando sucesivamente todas las tropas francesas, consiguiendo víveres en abundancia. Napoléon visitó una tras otra las casas donde se habían hospedado los soldados para levantarles la moral. Esperaban reanudar al día siguiente la persecución de los ingleses, cuando Napoleón recibió por un correo del ministro de la Guerra cartas que le obligaron a no ir más lejos en persona y dar así por acabada su estancia en España. Astorga se convirtió de este modo en la estación “termini” de Napoleón en España. La causa era el anuncio de movimientos hostiles de los austriacos, aprovechando que el Emperador y una parte del Gran Ejército estaban en el corazón de la península. Napoleón decidió volver a París con su guardia a fin de prepararse a una nueva guerra con los austriacos, pero sin renunciar no obstante a su plan de castigar a los ingleses, misión que encomendó a los mariscales Soult y Ney, quienes, al partir de Astorga, desfilaron ante él. Cuenta Marbot que en el instante en que el Emperador hacía desfilar ante sí las tropas fuera de las casas de Astorga se oyeron gritos en una inmensa granja. Contenía de mil a mil doscientas mujeres y niños ingleses que, extenuados por la larga marcha de aquellos días hecha bajo una lluvia glacial, no habían podido seguir al ejército de Moore y se habían refugiado en aquel enorme cobertizo donde llevaban cuarenta y seis horas alimentándose de centeno crudo. La explicación radica en que las tropas inglesas, como en tiempo de guerra se hacía difícil el reclutamiento de voluntarios solteros, había que admitir hombres casados, a los cuales se les permitía llevar consigo a su familia. Napoleón, conmovido ante tan triste espectáculo, les hizo alojar en la ciudad, dioles víveres y envió un parlamentario a advertir a Moore que, cuando el tiempo lo permitiese, las mujeres e hijos de los soldados les serían devueltos.

           

Las fuerzas francesas al mando del mariscal Soult continuaron su marcha por el Bierzo, no sin tener que luchar encarnizadamente (como así ocurrió por las calles de Cacabelos el día 3 de enero) hasta alcanzar a los ingleses en La Coruña el día 11. El fuego de cobertura de los barcos ingleses les permitió a éstos embarcar sin problemas cinco días después y regresar sanos y salvos al Reino Unido, (antecedente de lo que ocurriría poco más de una centuria después en Dunquerque al comienzo de la Segunda Guerra Mundial). Moore no pudo embarcar pues murió en la refriega siendo sustituido por un nuevo comandante, Sir Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington tras la victoria de Talavera, y más tarde vencedor de Napoleón en la batalla de Waterloo.

           

Tras la salida de Napoleón, la capital maragata sufriría entre 1810 y 1812 dos famosos asedios y varias entradas y salidas de tropas francesas y españolas. Una inscripción con su nombre en el Arco de Triunfo de París da fe de una más de las victorias napoleónicas en España. Pero eso ya no está en las memorias de Marbot, que marchó con el mariscal Lannes hacia Zaragoza, donde describiría episodios mucho más trágicos que los que pudo experimentar camino de Astorga.

 

 

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El Papa y los soberanos europeos presencian una corrida en la que el toro español coge a Napoleón después de derribar a su hermano José. Los toros muertos representan las naciones dominadas por el Emperador. Caricatura inglesa por James Gillray.

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