Nuria Viuda & Elena Ródríguez Domínguez
Domingo, 15 de Julio de 2018
CUENTOS DE LA FRESQUERA

Intruso él

Otro verano, reactivamos los 'Cuentos de la Fresquera'. En esta edición, se atreven a crear relatos poetas, críticos/as o incluso periodistas. La propuesta fue que escribieran una narración breve de tema fantástico, terrorífico o de ciencia ficción.

Comenzamos con Nuria Viuda y a fe que su cuento participa de las tres mentadas categorías. Las fotografías que ilustrarán todos los cuentos han sido creadas ex profeso por Elena Rodríguez Domínguez

 

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Reig y Costa se habían conocido de  modo casual en el ascensor de un bloque destinado a oficinas. Con la diferencia de que Reig trabajaba allí como operario y Costa aspiraba a un puesto de limpiacristales.

 

Entablaron una breve conversación sobre las posibilidades de acceder al puesto mediante oposición y Reig acompañó al aspirante hasta la mesa informativa.

 

Al cabo de unos meses había conseguido el empleo sorteando duras pruebas para puestos de mantenimiento y limpieza de instalaciones. 

 

Fue de este modo que volvieron a coincidir; en ocasiones en los servicios y pasillos pero casi siempre en la cafetería a la hora del breve piscolabis mañanero, que establecía la diferencia entre la ilusión del encuentro y el tedio del tajo.

 

Se había convertido ya en evidencia que se caían bien y se esperaban. De este modo comenzaron a citarse en locales de moda para departir y trasnochar  entre cervezas y música de jazz al que ambos eran aficionados. Comprendieron enseguida que se atraían y compenetraban.

 

Reig, corpulento y hermoso, con ojos azules que invitaban a la aventura. Costa, más enjuto pero vivaz, con voz cantarina que poseía el encanto de una segunda juventud; maduro pero con un pie rozando la insolencia, constituyendo este su mayor atractivo.

 

No pasó demasiado tiempo hasta que empezaron a convivir en la casa que Reig heredó de sus padres: desaparecidos en circunstancias sin aclarar. Parecía que se hubiesen desintegrado pues jamás se logró dilucidar su paradero ni encontrado rastro alguno de sus pertenencias.

 

La desatada pasión amorosa  de los primeros encuentros dejaba a Costa exhausto, deseoso y alerta para los siguientes. De los numerosos amantes que habían pasado por su vida, Reig se erigía sin duda como el más ardiente y entregado; tanto era así que durante la jornada laboral, en los despachos vacíos, se sucedían las quedadas amorosas. Jugar a ser sorprendidos ‘in fraganti´ aumentaba el deseo con que esquivar la temida rutina que lentamente amenazaba con colarse como una purulenta y sórdida enfermedad que todo lo aniquila.

 

Una mañana, al levantarse, Costa reparó en un detalle que hasta entonces le había parecido irrelevante: en el lavabo reposaba solitario su cepillo de dientes. Pensó en Reig y su dentadura perfecta de actor de cine; recordó que jamás le había sorprendido en labores de aseo bucal  y que en efecto no existía cepillo alguno o seda dental en el armario del cuarto de aseo. No le concedió demasiada importancia pero días más tarde al interrogar a Reig sobre esta premisa le  respondió esquivando la pregunta con un gesto de sarcasmo que, lejos de tranquilizarlo, lo inquietó sobre manera. Tampoco Reig visitaba jamás a un dentista. Extrañado, aparcó el asunto  refugiándose en la creencia de que sin duda existen personas privilegiadas geneticamente.

 

Pasaron dos años, su relación se estabilizó y aunque la potencia sexual de Reig continuaba siendo excepcional, agotándolo en cada encuentro, comenzaba a fallar entre ambos la comunicación. Ya no entablaban conversaciones interesantes ni salían a dar largos paseos campestres. Reig se fatigaba y Costa intuyó que el desánimo de su amante podría deberse a fatiga crónica o alguna enfermedad silente. Le instó a realizarse un chequeo completo.

 

 Reig fumaba compulsivamente, amaba el azúcar y estos malos hábitos podían estar comenzando a pasar su factura. Acudieron juntos a la cita médica de la que derivaron sorprendentes y pluscuamperfectos resultados: ni rastro de nicotina en los pulmones, ni atisbo de azúcar en sangre. Pero sin duda algo fallaba en su organismo  ya que un buen día Costa encontró la botella de leche en el interior de la lavadora, la ropa sucia en un cajón del congelador y a su compañero  espatarrado e inerte en el sillón amarillo del salón. Intentó reanimarlo mediante todas las maniobras posibles mientras sus inmensos ojos azules, más azules que nunca,  permanecían fijos en el infinito con una expresión artificial. Intentó cerrárselos pero no pudo.

 

Avisó a  una ambulancia y desde ese instante el cuerpo  quedó custodiado por manos que se afanaban en  desnudarlo buscando vías, médicos que auscultaban y cirujanos que reclamaban quirófano libre para un Reig que no respondía a intentona  alguna  de reanimación. 

 

Pasado un tiempo prudencial, Costa fue requerido por los cirujanos a una sala especial, semejante a un quirófano, dónde yacía el cuerpo abierto en canal. Su interior mostraba un panel luminiscente de máquina perfecta y sofisticada. Los cirujanos explicaron que le había fallado el pulsador de inicio. En la pantalla situada en la parte baja del abdomen, una lucecita verde indicaba que la función sexual constituía la única pieza activa del sistema.

 

 Mientras la comunidad médica le interrogaba por la procedencia del humanoide cuasi suprahumano, Costa, incapaz de  articular palabra, se limitó a esbozar con un dedo en el aire la silueta de  un cepillo de dientes y un signo de interrogación.

 

La sonrisa perfecta y los ojos azules parecían transmitir un guiño involuntario de vida automática.

 

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