Sol Gómez Arteaga
Sábado, 21 de Julio de 2018

Envejecemos

 

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“Princesa, ¿Qué te sugiere el mar? No les mates, por favor, déjales vivir, que la vida les mate poco a poco”. 

 

Estas frases pertenecen a la correspondencia epistolar que mi amigo l’écrivain y yo manteníamos allá por el año ochenta y dos, una correspondencia epistolar que atendiendo a la premisa de ser tan imaginativa como literaria tenía el objetivo de hacer más liviano su tiempo en la llamada mili, fomentar las inquietudes artísticas de los dos y, asunto no menos baladí, transformarnos por unos momentos en otros.


 
En unos tiempos en los que no había internet ni correo electrónico ni wasaps, yo esperaba con ansiedad sus cartas escritas a mano, con bolígrafo azul, papel cuadriculado y remite falso -para no levantar suspicacias familiares él elegiría el nombre de la protagonista de la novela ‘Nada’ y el apellido de la calle de la Ciudad Condal en la que aterrizó-. Y con idéntica ansiedad procedía, en un toma y daca dialéctico, a contestarlas. 

 

Desde entonces ya ha llovido y escampado veces.


 
El domingo, en un verano que parece haberse declarado francamente en rebeldía, tras caer chuzos de punta también escampó, y mi viejo amigo, que estaba como yo de fin de semana en el pueblo, nos visitó en la casa familiar para interesarse por la salud de mi padre. Vino en mal momento, pues estaba hilvanando un poema y no hay cosa que peor lleve que me interrumpan en las componendas literarias. Así que -reconozco- salí a saludar a regañadientes. Luego llegó alguien más, él se excusó y ya nos estábamos despidiendo en la puerta cuando de súbito me espetó: ¿Tú no notas que envejeces? Le dije que no, pero como insistiera reconocí que era un tema del que a veces hablaba, y que envejecía, claro, como todos, pero que no me preocupaba porque sentía que estaba en un momento vital productivo y activo, en un momento de aprendizaje también. Me emplazó para un café y conversación, ambas cosas van parejas, y pensé que de lo que quería hablar era de su propio envejecimiento, que en el fondo de lo que quería hablar era de él. 

 

Pero l’écrivain es un tipo inquietante, al menos para mí lo es, y cada una de sus afirmaciones, preguntas, sentencias, -reminiscencia tal vez del intercambio epistolar de antaño-, quedan suspendidas en el aire a la espera de ser rumiadas y contestadas finalmente en ese feedback estimulante que es la dialéctica del discurrir. Y discurriendo discurriendo me vino a la cabeza un tipo pusilánime que se ha pasado toda su vida envejeciendo y los años, esto lo repite hasta la extenuación, le caen como losas, y otro, recién, tardíamente jubilado, que mantiene su actividad intelectual con un entusiasmo y garra que ya quisiéramos muchos en nuestro día a día. 

 

Eso me lleva a la pregunta de qué es eso de envejecer. Es obvio que envejecer es un proceso natural, innato a todos los seres vivos, que se traduce en una serie de modificaciones fisiológicas y conlleva una pérdida de facultades de adaptación y respuesta. Pero el envejecimiento, al menos en lo que atañe al género humano, formado por cuerpo y mente, es además una cuestión de actitud. Franz Kafka dijo que quien conserva la facultad de ver la belleza no envejece. Esto mismo se puede aplicar a la capacidad de sentir, de asombrarse, de interesarse por cuanto nos rodea.  

 

Me indignan sobremanera algunos aspectos de la sociedad en la que vivimos que evidentemente no voy a cambiar, tampoco lo pretendo. Uno de esos aspectos es que la sociedad no nos enseña a hacernos mayores, no nos enseña a aceptar las limitaciones derivadas de la edad, no nos enseña a adaptar nuestra vida a los parámetros, siempre variables, siempre cambiantes e imponderables, que la conforman.

 

Y precisamente porque envejecer no es nada fácil se hace más necesario si cabe que nos eduquen a sobrellevar o llevar menos mal ese último tramo de un proceso al que por ley de vida, malo es hacerse mayor pero parece que peor es no hacerse, estamos abocados. 

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