Herederos de los cien mil desaparecidos
En el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica organizó en Ponferrada un homenaje a los más de 114.000 desaparecidos que después de 83 años de un golpe de Estado militar y criminal yacen todavía en las cunetas de este país y, por extensión, un homenaje a los hombres y mujeres que fueron represaliados por el franquismo.
![[Img #45829]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2019/5335_img-20190830-wa0001.jpg)
Soy nieta y biznieta de víctimas y quiero hacer algunas consideraciones al respecto.
Hay un documental titulado 'Herencias del 36' aún no estrenado en España, dirigido por la profesora Ruth Sanz Sabido que da clases en Canterbury, en el que un familiar de represaliado pone de relieve que hay quien hereda una casa, una finca…, mientras nosotros, los familiares de las víctimas del franquismo, heredamos un muerto.
No un muerto cualquiera, quiero matizar hoy, que muere en su casa rodeado de sus seres queridos y de sus cosas, que al fin y al cabo es la forma natural de morir, sino arrebatado, secuestrado, violentado, humillado, asesinado, a la fuerza.
Al heredar un muerto de matar heredamos también el silencio: Chis, chitón, no hablar, no decir, ser discreto, esto que no salga de aquí, que no se sepa, no te signifiques, un secreto, hijo, es para guardarlo.
Heredamos el hambre de pan, localizada en la boca del estómago y la sed de justicia, ¡Ay!, una sed de justicia que parece que nunca llega.
Heredamos el miedo que, a diferencia del hambre, localizada en la boca del estómago, está en el aire, y se expande como una epidemia.
Heredamos la pena, esa sombra oscura que vayamos donde vayamos, nos acompaña siempre.
Heredamos un color por naturaleza, el negro, en el que vimos apagarse día tras días a esas viudas de vitalicio luto que fueron nuestras abuelas.
Heredamos una ausencia. ¿Hay acaso mayor vacío que el dejado por ésta?
Heredamos lágrimas. Algunas contenidas a pleno día en la garganta, otras, derramadas en cuartos oscuros y noches sin sueños y sin luna o con una luna tan negra que no se distinguía de la noche.
Heredamos lapiceros a medio uso, con la punta desgastada, que ya no escribirían más.
Heredamos juicios sumarísimos conteniendo sentencias a muerte, según arbitraria y premeditada y provinciana y alevosa injusticia.
Heredamos cartas de despedida escritas en capilla de forma precipitada bajo la tenue luz de lámparas de carburo, luego leídas y releídas hasta desgastarse los dedos, cartas que dicen cosas como: “Querida esposa, en estos últimos momentos que son muy tristes lo único que te pido es que mires por nuestros hijos; dile a tu hermano que recibí las veinticinco pesetas y la carta y dale recuerdos; sacas la ropa al aire para que no se apolille; conservad todo lo que os mando para que el día de mañana podáis decir que nadie lo borre; que aunque no he hecho nada muero inocente; esto os lo digo a las cinco de la mañana y a las seis estoy muerto; por última vez os pido perdón; no te puedo poner más; recuerdos a todos los compañeros de este buen amigo y mártir de la libertad.
Heredamos relojes cuya hora quedo detenida en un instante, seis y diez de la madrugada de un nueve de octubre de 1936, por ejemplo, es un ejemplo, que cambió el rumbo de la historia familiar y pequeñita, casi insignificante, haciendo que la vida para los que permanecían en ella ni por asomo fuera ya la misma.
Heredamos preguntas, interrogantes, porqués, cuya explicación, por mucho que esté documentada, es irracional e incomprensible. Como irracional e incomprensible fue el terror que se impuso.
Heredamos despertares de escarcha, amaneceres no encontrados, sueños rotos, deseos no cumplidos, besos no dados, sonrisas truncadas, canciones cuyo estribillo quedaría precintado en un recodo de la memoria para siempre, palabras ya nunca más pronunciadas -ola, amor, adiós, te quiero, apto, concordia-, lamentos, cruces, girasoles ciegos, derrotas, cárcel, tiras de carne en la ropa, oprobio, orfandad, intemperie, frío, auxilio social, ramilletes de siemprevivas sin tumbas a los que ser llevados, heridas sin cicatrizar, heredamos.
Es difícil recibir en herencia un legado tan duro y transformarlo. Y pretender que ahí crezcan las flores, pero a veces ocurre. Mirad, en la cultura oriental cuando una pieza de cerámica se rompe utilizan una antigua técnica llamada Kintsugi que consiste en insertar polvo de oro en cada grieta resaltando de manera especial la parte rota, dotándola de belleza, haciendo que al final sea el foco central de nuestra mirada.
Y eso mismo es lo que hace la ARMH cuando, tras señalizar una fosa y cavar y localizar un resto humano, lo va separando con sumo mimo y cuidado de la tierra hasta sacarlo al exterior.
Exhumar fosas, se ha dicho hasta la saciedad pero es que es verdad, no es abrir heridas sino cerrarlas, y restaurar dignidades, y trastocar el silencio en palabras, las preguntas en respuestas, el miedo en tranquilidad y fortaleza, el llanto de pena en un llanto que supone la culminación de años de lucha en un camino lento, pero imparable, esa es la meta, a la normalización.
Que se conseguirá cuando el Estado español entienda que no hay víctimas de primera ni de segunda ni de tercera según qué representan o, lo que es peor y mucho más perverso, según qué poder factico las sustenta.
Que se conseguirá en definitiva cuando el Estado español entienda, escuche y reconozca a las víctimas, su dolor, su desamparo.
Mientras eso no ocurra seguimos, seguiremos, reivindicando.
![[Img #45829]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2019/5335_img-20190830-wa0001.jpg)
Soy nieta y biznieta de víctimas y quiero hacer algunas consideraciones al respecto.
Hay un documental titulado 'Herencias del 36' aún no estrenado en España, dirigido por la profesora Ruth Sanz Sabido que da clases en Canterbury, en el que un familiar de represaliado pone de relieve que hay quien hereda una casa, una finca…, mientras nosotros, los familiares de las víctimas del franquismo, heredamos un muerto.
No un muerto cualquiera, quiero matizar hoy, que muere en su casa rodeado de sus seres queridos y de sus cosas, que al fin y al cabo es la forma natural de morir, sino arrebatado, secuestrado, violentado, humillado, asesinado, a la fuerza.
Al heredar un muerto de matar heredamos también el silencio: Chis, chitón, no hablar, no decir, ser discreto, esto que no salga de aquí, que no se sepa, no te signifiques, un secreto, hijo, es para guardarlo.
Heredamos el hambre de pan, localizada en la boca del estómago y la sed de justicia, ¡Ay!, una sed de justicia que parece que nunca llega.
Heredamos el miedo que, a diferencia del hambre, localizada en la boca del estómago, está en el aire, y se expande como una epidemia.
Heredamos la pena, esa sombra oscura que vayamos donde vayamos, nos acompaña siempre.
Heredamos un color por naturaleza, el negro, en el que vimos apagarse día tras días a esas viudas de vitalicio luto que fueron nuestras abuelas.
Heredamos una ausencia. ¿Hay acaso mayor vacío que el dejado por ésta?
Heredamos lágrimas. Algunas contenidas a pleno día en la garganta, otras, derramadas en cuartos oscuros y noches sin sueños y sin luna o con una luna tan negra que no se distinguía de la noche.
Heredamos lapiceros a medio uso, con la punta desgastada, que ya no escribirían más.
Heredamos juicios sumarísimos conteniendo sentencias a muerte, según arbitraria y premeditada y provinciana y alevosa injusticia.
Heredamos cartas de despedida escritas en capilla de forma precipitada bajo la tenue luz de lámparas de carburo, luego leídas y releídas hasta desgastarse los dedos, cartas que dicen cosas como: “Querida esposa, en estos últimos momentos que son muy tristes lo único que te pido es que mires por nuestros hijos; dile a tu hermano que recibí las veinticinco pesetas y la carta y dale recuerdos; sacas la ropa al aire para que no se apolille; conservad todo lo que os mando para que el día de mañana podáis decir que nadie lo borre; que aunque no he hecho nada muero inocente; esto os lo digo a las cinco de la mañana y a las seis estoy muerto; por última vez os pido perdón; no te puedo poner más; recuerdos a todos los compañeros de este buen amigo y mártir de la libertad.
Heredamos relojes cuya hora quedo detenida en un instante, seis y diez de la madrugada de un nueve de octubre de 1936, por ejemplo, es un ejemplo, que cambió el rumbo de la historia familiar y pequeñita, casi insignificante, haciendo que la vida para los que permanecían en ella ni por asomo fuera ya la misma.
Heredamos preguntas, interrogantes, porqués, cuya explicación, por mucho que esté documentada, es irracional e incomprensible. Como irracional e incomprensible fue el terror que se impuso.
Heredamos despertares de escarcha, amaneceres no encontrados, sueños rotos, deseos no cumplidos, besos no dados, sonrisas truncadas, canciones cuyo estribillo quedaría precintado en un recodo de la memoria para siempre, palabras ya nunca más pronunciadas -ola, amor, adiós, te quiero, apto, concordia-, lamentos, cruces, girasoles ciegos, derrotas, cárcel, tiras de carne en la ropa, oprobio, orfandad, intemperie, frío, auxilio social, ramilletes de siemprevivas sin tumbas a los que ser llevados, heridas sin cicatrizar, heredamos.
Es difícil recibir en herencia un legado tan duro y transformarlo. Y pretender que ahí crezcan las flores, pero a veces ocurre. Mirad, en la cultura oriental cuando una pieza de cerámica se rompe utilizan una antigua técnica llamada Kintsugi que consiste en insertar polvo de oro en cada grieta resaltando de manera especial la parte rota, dotándola de belleza, haciendo que al final sea el foco central de nuestra mirada.
Y eso mismo es lo que hace la ARMH cuando, tras señalizar una fosa y cavar y localizar un resto humano, lo va separando con sumo mimo y cuidado de la tierra hasta sacarlo al exterior.
Exhumar fosas, se ha dicho hasta la saciedad pero es que es verdad, no es abrir heridas sino cerrarlas, y restaurar dignidades, y trastocar el silencio en palabras, las preguntas en respuestas, el miedo en tranquilidad y fortaleza, el llanto de pena en un llanto que supone la culminación de años de lucha en un camino lento, pero imparable, esa es la meta, a la normalización.
Que se conseguirá cuando el Estado español entienda que no hay víctimas de primera ni de segunda ni de tercera según qué representan o, lo que es peor y mucho más perverso, según qué poder factico las sustenta.
Que se conseguirá en definitiva cuando el Estado español entienda, escuche y reconozca a las víctimas, su dolor, su desamparo.
Mientras eso no ocurra seguimos, seguiremos, reivindicando.





