Antonio, Don Antonio

“Estábamos a solas y marchábamos soñando,
ella y yo,…” (Verlaine)
Antonio, Don Antonio, soy uno de tus lectores, uno de tantos, de los muchos que tienes, que aún tienes. Un lector tardío, un mero aficionado, no un especialista; sin embargo, te leo como un devoto, con fervor, con delectación. Sobre todo desde que estoy en esta ciudad, a la que he venido a enseñar: la misma ciudad a la que también viniste tú hace ya más de cien años. Sí, tanto tiempo ha pasado.
Como las tardes se me hacen largas, a veces eternas, le he cogido gusto a salir a pasear. Paseo por el centro, pero también por las afueras, siguiendo el camino que bordea el río. Casi siempre voy solo, despacioso, pensativo, a menudo con la mirada en el suelo, rumiando extraños pensamientos. Ayer crucé el río, hacia San Saturio, por el puente nuevo. Solo que en lugar de subir al santuario, giré a la izquierda y continué caminando por la otra orilla, aguas arriba. Desde esta orilla, que queda en alto, miré el río, tan oscuro, tan quieto, y me dio miedo, miedo de ser como él, siempre igual, sin avanzar nada. Cuando llegué al puente de piedra, después de pasar por San Polo, me encaminé hacia la ciudad y fui a parar, sin saber muy bien cómo, al instituto que lleva tu nombre, donde diste clase. Estás delante hecho de bronce, sentado en una silla, hierático. Y en una esquina, a pocos metros, sobre un pilar de piedra, hay también un busto tuyo. La verdad es que te encuentro en todas partes. Aquí cualquier cosa es una excusa para recordarte. Si hay que decorar el lateral de un edificio, allí aparece tu imagen, enorme, para que se vea desde lejos, casi desde cualquier lugar. Que hay que cegar con un panel un escaparate o unas ventanas, pues se aprovecha para escribir en él alguno de tus poemas. En la tela que cubre los andamios de una obra, también te he visto y he leído algunos de tus versos, los que más me gustan. En esta ciudad es casi imposible dar un paso sin encontrar algo tuyo. Esta ciudad está llena de ti, sin duda le has llegado al fondo de su alma.
Hoy me han dicho que se puede visitar tu aula y he ido a verla. “Al fondo”, me ha indicado una señora. En silencio, caminando despacio, he cruzado el lateral del claustro hasta llegar a ella. Qué pequeña. Y qué extraña. La he mirado y remirado. Me he sentado en uno de los pupitres de los niños, y en la silla del profesor, donde tú te sentabas. En la vitrina, he visto los cuadernos de notas, tu firma. Y he leído todos los poemas que han puesto en las paredes. Todos. Después, me he acercado a la ventana y a través de sus cristales he mirado a la calle, como tú harías tantas veces, tantas tardes de invierno, tardes de frio y de lluvia. Por un instante, me imaginado que yo era tú, que mi tristeza era la tuya. Después, me he ido, también poco a poco, en silencio, sintiendo resonar en el claustro el leve eco de mis pasos.
Cuando bajaba por la calle, hacia el Collado, se me ocurrió subir al cementerio a ver la tumba de Leonor, tu Leonor. La cuesta es muy pendiente y me he tenido que parar varias veces a recuperar el aliento. Cuando llegué arriba, lo primero que vi fue el olmo viejo. Estaba vallado y tenía la hendidura del rayo sellada. En una placa de metal habían grabado el poema. Lo leí. Cómo no leerlo. Después, busqué la puerta del cementerio. Nada más entrar, hay una pequeña chapa de hierro con el nombre de “Leonor” y una flecha blanca que indica por dónde hay que ir para encontrar su tumba. Siguiendo la flecha, di con ella. En la piedra, cincelado, se lee el nombre “Leonor Izquierdo”, y justo debajo “Antonio”. La piedra ya está vieja, gastada por el tiempo. En algunas partes se ha vuelto verdosa. Tenía flores. No, no eran los primeros lirios ni las primeras rosas de las huertas que tú le pediste a tu amigo Palacio que le llevara aquella primavera. Eran flores artificiales, de plástico, aunque amarillas, como los lirios del río, y rojas, como algunas rosas. Pero eso qué importa, qué más da. No obstante, como vi que no había nadie, cogí de otra tumba algunas rosas blancas, ya un poco ajadas, pero aún hermosas, y las coloqué sobre la piedra, con cuidado de no ocultar su nombre ni el tuyo. Iba ya a irme, cuando me di cuenta de que mis pies estaban sobre una chapa de bronce que también tenía grabado otro de tus poemas, quizá el más triste, ese de la noche de verano, de la muerte que vino, del hilo que se rompió.
En este momento, cuando apenas hace nada que he regresado del cementerio, estoy pensando que la primavera que viene, si aún estoy en esta ciudad, un día, una tarde azul, subiré al Espino con un ramo de lirios y rosas, recién cortado, fresco, y se lo pondré a Leonor, tu niña esposa.

“Estábamos a solas y marchábamos soñando,
ella y yo,…” (Verlaine)
Antonio, Don Antonio, soy uno de tus lectores, uno de tantos, de los muchos que tienes, que aún tienes. Un lector tardío, un mero aficionado, no un especialista; sin embargo, te leo como un devoto, con fervor, con delectación. Sobre todo desde que estoy en esta ciudad, a la que he venido a enseñar: la misma ciudad a la que también viniste tú hace ya más de cien años. Sí, tanto tiempo ha pasado.
Como las tardes se me hacen largas, a veces eternas, le he cogido gusto a salir a pasear. Paseo por el centro, pero también por las afueras, siguiendo el camino que bordea el río. Casi siempre voy solo, despacioso, pensativo, a menudo con la mirada en el suelo, rumiando extraños pensamientos. Ayer crucé el río, hacia San Saturio, por el puente nuevo. Solo que en lugar de subir al santuario, giré a la izquierda y continué caminando por la otra orilla, aguas arriba. Desde esta orilla, que queda en alto, miré el río, tan oscuro, tan quieto, y me dio miedo, miedo de ser como él, siempre igual, sin avanzar nada. Cuando llegué al puente de piedra, después de pasar por San Polo, me encaminé hacia la ciudad y fui a parar, sin saber muy bien cómo, al instituto que lleva tu nombre, donde diste clase. Estás delante hecho de bronce, sentado en una silla, hierático. Y en una esquina, a pocos metros, sobre un pilar de piedra, hay también un busto tuyo. La verdad es que te encuentro en todas partes. Aquí cualquier cosa es una excusa para recordarte. Si hay que decorar el lateral de un edificio, allí aparece tu imagen, enorme, para que se vea desde lejos, casi desde cualquier lugar. Que hay que cegar con un panel un escaparate o unas ventanas, pues se aprovecha para escribir en él alguno de tus poemas. En la tela que cubre los andamios de una obra, también te he visto y he leído algunos de tus versos, los que más me gustan. En esta ciudad es casi imposible dar un paso sin encontrar algo tuyo. Esta ciudad está llena de ti, sin duda le has llegado al fondo de su alma.
Hoy me han dicho que se puede visitar tu aula y he ido a verla. “Al fondo”, me ha indicado una señora. En silencio, caminando despacio, he cruzado el lateral del claustro hasta llegar a ella. Qué pequeña. Y qué extraña. La he mirado y remirado. Me he sentado en uno de los pupitres de los niños, y en la silla del profesor, donde tú te sentabas. En la vitrina, he visto los cuadernos de notas, tu firma. Y he leído todos los poemas que han puesto en las paredes. Todos. Después, me he acercado a la ventana y a través de sus cristales he mirado a la calle, como tú harías tantas veces, tantas tardes de invierno, tardes de frio y de lluvia. Por un instante, me imaginado que yo era tú, que mi tristeza era la tuya. Después, me he ido, también poco a poco, en silencio, sintiendo resonar en el claustro el leve eco de mis pasos.
Cuando bajaba por la calle, hacia el Collado, se me ocurrió subir al cementerio a ver la tumba de Leonor, tu Leonor. La cuesta es muy pendiente y me he tenido que parar varias veces a recuperar el aliento. Cuando llegué arriba, lo primero que vi fue el olmo viejo. Estaba vallado y tenía la hendidura del rayo sellada. En una placa de metal habían grabado el poema. Lo leí. Cómo no leerlo. Después, busqué la puerta del cementerio. Nada más entrar, hay una pequeña chapa de hierro con el nombre de “Leonor” y una flecha blanca que indica por dónde hay que ir para encontrar su tumba. Siguiendo la flecha, di con ella. En la piedra, cincelado, se lee el nombre “Leonor Izquierdo”, y justo debajo “Antonio”. La piedra ya está vieja, gastada por el tiempo. En algunas partes se ha vuelto verdosa. Tenía flores. No, no eran los primeros lirios ni las primeras rosas de las huertas que tú le pediste a tu amigo Palacio que le llevara aquella primavera. Eran flores artificiales, de plástico, aunque amarillas, como los lirios del río, y rojas, como algunas rosas. Pero eso qué importa, qué más da. No obstante, como vi que no había nadie, cogí de otra tumba algunas rosas blancas, ya un poco ajadas, pero aún hermosas, y las coloqué sobre la piedra, con cuidado de no ocultar su nombre ni el tuyo. Iba ya a irme, cuando me di cuenta de que mis pies estaban sobre una chapa de bronce que también tenía grabado otro de tus poemas, quizá el más triste, ese de la noche de verano, de la muerte que vino, del hilo que se rompió.
En este momento, cuando apenas hace nada que he regresado del cementerio, estoy pensando que la primavera que viene, si aún estoy en esta ciudad, un día, una tarde azul, subiré al Espino con un ramo de lirios y rosas, recién cortado, fresco, y se lo pondré a Leonor, tu niña esposa.






