Los sonidos del silencio de la Virgen de la Soledad
La Virgen de la Soledad centró las miradas en la noche de este Viernes Santo en Astorga, en la procesión organizada por la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de la Soledad. Y lo hizo acompañada de los sonidos del canto de una saeta en la plaza del Palacio de Gaudí y de la Salve que tradicionalmente cantan las monjas de clausura del convento de Sancti Spiritus.
![[Img #43165]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/2647_soledad-048.jpg)
Vicente Ángel Pérez López (Fraagmento del pregón: 'Los sonidos del silencio' de la Semana Santa de Astorga del año 2000)
Así pues, rendido y abrumado este neófito pregonero, la única alternativa que quedaba era volcar el corazón y que fuera lo que Dios quisiera. Con pena, claro, porque uno también fue niño y además de Puerta de Rey, que eso marca, y para bien, pese a que mis padres recibieran el bautismo en esta iglesia en la que ahora nos encontramos. Si tuviera el valor y la literatura de Carro Celada podría responderle que si él tuvo el privilegio de acoger en su casa a huéspedes tan insignes como el Cristo de los Aflijidos o menos insignes como Pílalos, aquí, un servidor, le tocó el culo a Cañinas- culo-ahumao para comprobar en los dedos tiznados lo acertado del apodo; o que cada primavera, recién llegado del exilio estudiantil, la primera visión de mi casa era el manto aterciopelado de la Soledad planchándose al aire bajo los manzanos en flor. Y que cuando buscaba en los armarios el pijama que siempre olvidaba me encontraba la corona de la Soledad o el lienzo auténtico, digo auténtico, más auténtico que la Sábana Santa, de la Verónica. Y si hablamos de carpintería que hablen con Don Basilio, “el de la sierra”, quien hacia horas extras para que sus hijos y una pandilla de vecinos se divirtieran con una Semana Santa alternativa que al menos fue precursora en el sentido de que las mujeres, vecinas y primas, ya tenían derecho a portar las andas de aquellas cuatro tablas coronadas con una sobria cruz. Pero no quiero seguir con aquellos recuerdos de la infancia porque como he dicho anteriormente otros se me han adelantado con mayor ingenio y literatura. Además, como acabo de comentar, uno es de Puerta de Rey y cada cual vive la Semana Santa desde su particular prisma, que en mi caso está condicionado por el filtro de mi querido barrio.
![[Img #43159]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/84_soledad-007.jpg)
![[Img #43160]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/6632_soledad-011.jpg)
![[Img #43161]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/7624_soledad-010.jpg)
Anthony Burguess. (Fragmento de 'Jesucristo y el juego del amor'. Pags 335-337)
—Me llamo José —dijo el hombre—. Un nombre que no te es desconocido, querida señora. Que Dios te bendiga. Mi familia proviene de Arimatea, pero siempre hemos deseado que nos enterraran en la Ciudad Santa. Y en un gran sepulcro. Está a tu disposición. Tristes circunstancias. Ah, pero no debemos llorar, no. Hay que hacer lo que es preciso hacer. Es una tumba sólida, muy espaciosa, cavada en la roca. Debemos buscar una carreta o unas angarillas para llevarlo. Yo suministraré velas, aceites y ungüentos. Será embalsamado como corresponde a...
—Tengo aquí los ungüentos —dijo María de Magdala mostrando su cofrecillo—. Empleé parte de él para...
—¿También tú perteneces a su familia? —preguntó José de Arimatea.
—Soy una mujer —respondió María con altivez— cuyo oficio consistía en vender su cuerpo. Y compré este precioso ungüento con el dinero ahorrado en la práctica de ese oficio. ¿Eso te ofende?
—Estoy seguro —dijo José con una breve risa— de que no le ofendió a él.
![[Img #43162]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/7838_soledad-027.jpg)
![[Img #43164]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/3100_soledad-086.jpg)
![[Img #43163]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/3221_soledad-025.jpg)
![[Img #43166]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/5181_soledad-022.jpg)
La lluvia se había detenido y la tierra y la hierba tenían un aroma delicioso, aun en el Lugar de la Calavera. El cielo del atardecer era azul, pero grandes nubes blancas bogaban a través de él. Los cuerpos torturados, desgarrados, eran una terrible incongruencia en ese ambiente. No costó demasiado esfuerzo bajar a los compañeros de muerte de Jesús, aunque siempre era algo difícil arrancar el clavo que atravesaba los pies. El recurso de abrir aún más la herida con un cuchillo para extraer más cómodamente el clavo se consideraba una cobarde chapucería. Patriotas deshechos en llanto y mujeres del pueblo se llevaron esos dos míseros cuerpos. Descender a Jesús de su cruz llevó mucho más tiempo y algunos representantes de la fe ortodoxa temieron que la tarea no habría de terminar antes de la puesta de sol. La fuerza con que Jesús había intentado desprenderse de la cruz permitió separar las manos del travesaño con bastante facilidad. Fue operación harto más ardua mantener el cuerpo derecho para quienes al mismo tiempo debían asirse de la escala y hasta de una gruesa cuerda. Arrancar el clavo de los pies significó el esfuerzo sucesivo de tres hombres que se desplomaron de cansancio, y la rotura de dos tenazas. María la madre de Jesús apartó la mirada mientras los hombres se entregaban a esa penosa labor sudando y maldiciendo, pero lanzó un grito al oír el ruido del cuerpo cuando cayó a tierra. Sostener ese cuerpo durante el descenso, sin ayuda de andamios ni poleas y a pesar de los músculos de Santiago el Pequeño (los romanos empezaban a respetar a pesar de sí mismos a esos judíos fornidos) se convirtió en un problema insoluble. Y tanto Santiago como Juan admitieron que no era una falta de respeto permitir que esa gran masa de huesos y carne muerta, barnizada de sangre seca, se precipitara al suelo. Después debieron transportar el cadáver en unas angarillas hasta el pie de la colina, donde una carreta de bueyes suministrada por José de Arimatea esperaba para llevarlo al lugar de descanso de su familia.
Ante la tumba cavada en la roca, los dos discípulos y las mujeres vieron con sorpresa que tres sacerdotes estaban esperándolos. Había también una división de la infantería romana, bajo las órdenes de un joven oficial y de un suboficial menos joven, que parecían a disposición de quienes acudían a sepultar el cuerpo. Aunque José de Arimatea había desaparecido prudentemente no bien azotaron a los bueyes para ponerlos en marcha, envió a un sirviente con vendas y aceites.
![[Img #43167]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/2143_soledad-096.jpg)
![[Img #43168]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/171_soledad-112.jpg)
El cuerpo vendado y fragante ya podía sepultarse, pero la roca que servía de puerta a la tumba era inmensa y los soldados gruñeron que no les correspondía la obligación de ayudar a desplazarla. Pero Zerah, que desde luego era uno de los sacerdotes presentes, les pagó de su propia bólsa y la roca monstruosa fue movida entre sudores e improperios. El cuerpo de Jesús entró en la tumba y la roca volvió a su posición anterior con más sudores y los mismos improperios.
![[Img #43165]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/2647_soledad-048.jpg)
Vicente Ángel Pérez López (Fraagmento del pregón: 'Los sonidos del silencio' de la Semana Santa de Astorga del año 2000)
Así pues, rendido y abrumado este neófito pregonero, la única alternativa que quedaba era volcar el corazón y que fuera lo que Dios quisiera. Con pena, claro, porque uno también fue niño y además de Puerta de Rey, que eso marca, y para bien, pese a que mis padres recibieran el bautismo en esta iglesia en la que ahora nos encontramos. Si tuviera el valor y la literatura de Carro Celada podría responderle que si él tuvo el privilegio de acoger en su casa a huéspedes tan insignes como el Cristo de los Aflijidos o menos insignes como Pílalos, aquí, un servidor, le tocó el culo a Cañinas- culo-ahumao para comprobar en los dedos tiznados lo acertado del apodo; o que cada primavera, recién llegado del exilio estudiantil, la primera visión de mi casa era el manto aterciopelado de la Soledad planchándose al aire bajo los manzanos en flor. Y que cuando buscaba en los armarios el pijama que siempre olvidaba me encontraba la corona de la Soledad o el lienzo auténtico, digo auténtico, más auténtico que la Sábana Santa, de la Verónica. Y si hablamos de carpintería que hablen con Don Basilio, “el de la sierra”, quien hacia horas extras para que sus hijos y una pandilla de vecinos se divirtieran con una Semana Santa alternativa que al menos fue precursora en el sentido de que las mujeres, vecinas y primas, ya tenían derecho a portar las andas de aquellas cuatro tablas coronadas con una sobria cruz. Pero no quiero seguir con aquellos recuerdos de la infancia porque como he dicho anteriormente otros se me han adelantado con mayor ingenio y literatura. Además, como acabo de comentar, uno es de Puerta de Rey y cada cual vive la Semana Santa desde su particular prisma, que en mi caso está condicionado por el filtro de mi querido barrio.
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![[Img #43160]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2019/6632_soledad-011.jpg)
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Anthony Burguess. (Fragmento de 'Jesucristo y el juego del amor'. Pags 335-337)
—Me llamo José —dijo el hombre—. Un nombre que no te es desconocido, querida señora. Que Dios te bendiga. Mi familia proviene de Arimatea, pero siempre hemos deseado que nos enterraran en la Ciudad Santa. Y en un gran sepulcro. Está a tu disposición. Tristes circunstancias. Ah, pero no debemos llorar, no. Hay que hacer lo que es preciso hacer. Es una tumba sólida, muy espaciosa, cavada en la roca. Debemos buscar una carreta o unas angarillas para llevarlo. Yo suministraré velas, aceites y ungüentos. Será embalsamado como corresponde a...
—Tengo aquí los ungüentos —dijo María de Magdala mostrando su cofrecillo—. Empleé parte de él para...
—¿También tú perteneces a su familia? —preguntó José de Arimatea.
—Soy una mujer —respondió María con altivez— cuyo oficio consistía en vender su cuerpo. Y compré este precioso ungüento con el dinero ahorrado en la práctica de ese oficio. ¿Eso te ofende?
—Estoy seguro —dijo José con una breve risa— de que no le ofendió a él.
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La lluvia se había detenido y la tierra y la hierba tenían un aroma delicioso, aun en el Lugar de la Calavera. El cielo del atardecer era azul, pero grandes nubes blancas bogaban a través de él. Los cuerpos torturados, desgarrados, eran una terrible incongruencia en ese ambiente. No costó demasiado esfuerzo bajar a los compañeros de muerte de Jesús, aunque siempre era algo difícil arrancar el clavo que atravesaba los pies. El recurso de abrir aún más la herida con un cuchillo para extraer más cómodamente el clavo se consideraba una cobarde chapucería. Patriotas deshechos en llanto y mujeres del pueblo se llevaron esos dos míseros cuerpos. Descender a Jesús de su cruz llevó mucho más tiempo y algunos representantes de la fe ortodoxa temieron que la tarea no habría de terminar antes de la puesta de sol. La fuerza con que Jesús había intentado desprenderse de la cruz permitió separar las manos del travesaño con bastante facilidad. Fue operación harto más ardua mantener el cuerpo derecho para quienes al mismo tiempo debían asirse de la escala y hasta de una gruesa cuerda. Arrancar el clavo de los pies significó el esfuerzo sucesivo de tres hombres que se desplomaron de cansancio, y la rotura de dos tenazas. María la madre de Jesús apartó la mirada mientras los hombres se entregaban a esa penosa labor sudando y maldiciendo, pero lanzó un grito al oír el ruido del cuerpo cuando cayó a tierra. Sostener ese cuerpo durante el descenso, sin ayuda de andamios ni poleas y a pesar de los músculos de Santiago el Pequeño (los romanos empezaban a respetar a pesar de sí mismos a esos judíos fornidos) se convirtió en un problema insoluble. Y tanto Santiago como Juan admitieron que no era una falta de respeto permitir que esa gran masa de huesos y carne muerta, barnizada de sangre seca, se precipitara al suelo. Después debieron transportar el cadáver en unas angarillas hasta el pie de la colina, donde una carreta de bueyes suministrada por José de Arimatea esperaba para llevarlo al lugar de descanso de su familia.
Ante la tumba cavada en la roca, los dos discípulos y las mujeres vieron con sorpresa que tres sacerdotes estaban esperándolos. Había también una división de la infantería romana, bajo las órdenes de un joven oficial y de un suboficial menos joven, que parecían a disposición de quienes acudían a sepultar el cuerpo. Aunque José de Arimatea había desaparecido prudentemente no bien azotaron a los bueyes para ponerlos en marcha, envió a un sirviente con vendas y aceites.
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El cuerpo vendado y fragante ya podía sepultarse, pero la roca que servía de puerta a la tumba era inmensa y los soldados gruñeron que no les correspondía la obligación de ayudar a desplazarla. Pero Zerah, que desde luego era uno de los sacerdotes presentes, les pagó de su propia bólsa y la roca monstruosa fue movida entre sudores e improperios. El cuerpo de Jesús entró en la tumba y la roca volvió a su posición anterior con más sudores y los mismos improperios.






