Juan Antonio Cordero Alonso
Viernes, 19 de Julio de 2019

La playa era una fiesta

 

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Mientras espero sin demasiado entusiasmo los 65, y cuando ya los sueños cuentan menos que las realidades y los viajes menos que las artritis, suelo madrugar bastante y empiezo a hacer mis deberes, más cotidianos que sagrados. Voy a una especie de contrafuerte del paseo cercano al chiringuito El Pirata, de Comarruga, y hago mis ejercicios que son ocho tandas de secuencias de veinte movimientos para intentar seguir pareciéndome al que algún día fui.

 

La playa cobra vida propia los fines de semana de julio y agosto y modela comportamientos que conjugan estío, descanso y ocio, con otros menos lúdicos como acceso, aparcamiento, aglomeraciones e incomodidad. Así es la playa, así somos nosotros y así es hoy, un día de tantos durante el verano.

 

Incluso en este tiempo, pasear por la playa entre las 7 y la 8 A.M., es una cosa rara. Unos ‘frikis’ y yo, que, como los reos tengo el derecho de no declarar en mi contra, andamos, corremos, pasean al perro, que ahora goza de derechos casi humanos en casi todos los sitios, etc.

 

Voy paseando por la playa mientras lentas, leves y suaves olas me lamen los pies, hoy aún no cansados. El sol, aún bajo pero ascendiendo rápido hasta sus doce, queda reflejado en la línea juguetona y cambiante del agua que va y viene y me cuesta mirar y ver porque los dioses no admiten que le aguantes la mirada ni que los trates de tú a tú.

 

Un corto paseo matutino por la arena y un baño cuando aun estás solo o casi, permite saborear el comienzo del día con sus variantes estacionales y vacacionales añadidas.

 

Aquí una pareja de adultos de buen ver, mejor el ver de ella que el ver de él, bañándose desnudos no lejos de la orilla tocándose con sus ojos, cruzándose miradas cortas, intensas y encriptadas que ocultan una historia pero descubren una complicidad que solo ellos comparten.

 

Un poco más allá una señora, ya no treintañera, en perfecta postura de loto, intenta fundirse con el día en su saludo al sol, cosa que segura y momentáneamente consigue. Ha dejado atrás una buena tanda de ejercicios que le permiten exhibir un cuerpo que parece, desde una distancia razonable, atlético y como de goma, que no tiene huesos. Como el de Platero, vamos.

 

Me encuentro otra pareja de enamorados, muy jóvenes, poco después, que va alternando los baños de sol con los de agua y amor... mientras la playa comienza a recibir a sus pobladores más numerosos y habituales que se van aposentado ajustados a un pormenorizado protocolo.

 

Después de los ‘frikis’, comienza a aparecer gente mayor que también duerme poco. Son los adelantados que van provistos de la intendencia necesaria para resistir, como sea, un día de sol intenso y mar: hamacas, tumbonas, incluso neveras, que cogen sitio para los que faltan por el conocido procedimiento de extender toallas en la arena y colocar sombrillas o parasoles. Lo hacen con la eficiencia que recuerdan los lejanos asentamientos de los romanos en el sometimiento de Europa.



Los hijos, nietos y demás familia de la avanzadilla llegan más tarde, a veces cabreados, después de pelearse un buen rato por un trozo de suelo donde dejar el coche al sol que, al final de la tarde, será utilizado como sauna para rematar el día de playa durante la vuelta a casa.

 

Los más pequeños, que suelen ser los que más disfrutan, juegan con el agua y miran a veces con desdén los doscientos ‘rastrillitos’, palitas y cubos que trajeron los porteadores, y a juzgar por sus miradas los ven nimios e insignificantes frente a esa supermetralleta de agua de los de al lado capaz de expulsar agua a buena presión a mas de 5 o 10 metros, lo último en artillería y balística playera de las tiendas de todo a euro o más que hay en la costa.

Los algo mayores juegan con una pelota, con su tabla de surf, que usan con o sin olas, o tirándose arena entre ellos, diversión de la que, obviamente, también disfrutan los vecinos de las inmediaciones, comprensivos y de buen rollo… hasta que se van poniendo de los nervios al tiempo que comienzan a cambiar el color rojo de su piel caliente por otro indefinido que refleja hartazgo y que no les favorece nada.

 

Algo más entrados en años suelen ser los que juegan a las palas al borde de la arena y que convierten en zona de riesgo el paseo por la orilla. Muchos intentan sincronizar lo lúdico y el deporte y aprovechar para perder algún ‘quilito’. Vana pretensión pero la ilusión mueve montañas ¿o era otra cosa lo que las movía?

 

A las dos de la tarde, cuando el sol más aprieta, la playa ya está a tope y, aparentemente, todo el bacalao está vendido. Esa es la hora de los jetas. Llegan los últimos y se ponen los primeros. No vale de nada discutir con un jeta porque su falta de educación es eficientemente suplida por un argumento que tienen muy trabajado: su derecho a usar libremente el espacio público, así, sin otras consideraciones.

 

Ni que decir tiene que los afectados por los jetas, que ya estaban tocados por los de las palas, por el porteo de cachivaches, por la búsqueda de aparcamiento, por las cuatro horas de sol y por las dos cervezas, comienzan a acusar un cambio que va tornando al verde, color que se consolidará a la hora de la siesta gracias a un grupo de ‘lorailos’ o ‘quillos’, que no sé muy bien la diferencia entre ellos, cercanos con la música a toda pastilla con la que flipan… bueno y con los porros… para que no falte de nada.

 

A las seis de las tarde, algunos ya llevan ocho horas de ocio a sus espaldas quemadas por el sol. Les oigo decir que están machacados. Han hecho mayormente una dieta líquida a base de agua, cerveza y coca-cola, según edades, acompañada por alguna fruta en el caso de los más pequeños, que para eso están creciendo. Ya solo les queda quitarse la sal y la arena en las duchas, trabajo arduo con los menores, y superar largas colas, excepto los jetas... que vuelven a hacer servir el mismo argumento incombustible que ya les sirvió antes.

 

Ya limpitos y secaditos… al coche que está a unos diez minutos y, bajo un sol de rigor, se ha convertido en un horno encendido. Y en dos o tres horitas, si no hay mucha caravana y seguramente antes de que sea de noche, en casa… tras 12 horas de asueto y descanso bien merecido después de una dura semana de trabajo.

 

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