Mercedes Unzeta Gullón
Sábado, 02 de Marzo de 2019

La reina Calafia empieza a recuperar su reino

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Nos han asignado el mes de Marzo para que nos hagamos oír, para oírnos y quizás para que el resto de los meses les dejemos tranquilos. Habla Ella. ‘Les’ son los otros, Ellos.

 

Bueno, las mujeres ya han abierto la espita de su afonía. La intimidación ha dado muy buenos resultados al elemento masculino durante algunos milenios, pero parece que la tranquilidad de su señorío está llegando a su fin.

 

Como todo en la vida se mueve por ciclos quizás nos encontramos en camino de llegar a cerrar el ciclo de la autoridad masculina y estemos abriendo el tiempo del dominio femenino. Y este pensamiento me lleva a recordar una fantástica historia que escribió Blasco Ibañez sobre la leyenda de la reina de Calafia. Una reina que reinaba en un reino habitado tan sólo por mujeres.

 

El reino de la reina Calafia se llamaba California y era una isla rica en oros y piedras preciosas  “poblada únicamente por mujeres algo negras y que no toleraban la existencia entre ellas de ningún varón, siendo su estilo de vivir semejante al de las antiguas amazonas. Tenían valientes cuerpos, grandes fuerzas y firmes y ardorosos corazones”.

 

La reina Calafia era “muy grande de cuerpo, muy hermosa, menos oscura de color que sus amazonas, de floreciente edad, valerosa en sus esfuerzos y ardides y pronta a realizar sus altos pensamientos.”

 

En la isla idílica no había otro metal que el oro. Sus armas, sus cabalgaduras y todos sus utensilios estaban fabricados en oro y sus costas eran “interminables criaderos de perlas”.

 

Tenían una importante flota. Salían en sus barcos a hacer incursiones a otras tierras y se llevaban prisioneros a los hombres para utilizarlos como sementales. “Cuando a consecuencia de estos raptos de hombres las valientes californianas conocían la maternidad, si tenían hija la guardaban, y si varón, inmediatamente era muerto. De este modo no aumentaba en su país el número de los hombres, y estos eran tan pocos mientras llegaba el momento de su muerte, que las amazonas no podían temer la preponderancia dominadora del sexo contrario.”

 

A estas bellas, valientes, atractivas y poderosas mujeres les dio un día por conocer mundo y salieron de su maravillosa isla en tropel a luchar contra los turcos. Llegaron a Constantinopla,  y allí, entre lucha y lucha, sucedió algo imprevisto y absolutamente fuera de las previsiones de la heroica reina Calafia. Y es que, ésta gineceica monarca, de pronto, en el primer golpe de vista, se enamoró perdidamente (nos pasa a veces) del apuesto príncipe turco y, para su perdición (lo que la inteligente reina, cegada por el amor, no supo ni pudo predecir, y ni en su perturbación emocional se acordó del mordisco de la manzana) se rindió a todos y cada uno de sus apuestos encantos. Y, en el impulso natural de su cultura femenil, en seguida ansió que el Caballero Serpentino le hiciera hijos eternamente, pero desechando practicar la segunda parte del refinado rito ancestral de la singular liturgia de su civilización, es decir, sin utilizar al apolíneo mortal como suculenta comida postcoital de los grifos, sus fantásticas aves.

 

La “gran señora de tierras y gentes, con una abundancia de oro y piedras preciosas en su ínsula como no podía encontrarse en el resto del mundo”, la reina Calafia, abandonó inmediatamente la idea de volver a sus dorados y adorados dominios, por mor del amor. Ella, tan orgullosa y dominadora, acabó sometiéndose a  algo tan inmaterial y subjetivo como el enamoramiento  y  se entregó, ofuscadamente (también nos suele pasar), a la espera de que el amor de su amor se enamorara de ella. Pero el Caballero Serpentino, a pesar de los múltiples encantos de la reina extranjera, tenía su sentimiento puesto en otra doncella de su país. La  despreciada reina Calafia decidió aferrarse a un hilo de esperanza y se quedó viviendo en las tierras extrañas de su anhelado príncipe esclava de su propia pasión, y así perdió el reino, las riquezas y la libertad.

 

El resto de las súbditas hicieron lo propio, como su reina. Y así sucedió  que un delirio amoroso provocó la gran rendición y desaparición del reino de las mujeres libres, alegres y valientes de la isla California. Y las independientes mujeres californianas iniciaron el ciclo del sometimiento a la masculinidad. Perdieron su fuerza y su libertad. Y todo por el sufrimiento del querer.

 

Ahora parece que ha empezado el ciclo de cierre de bucle desde el reino de California. Las mujeres de hoy han decidido salir de la resignación a la que por amor y entrega se sometieron las mujeres californianas y recobrar sus antiguas costumbres de ‘comerse a los hombres’ (hoy en día en sentido figurado, claro).

 

Desencantadas de lo que supone enamorarse de un hombre. Hartas de que por el hecho de tener un gran corazón, y un gran amor que dar, ellos supongan que es lo único a lo que ellas tienen que dedicarse, desconociendo u olvidando que aquellas californianas vivían felices en su país teniéndolos a ellos como elementos útiles tan sólo para la procreación y como suculento manjar para grandes aves. La mujer está tomando nuevamente sus armas. Han empezado a  desviar su amor hacia otros intereses, procreando con nuevos métodos  y saliendo de los sometimientos con nuevas y potentes energías. Hay… como no se espabilen estos hombres… pasaran hambre…

 

¡Vuelve el tiempo de la reina Calafia y de su reino de California!

 

O témpora, o mores

 

PD - Esta leyenda que recoge Blasco Ibañez, sale de un libro de caballerías del S.XV llamado Las Sergas de Esplandián, que tuvo gran éxito en su tiempo con numerosas ediciones y traducciones, escrita por el regidor de Medina del Campo Garci Rodriguez de Montalvo. Los españoles al llegar al Oeste de las Nuevas Indias conquistadas, encontraron lo que creían que era una isla (la baja California) y le pusieron el nombre de California en homenaje la isla del reino de Calafia del famoso libro de caballerías.

 

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