Eloy Rubio
Miércoles, 17 de Abril de 2019

Bailando el paso bajo la lluvia, en honor de los asistentes

No pudo salir la procesión de la Santa Cena, a causa de la lluvia inminente, como luego fue. Los porteadores cumplieron, no obstante, con los asistentes y cofrades, y sacaron el Cristo, lo bailaron un 'ratito', mientras sonaban himnos y lo elevaron a pulso, para con el Himno Nacional devolverlo a su lugar. Los paraguas se abrían y cerraban cada poco debido al continuo chispeo.
Un rato antes se bendijeron los panes que repartieron los miembros de la Hermandad de la Santa Cena.

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'El Primer Gran Domingo'  (Antonio Ojanguren Areces. Fragmento del Pregón de la Semana Santa del año 1996)

 

 

Amanece; es el principio de La Pascua cristiana. El alma de Jesús sube a la tierra, penetra en el sepul­cro, se une de nuevo con su maltrecho cuerpo, lo reanima, lo reviste de gloria y hermosura. ¡Aleluya! Sale a través de la roca y lo traen a la ciudad, primavera y alegría, desde la Vera Cruz a la Catedral; lo llevan a ver a su Madre, la Virgen del Amor Hermoso; a dar la paz a sus once apóstoles- Desde el Jueves último que no se veían, desde la procesión de la Santa Cena, que Astorga celebra canónicamente el miércoles, a las diez y media de la noche. En San Bartolomé está la Cofradía del Gremio de Hostelería, de rojo y blanco. Antes de formarse, posan, disfrazados de romanos, siete astorganos de toda la vida, con corazas relucientes, recién estrenadas y rostros de extras fílmicos, delante del paso de “El beso de Judas”, que parece hablar al Señor y Este lo escucha, niño y ebúrneo, como recibiendo un secreto en vez del beso traidor.

 

-Amigo ¿a qué has venido?- oye detrás el soldado que le observa con la soga preparada. Un amigo que entrega al Hijo del Hombre y que tiene en su mano izquierda la bolsa con que lo vendió, al precio pavoroso de un esclavo muerto. Desde enton­ces, todos los que reciben y esconden el dinero del negocio ilíci­to, del robo instituido, de la malversación, todos esos renuevan el espantoso contrato de Judas, entregan su alma, entregan a Dios y reciben algo de aquellas treinta monedas malditas.

 

 

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Es una procesión impresionante e importante. Delante los paparrones, de capa pesada y roja con el cáliz impreso, a caballo con gualdrapas blancas y ojos de asombro y cristal nocturno, con el verdugo calado y delineado como chimeneas de Gaudí. La banda llorando por la traición; los cornetas, altos como soporta­les, acompañan la oración en el Huerto de Getsemaní, uno de los lugares más santos de la tierra, testigo mudo de la Pasión espiritual de Jesús. “Mi alma está triste hasta la muerte”, le dice al Angel respaldado por un fresno, que conforta a Jesús, mien­tras los tres discípulos duermen incapaces de seguir la agonía del Maestro. “Factus in agonía...”. ¡Padre, aparta de mí este cáliz, si quieres! Y Jesús suda sangre, que empaña su vestido y su faz, ante la terrible crisis moral.

 

 

Detrás, el paso de La Cena; es El Cenáculo. Todo está sobre la mesa para celebrar la Pascua (del arameo phase), el paso del Ángel del Señor por la casa de los opresores egipcios para poner al pueblo de Israel en libertad, reducido a la esclavitud por los faraones. De nada se olvidan Pedro y Juan. Desde niños habían vivido estos preparativos: el cordero asado, el vino en el jarro, el agua caliente; la salsa roja, haroset, hecha con manzanas, higos, limones cocidos en vinagre y condimentada con canela: recorda­ba, con su color de ladrillo, la arcilla con la que trabajaban en la esclavitud. Y, sobre todo, una sola copa de la que todos han de beber. Les lava los pies y les da de comer a los once que quedan, agrupados y asombrados como andan. ¡Tomad y bebed! ¡Tomad y comed!, les dice partiendo el pan con las manos honradas de carpintero, manos limpias de sacerdote. Parte el cordero, entona el Hallel, el canto de acción de gracias y asisten -asistimos en el estrechamiento familiar de las dos plazas- a la primera Consa­gración, al grandioso misterio de la Comunión.

 

 

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Lanza del Vasto. Fragmento de Judas. ( Capítulo CXXIV. Pags151-154)

 

Los nuevos amigos no habían pedido gran cosa a Judas.

 

Solamente que les indicara dónde pasarían la noche Jesús y los suyos; aquello no era ni siquiera un secreto; también ayer y antes de ayer había pasado la noche en el Lagar del Huerto de los Olivos.

 

Indicar a los guardias quién era Jesús para evitar a sus compañeros que los detuvieran y molestaran: aquello tampoco era un secreto, puesto que todos los días Jesús enseñaba en el templo y era conocido por todo el pueblo.

 

Caifás, en cambio, le había confiado cosas mucho más secretas, le había hablado libremente y sin horror de las imáge­nes talladas en la piedra tal como las osaban los gentiles, y casi con ternura de las formas de una mujer en cuclillas con la cual representan a la diosa del amor.

 

Anás se le había acercado con discreción y le había entregado una bolsa diciendo: —Tuya es—. Judas vaciló en aceptarla porque temía perder la estima de sus nuevos amigos, pero temía por otra parte ofenderlos rechazando el don.

 

Entonces rechazó, pero poco, a media voz, mientras cerraba la mano sobre el don.

 

 

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Y después de reflexionar, se alegró de haberlo aceptado, pues de otro modo quedaría al fin sin recursos. En efecto, pensaba entregar todo a sus compañeros, todo, hasta el último as, y todo lo que restaba del fondo de emergencia, todo, para quedar perfectamente en regla y fuera de toda sospecha; y usar sólo aquello que según el sacerdote mismo podía consi­derar suyo. Lo necesitaría: Carioth no estaba lejos, sin duda, pero no podía regresar a Carioth sin ropa adecuada. La casa habría caído seguramente en manos de viejos servidores quie­nes tendrían la ventaja de no reconocerlo en su indumento de peregrino y lo echarían como se hace con los mendigos; mien­tras que si el amo vuelve a su casa vestido como un amo, se hace reconocer en seguida por la calidad de su puntapié.

 

Judas veía su camino trazado. Le satisfacía pensar que aho­ra cesaba toda mentira, todo compromiso; que en adelante no debería fingirse como no era, como ningún hombre puede ser. El personaje que adoptaba era su propia persona. “Por fin me he convertido en lo que soy”, pensaba Judas.

 

Todos sus actos, todas sus palabras habían adquirido una seguridad extraña, como si un largo ejercicio le hubiera servido de introducción, como si rememorara cosas sabidas desde siempre. Y marchaba satisfecho de la soltura con la que todo se desenvolvía, de la facilidad que a ello aportaban los impre­visibles azares, y de la certeza del desenlace.

 

Gracias a esta rebelión, Judas había conquistado la libertad que merecía. Había llegado a ser amo de su alma. Cualquier cosa que dijera o hiciese otro amo, ya no le importaba. A Judas le maravillaba sentir hasta qué punto no sentía nada. El Maes­tro podía seguir mirándolo como si no lo viera. Judas ya no tenía motivo de queja. Si recibiera ahora esa mirada durante tantos meses deseada, no sabría qué hacer con ella. Hasta se sentiría incómodo.

 

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Le agradaba observar que había roto en sí todos los en­cantamientos del Gran Seductor. En adelante lo conocía cabal­mente. ¿Qué es para mí alguien a quien conozco cabalmente, alguien a quien he agotado, a quien ya no le queda nada que pueda sorprenderme, un fantoche cuyos hilos he manejado? Judas miraba con cierta conmiseración al Gran Seductor a quien había vencido.

 

Y sin embargo éste nunca había hablado a los suyos como aquel día de los Ázimos, diciendo: —Ya no os llamo servidores sino amigos. Y quien ama a sus amigos muere por sus amigos, y yo os amo—. Judas prestó oídos un momento porque Jesús decía que iba a cominearles el último secreto en palabras des­cubiertas; pero dijo al fin que él estaba en el Padre y el Padre en él, y él en ellos, y nada más. Y Judas lanzó un suspiro de alivio, pues si hubiese revelado un verdadero secreto, no hu­biera sabido qué hacer.

 

Antes de la cena, Jesús había querido lavar los pies a toda la compañía. Y Judas volvía a pensar en las palabras de Caifás sobre aquel pueblo de patanes que nada entienden de las ele­gancias del espíritu. Hágase lo que se quiera, pero que nadie se deje llevar por gestos vulgares, por formas triviales y ridícu­las. En el momento en que Pedro soltó la frase de que quería que le lavaran además la cabeza y todo el resto, Judas pudo aliviarse con una risa breve pero fuerte. No pudo dejar de reír nuevamente cuando el lienzo le cosquilleó la planta de los pies.

 

Por fin la cena comenzó; era tiempo. Judas se sentía con apetito. Sobre la mesa aguardaban el cordero asado, las hier­bas amargas, los panes chatos, la copa de vino.

 

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Jesús partió los panes, dio gracias y dijo: —Tomad y co­med, éste es mi cuerpo—. Vertió vino y dijo: —Tomad y bebed, ésta es mi sangre, que será vertida por muchos para remisión de los pecados.

 

Reinó un gran silencio.

 

Juan, una vez comido el bocado y bebido el trago, inclinó la cabeza como si desfalleciera, y se apoyó en el pecho del Señor.

 

Judas masticaba el pan, diciendo a su corazón: "Yo llamo al pan, pan". Y tal era su hambre que lo encontró bueno, aun que sin sal y sin levadura. Se enjuagó la boca con el vino y chasqueó la lengua.

 

Jesús dijo: —No volveré a beber con vosotros del fruto de la vid hasta que de nuevo beba con vosotros en el Reino de los cielos—. Y por las mejillas pálidas de Juan, de sus párpados bajos, una lágrima descendía dulcemente.

 

Todos callaban, dolientes. Jesús dijo: —Y sin embargo uno de vosotros me traicionará—. Entonces Juan se levantó del pe­cho del Señor como se levanta de su lecho el que habla en sueños, y sin abrir los ojos, dijo: —¿Quién, Señor? ¿Seré yo, quizá?—. Y volvió a caer sobre el pecho del amigo. Y todos se miraron unos a otros, y uno tras otro preguntaron: —¿Seré yo, quizá?

 

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Judas los miraba, y pensaba: "Los sabía estúpidos y viles, pero traidores no; no los creía capaces de ser traidores". Ad­miraba la calma que había sabido guardar en medio de su agitación, y cuán extraños le resultaban ahora todos sus dis­cursos. La única cosa que deploró fue que duraran tanto, mientras el cordero se enfriaba. Hacía rato que codiciaba un trocito tierno y adelantó la mano por ese lado; pero Jesús también adelantó la mano diciendo: —El que meta conmigo la mano en el plato, ése me ha de traicionar—. Y Judas, rápi­damente retiró la mano para que aquellos imbéciles no fueran a imaginarse que se trataba de él. Jesús lo llamó por su nombre y dijo: —Anda, lo que tienes que hacer, hazlo rápido—. Judas concentró toda su memoria, preguntándose qué podía haber olvidado comparar para la comida o para la noche. Pero no encontró ningún motivo de salir. Entonces el Maestro lo miró a la cara, no con aquella mirada tanto tiempo esperada, sino con una mirada que ordenaba impaciente: "Ve, vete".

 

Y Judas que no podía dejar de obedecer, doblando la es­palda se sacudió para salir, abrió la puerta y salió. Afuera era de noche.

 

 

 

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