Roberto Prada Gallego
Sábado, 21 de Julio de 2018

Una mañana para una lavadora

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Desayuné y regresé a la cama, que es uno de esos placeres que debieran pasar a ser derechos fundamentales. Por lo menos los domingos, cuando te levantas con un dolor de cabeza que parece que se te va a caer en cualquier momento. Pero como a uno le van los desafíos me incorporé, me di ánimos y allá que fui: a mear de pie.

 

Me veía capacitado para superar una etapa más en mi vida, cómoda y feliz como las demás, en la que sentado eran pocas las veces que no atinaba. Algún despiste y ya. Poca cosa. Fracaso absoluto como dicen las hormigas. Menuda puntería, me pregunto para qué los preservativos de la cartera. Menos mal que casi nunca me acordaba de cogerla. Después de emplear seis rollos de papel higiénico que al ser ultra suave no absorbía una mierda, se ve que para los meados en el suelo no pensaron, me dispuse a hacer otra empresa aún mayor: poner la lavadora con el pantalón del pijama que hizo las veces de papel higiénico.

 

Me daba un poco de respeto, pero creía tenerlo todo controlado. Esa era la prueba de que no lo estaba. Eché el detergente en el compartimento de la izquierda, poco, que sólo era un pantalón y el detergente no era mío. Tampoco había que abusar. Al no encontrar el botón de ‘play’ o de ‘ya’, empecé a sospechar y como quería algo rápido y sencillo hice lo que siempre en estos casos, video de YouTube con todos los detalles necesarios, marca de la lavadora incluida, hora y día de la semana. Incluí la palaba resacoso por si había una explicación más simple y elemental, pues poner explicación para tontos me daba un poco de cosa y quién sabe si los CNI se dedican a estas cosas.

 

Después de veinte minutos escuchando atento a cómo me explicaban las partes de la lavadora, por donde iba el detergente, el acondicionador y demás, todas inutilidades, pues ya ven, qué me importaba a mí saber que no había que meter ropa de color con la blanca si solamente era un pantalón, le hablé a un compañero del piso que él sí maneja todas estas tecnologías de ahora. “Gira la ruleta y pulsa start” me contestó, con suficiencia. Así dicho qué fácil parecía, pero dónde estaba ese botón del demonio. Como no quería ser plasta lo busqué hasta por debajo de la lavadora que casi me dejo un pie y los riñones de lo que pesaba. Exhausto tuve que volver a interrogarle por el dichoso interruptor. Sus explicaciones esta vez fueron más parecidas al programa de gobierno de Sánchez que a otra cosa, así que tomé una foto del electrodoméstico y se la envié. Sin más. Para no resultar pesado. Luego ya solo me pasaba audios larguísimos, pero nada. Ni tocando todos los botones repetidas veces funcionaba el aparato. “Le habrá dado un gatillazo”, pensé.

 

Mi amigo, en cambio, sospechaba que yo era un torpe y que podría haberme olvidado de conectarla al enchufe. Lo comprobé, y ese no era el impedimento, menos mal. Abatido por una lavadora me fui a duchar y limpiar los pecados de la noche anterior, en esas me encontraba cuando escuché detonaciones en la cocina. Asustado, me sequé rápidamente y abrí la puerta a la vecina que tenía la cara más descompuesta que yo y timbraba como si el mundo se fuera a acabar por mi culpa y no por la de los mayas.

 

Desconectamos, ahora sí, la lavadora de la corriente y echamos más detergente, ella creía que habría echado poco. “Echa sin miedo y la próxima vez que tengas que limpiar unos calcetines o algo, súbemelos”, me dijo. Que ese no iba a ser el problema íbamos a comprenderlo más tarde, cuando tuvimos que subirnos al sofá y de ahí a la encimera porque la lavadora corría más que el diez de Francia. Eran muy parecidos, cuando ya no se podía ir más rápido cambiaba el ritmo y superaba al anterior. Y de la misma manera que se puso en marcha se detuvo.

 

Bien sabía que ese partido lo había ganado y que yo no iba a volver a poner una lavadora. Si hubiera que limpiar algo, a mano, que no se me van a caer los anillos que no tengo. La guapa vecina que había roto su bonito vestido blanco se despidió rápidamente alegando que tenía que subir a casa para comprobar que su marido el progre hubiera firmado no sé qué papelito para no sé qué polvo. Ya era la hora de comer. 

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