Pereira
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Era el curso 1990-91 y, en la lista de lecturas que los profesores llamamos absurdamente obligatorias puse los Cuentos para un lector cómplice, que no hacía mucho acababan de aparecer en la colección Austral. La edición llevaba, además, un prólogo de Ricardo Gullón que era toda una invitación a la lectura de aquel libro de Antonio Pereira, en el que además se incluía uno de sus relatos más divertidos, Las peras de Dios, extraordinariamente cinematografiado por Martín Sarmiento en El Filandón. La semana que tocaba explicar los Cuentos me pareció que lo mejor –abusando de su amistad y generosidad– era llamar a Antonio, invitándole a pasarse por mi clase a departir con los estudiantes; aceptó encantado. El encuentro del maestro con mis alumnos fue todo un éxito. Cuando hablaba, Pereira ponía en práctica las cualidades que adornan al buen contador de historias. Primero, la virtud de la palabra precisa, matemática. Como Jorge Guillén, era más de sustantivos que de adjetivos y no digamos de adverbios. Después el fraseo, ágil y fluido, sin mancha alguna de esos anacolutos y titubeos que caracterizan a los malos oradores. Finalmente, esa sorna y retranca tan suyas, que nunca caían en lo chocarrero, como si fuese un británico de paso por Villafranca del Bierzo.
Había nacido a la vida literaria como poeta, allá cuando Espadaña, y, a ejemplo de su tocayo Machado, en su canto había mucho cuento. Aunque nunca abandonó del todo el verso, en la cosa lírica los otros dos Antonios con los que conformaba el ilustre trío leonés–Gamoneda y Colinas– acabaron ganándole la partida. Tentó también la novela, pero ni críticos ni lectores le hicieron mucho caso, y terminó también dejándola. Eso de llenar páginas y páginas, dilatando nimiedades y estirando peripecias muchas veces intrascendentes, no iba con él. Y es que, a pesar de pertenecer a la misma familia, el cuento y la novela no suelen llevarse bien. Y así no es extraño ver a grandes novelistas fracasando como cuentistas (tal vez porque consideran equivocadamente el cuento como el hermano menor), y también lo contrario, hasta el punto de que no son pocos los escritores que solo escriben cuentos y nada más que cuentos: Chéjov o Borges como ejemplos cimeros.
En el cuento encontró Pereira la horma de su personalidad austera y templada. Dentro de sus límites ?desde la casi nouvelle que es El ingeniero Balboa hasta los microrrelatos que conforman Picassos en el desván? pudo poner en práctica su ascetismo retórico. Y así fue haciendo su magisterio y procurándose algún reconocimiento ?no muchos, por desgracia? en aquellos años en que, tras el cansancio de los experimentalismos y las narraciones estructuralistas, los lectores recuperaban el gusto por “el olvidado arte de contar”, que Gullón dijera a propósito de García Márquez.
En 1998 reunió una gran parte de sus cuentos en un volumen al que tituló Me gusta contar. Tuve el honor de presentárselo en El Corte Inglés de Madrid, en el Aula de Cultura que entonces dirigía Ramón Pernas. A las primeras de cambio el título del libro no me convenció mucho, máxime teniendo en cuenta que Antonio cristianaba muy bien sus libros: El síndrome de Estocolmo, Relatos de andar el mundo, Las ciudades de Poniente, Cuentos de la Cábila… En seguida me di cuenta, sin embargo, de que en aquel título aparentemente simplón se apretaba toda la filosofía narrativa de Pereira, acaso también la de su propia vida. Y me acordé de esa frase que tantas veces pronuncian los personajes del Quijote cuando algún otro se les ofrece para contarles la historia de su vida: –Que me place, dicen; o sea, que es de mi gusto… De otro modo dicho: “si a ti te gusta contar, a mí me gusta también que me cuenten algo”. En ese territorio de la oralidad, el propio de la infancia, nació el cuento y, aun en sus mayores realizaciones literarias, ese origen permanece como marca distintiva. “La experiencia me ha enseñado –escribía Pereira al frente de sus Relatos sin fronteras– que, si un cuento funciona en la prueba de la oralidad, puede no ser un mal cuento”.
A los diez años de su muerte, el pasado 24 de abril tuvo lugar en el Auditorio de León un homenaje en su memoria. Alfonso García introdujo la ceremonia. María José Cordero y Amancio Prada pusieron música a sus versos. Juan Carlos Mestre prestó su voz al maestro en medio de una performance circense que alejaba los lutos para cantar el mensaje alegre y optimista que transmiten sus cuentos. Faltó a la cita, por enfermedad, Úrsula, su esposa, su compañera, a la que dedicó cuanto escribió.
Era el curso 1990-91 y, en la lista de lecturas que los profesores llamamos absurdamente obligatorias puse los Cuentos para un lector cómplice, que no hacía mucho acababan de aparecer en la colección Austral. La edición llevaba, además, un prólogo de Ricardo Gullón que era toda una invitación a la lectura de aquel libro de Antonio Pereira, en el que además se incluía uno de sus relatos más divertidos, Las peras de Dios, extraordinariamente cinematografiado por Martín Sarmiento en El Filandón. La semana que tocaba explicar los Cuentos me pareció que lo mejor –abusando de su amistad y generosidad– era llamar a Antonio, invitándole a pasarse por mi clase a departir con los estudiantes; aceptó encantado. El encuentro del maestro con mis alumnos fue todo un éxito. Cuando hablaba, Pereira ponía en práctica las cualidades que adornan al buen contador de historias. Primero, la virtud de la palabra precisa, matemática. Como Jorge Guillén, era más de sustantivos que de adjetivos y no digamos de adverbios. Después el fraseo, ágil y fluido, sin mancha alguna de esos anacolutos y titubeos que caracterizan a los malos oradores. Finalmente, esa sorna y retranca tan suyas, que nunca caían en lo chocarrero, como si fuese un británico de paso por Villafranca del Bierzo.
Había nacido a la vida literaria como poeta, allá cuando Espadaña, y, a ejemplo de su tocayo Machado, en su canto había mucho cuento. Aunque nunca abandonó del todo el verso, en la cosa lírica los otros dos Antonios con los que conformaba el ilustre trío leonés–Gamoneda y Colinas– acabaron ganándole la partida. Tentó también la novela, pero ni críticos ni lectores le hicieron mucho caso, y terminó también dejándola. Eso de llenar páginas y páginas, dilatando nimiedades y estirando peripecias muchas veces intrascendentes, no iba con él. Y es que, a pesar de pertenecer a la misma familia, el cuento y la novela no suelen llevarse bien. Y así no es extraño ver a grandes novelistas fracasando como cuentistas (tal vez porque consideran equivocadamente el cuento como el hermano menor), y también lo contrario, hasta el punto de que no son pocos los escritores que solo escriben cuentos y nada más que cuentos: Chéjov o Borges como ejemplos cimeros.
En el cuento encontró Pereira la horma de su personalidad austera y templada. Dentro de sus límites ?desde la casi nouvelle que es El ingeniero Balboa hasta los microrrelatos que conforman Picassos en el desván? pudo poner en práctica su ascetismo retórico. Y así fue haciendo su magisterio y procurándose algún reconocimiento ?no muchos, por desgracia? en aquellos años en que, tras el cansancio de los experimentalismos y las narraciones estructuralistas, los lectores recuperaban el gusto por “el olvidado arte de contar”, que Gullón dijera a propósito de García Márquez.
En 1998 reunió una gran parte de sus cuentos en un volumen al que tituló Me gusta contar. Tuve el honor de presentárselo en El Corte Inglés de Madrid, en el Aula de Cultura que entonces dirigía Ramón Pernas. A las primeras de cambio el título del libro no me convenció mucho, máxime teniendo en cuenta que Antonio cristianaba muy bien sus libros: El síndrome de Estocolmo, Relatos de andar el mundo, Las ciudades de Poniente, Cuentos de la Cábila… En seguida me di cuenta, sin embargo, de que en aquel título aparentemente simplón se apretaba toda la filosofía narrativa de Pereira, acaso también la de su propia vida. Y me acordé de esa frase que tantas veces pronuncian los personajes del Quijote cuando algún otro se les ofrece para contarles la historia de su vida: –Que me place, dicen; o sea, que es de mi gusto… De otro modo dicho: “si a ti te gusta contar, a mí me gusta también que me cuenten algo”. En ese territorio de la oralidad, el propio de la infancia, nació el cuento y, aun en sus mayores realizaciones literarias, ese origen permanece como marca distintiva. “La experiencia me ha enseñado –escribía Pereira al frente de sus Relatos sin fronteras– que, si un cuento funciona en la prueba de la oralidad, puede no ser un mal cuento”.
A los diez años de su muerte, el pasado 24 de abril tuvo lugar en el Auditorio de León un homenaje en su memoria. Alfonso García introdujo la ceremonia. María José Cordero y Amancio Prada pusieron música a sus versos. Juan Carlos Mestre prestó su voz al maestro en medio de una performance circense que alejaba los lutos para cantar el mensaje alegre y optimista que transmiten sus cuentos. Faltó a la cita, por enfermedad, Úrsula, su esposa, su compañera, a la que dedicó cuanto escribió.