Unamuno entre nosotros / 2
![[Img #46508]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2019/9770_amenabar_6598_1.jpg)
Acudo expectante a ver Mientras dure la guerra. Es un título que, a tenor de los últimos acontecimientos que vive España, parece rezumar ironía; basta cambiar el modo verbal del subjuntivo por el indicativo: “Mientras dura la guerra”, pues que, en efecto, la guerra sigue durando, y lo que te rondaré morena, para desgracia y vergüenza de nuestra clase política, incapaz de pasar de una vez por todas página y poner en práctica las tres palabras con pe inicial que sugería don Manuel Azaña en su memorable discurso de Barcelona, el 18 de julio de 1938, a fin de que las generaciones posteriores no olvidaran nunca la lección de los muertos –de todos los muertos– que habían caído –estaban cayendo– por unos ideales presuntamente nobles: Paz, Piedad y Perdón.
Se abre la película de Amenábar con una imagen en blanco y negro: la de una bandera ondeando que, poco a poco, se colorea de rojo, amarillo y morado. Es la tricolor de la Segunda República, que algunas secuencias después da paso a la rojigualda, como de modo un tanto cursi solía decirse hasta que, en 1978, el senador Camilo José Cela propuso se la nombrara en roman paladino, es decir, como roja y amarilla. En sí mismas, las banderas han dado y siguen dando para más de una guerra. Justamente, ya Unamuno denunció el gran error que había cometido el gobierno de la Segunda República modificando los colores de la enseña nacional –algo que la Primera no hizo–, “pues le dieron a la bicolor un sentido que no tenía”. Y así hasta hoy, en que son muchos los españoles que no la sienten como suya.
Menos pertinente me parece, dentro de esta misma secuencia que comento, el que un grupo de soldados y falangistas ?ya izada la bandera de los nacionales– empiece a entonar la Marcha real, con la letra ?dice uno de los sublevados? del “maestro Marquina”, fórmula más propia de designar a un músico que al poeta Eduardo Marquina que la escribió. Con todo, no es eso lo peor, sino que la mayoría ignora las estrofas y da en tararearlas del modo populachero con que hoy se hace en los estadios cuando juega la selección nacional de fútbol, ese espantoso “lala-lala-lalalalá” que es inverosímil pudiera producirse en aquel tiempo y menos en una situación de guerra. Una impropiedad histórica sin más, entre otras muchas que pudieran señalarse, pero en las que no me detendré demasiado porque no lo creo ni justo ni necesario. Al respecto recuerdo las palabras de Antonio Buero Vallejo, cuando luego de estrenar El sueño de la razón, un crítico franquista le afeó su falta de rigor histórico en la dramatización de los últimos momentos de Goya en Madrid antes de marcharse a su exilio francés. Buero contestó tajante: “yo he escrito una obra de teatro, no un libro de historia”. Y algo parecido podría decir Alejandro Amenábar ante esas críticas que han proliferado: “soy un director de cine, no un historiador, por tanto, con la libertad precisa para tomarme las licencias que estime oportunas”.
Por lo demás, nuestro cineasta –obviamente más próximo al punto de vista republicano que al franquista– muestra cierta sensibilidad con el otro. Quiero decir que rehúye el consabido conflicto de buenos y malos que por doquier nos ofrecen los devotos de la tan discutible y rentable Memoria histórica. Acaso contagiado del espíritu unamuniano, siempre equidistante de los hunos y de los hotros, Amenábar ha extremado el celo para no caer en el trazo gordo a la hora de dibujar el retrato de los militares facciosos: Franco, Mola, Cabanellas… Tan solo exagera con la figura de Millán Astray, propicio sin duda a la caricatura por su aspecto físico, pero que no fue, como se nos pinta, el militarote al que repugnaban los intelectuales. Son muchos los escritores –no precisamente de derechas– con quienes mantuvo trato cordial: Joaquín Dicenta, Álvaro Retana… Por alguno de ellos, como el novelista Diego San José, condenado a muerte al terminar la guerra, intercedió decisivamente para que le fuese conmutada la pena. Pero su agarrada con Unamuno en el acto del Paraninfo es innegable y, aunque un tanto embarulladamente, está recogida con fidelidad en la película. En los apuntes que, entre julio y diciembre del 36, escribió para un libro que habría de titularse El resentimiento trágico de la vida, ironiza don Miguel sobre el ardor guerrero del ‘Glorioso Mutilado’: “’Viva la muerte’ grita Millán Astray. Lo que quiere decir ‘muera la vida’”.
Y es que no iba con el gran vasco este tipo de retórica cuartelera. De los militares sublevados, había depositado sus esperanzas en Franco, en quien veía la reencarnación del militar liberal del siglo xix. Unamuno había vivido de niño, en 1874, el sitio de Bilbao por los carlistas; una experiencia imborrable que lo marcaría para siempre: de un lado, el fanatismo de sus paisanos ultramontanos –precursores de los sabinianos del PNV, a los que tanto despreciaba–; del otro, el liberalismo tolerante de ilustre e ilustrado origen en la Constitución de Cádiz. Todas esas vivencias las trasladaría a su primera novela, que, llevado de su gusto por las paradojas, tituló Paz en la guerra, como lo recuerda en una nota de El resentimiento trágico.
Tampoco le atraía a Unamuno la Historia con mayúsculas. Por ello, inventó aquello de la intrahistoria, o sea, la historia de los menudos, insignificantes hechos, los que protagonizan las gentes humildes, el pueblo que, por ejemplo, vive la religión de un modo espontáneo y pasional, al margen de la frialdad dogmática de los clérigos. Por eso, me parece no pequeño defecto de Amenábar el haber atendido más a la Historia que a la intrahistoria, como lo delata el propio título de la película: Mientras dure la guerra, frase que los generales de la Junta, recelosos de que Franco fuera a perpetuarse en el poder luego de la victoria, impusieron se añadiera en el escrito por el que se le nombraba jefe del Estado.
Esta es para mí la tacha principal del filme, escindido así entre dos peripecias que no acaban de acoplarse con justeza: la de Franco y su ascenso al poder, por una parte, y la de Unamuno y su conflicto con los rebeldes a partir del acto del Paraninfo del 12 de octubre, por otra. La primera trama merece, más que una película, un buen documental, y algo de ello hay en las escenas históricas del Alcázar de Toledo que se insertan, y en las que vemos no a Franco sino al actor que lo interpreta recorriendo las ruinas junto al auténtico coronel Moscardó, al mejor estilo Cuéntame, cuando el personaje de ficción Alcántara saluda, por ejemplo, a Adolfo Suárez. En fin, que ni el episodio del Alcázar viene a cuento de nada, ni el truco técnico se compadece con el talento artístico de Amenábar.
A mi modo de ver, la película debiera haberse centrado en la que llamo segunda trama y que debería haber sido la primera y la única, alrededor siempre del héroe civil que fue Unamuno en sus últimos y angustiosos meses de vida. Pero de ello les hablaré otro día.
![[Img #46508]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2019/9770_amenabar_6598_1.jpg)
Acudo expectante a ver Mientras dure la guerra. Es un título que, a tenor de los últimos acontecimientos que vive España, parece rezumar ironía; basta cambiar el modo verbal del subjuntivo por el indicativo: “Mientras dura la guerra”, pues que, en efecto, la guerra sigue durando, y lo que te rondaré morena, para desgracia y vergüenza de nuestra clase política, incapaz de pasar de una vez por todas página y poner en práctica las tres palabras con pe inicial que sugería don Manuel Azaña en su memorable discurso de Barcelona, el 18 de julio de 1938, a fin de que las generaciones posteriores no olvidaran nunca la lección de los muertos –de todos los muertos– que habían caído –estaban cayendo– por unos ideales presuntamente nobles: Paz, Piedad y Perdón.
Se abre la película de Amenábar con una imagen en blanco y negro: la de una bandera ondeando que, poco a poco, se colorea de rojo, amarillo y morado. Es la tricolor de la Segunda República, que algunas secuencias después da paso a la rojigualda, como de modo un tanto cursi solía decirse hasta que, en 1978, el senador Camilo José Cela propuso se la nombrara en roman paladino, es decir, como roja y amarilla. En sí mismas, las banderas han dado y siguen dando para más de una guerra. Justamente, ya Unamuno denunció el gran error que había cometido el gobierno de la Segunda República modificando los colores de la enseña nacional –algo que la Primera no hizo–, “pues le dieron a la bicolor un sentido que no tenía”. Y así hasta hoy, en que son muchos los españoles que no la sienten como suya.
Menos pertinente me parece, dentro de esta misma secuencia que comento, el que un grupo de soldados y falangistas ?ya izada la bandera de los nacionales– empiece a entonar la Marcha real, con la letra ?dice uno de los sublevados? del “maestro Marquina”, fórmula más propia de designar a un músico que al poeta Eduardo Marquina que la escribió. Con todo, no es eso lo peor, sino que la mayoría ignora las estrofas y da en tararearlas del modo populachero con que hoy se hace en los estadios cuando juega la selección nacional de fútbol, ese espantoso “lala-lala-lalalalá” que es inverosímil pudiera producirse en aquel tiempo y menos en una situación de guerra. Una impropiedad histórica sin más, entre otras muchas que pudieran señalarse, pero en las que no me detendré demasiado porque no lo creo ni justo ni necesario. Al respecto recuerdo las palabras de Antonio Buero Vallejo, cuando luego de estrenar El sueño de la razón, un crítico franquista le afeó su falta de rigor histórico en la dramatización de los últimos momentos de Goya en Madrid antes de marcharse a su exilio francés. Buero contestó tajante: “yo he escrito una obra de teatro, no un libro de historia”. Y algo parecido podría decir Alejandro Amenábar ante esas críticas que han proliferado: “soy un director de cine, no un historiador, por tanto, con la libertad precisa para tomarme las licencias que estime oportunas”.
Por lo demás, nuestro cineasta –obviamente más próximo al punto de vista republicano que al franquista– muestra cierta sensibilidad con el otro. Quiero decir que rehúye el consabido conflicto de buenos y malos que por doquier nos ofrecen los devotos de la tan discutible y rentable Memoria histórica. Acaso contagiado del espíritu unamuniano, siempre equidistante de los hunos y de los hotros, Amenábar ha extremado el celo para no caer en el trazo gordo a la hora de dibujar el retrato de los militares facciosos: Franco, Mola, Cabanellas… Tan solo exagera con la figura de Millán Astray, propicio sin duda a la caricatura por su aspecto físico, pero que no fue, como se nos pinta, el militarote al que repugnaban los intelectuales. Son muchos los escritores –no precisamente de derechas– con quienes mantuvo trato cordial: Joaquín Dicenta, Álvaro Retana… Por alguno de ellos, como el novelista Diego San José, condenado a muerte al terminar la guerra, intercedió decisivamente para que le fuese conmutada la pena. Pero su agarrada con Unamuno en el acto del Paraninfo es innegable y, aunque un tanto embarulladamente, está recogida con fidelidad en la película. En los apuntes que, entre julio y diciembre del 36, escribió para un libro que habría de titularse El resentimiento trágico de la vida, ironiza don Miguel sobre el ardor guerrero del ‘Glorioso Mutilado’: “’Viva la muerte’ grita Millán Astray. Lo que quiere decir ‘muera la vida’”.
Y es que no iba con el gran vasco este tipo de retórica cuartelera. De los militares sublevados, había depositado sus esperanzas en Franco, en quien veía la reencarnación del militar liberal del siglo xix. Unamuno había vivido de niño, en 1874, el sitio de Bilbao por los carlistas; una experiencia imborrable que lo marcaría para siempre: de un lado, el fanatismo de sus paisanos ultramontanos –precursores de los sabinianos del PNV, a los que tanto despreciaba–; del otro, el liberalismo tolerante de ilustre e ilustrado origen en la Constitución de Cádiz. Todas esas vivencias las trasladaría a su primera novela, que, llevado de su gusto por las paradojas, tituló Paz en la guerra, como lo recuerda en una nota de El resentimiento trágico.
Tampoco le atraía a Unamuno la Historia con mayúsculas. Por ello, inventó aquello de la intrahistoria, o sea, la historia de los menudos, insignificantes hechos, los que protagonizan las gentes humildes, el pueblo que, por ejemplo, vive la religión de un modo espontáneo y pasional, al margen de la frialdad dogmática de los clérigos. Por eso, me parece no pequeño defecto de Amenábar el haber atendido más a la Historia que a la intrahistoria, como lo delata el propio título de la película: Mientras dure la guerra, frase que los generales de la Junta, recelosos de que Franco fuera a perpetuarse en el poder luego de la victoria, impusieron se añadiera en el escrito por el que se le nombraba jefe del Estado.
Esta es para mí la tacha principal del filme, escindido así entre dos peripecias que no acaban de acoplarse con justeza: la de Franco y su ascenso al poder, por una parte, y la de Unamuno y su conflicto con los rebeldes a partir del acto del Paraninfo del 12 de octubre, por otra. La primera trama merece, más que una película, un buen documental, y algo de ello hay en las escenas históricas del Alcázar de Toledo que se insertan, y en las que vemos no a Franco sino al actor que lo interpreta recorriendo las ruinas junto al auténtico coronel Moscardó, al mejor estilo Cuéntame, cuando el personaje de ficción Alcántara saluda, por ejemplo, a Adolfo Suárez. En fin, que ni el episodio del Alcázar viene a cuento de nada, ni el truco técnico se compadece con el talento artístico de Amenábar.
A mi modo de ver, la película debiera haberse centrado en la que llamo segunda trama y que debería haber sido la primera y la única, alrededor siempre del héroe civil que fue Unamuno en sus últimos y angustiosos meses de vida. Pero de ello les hablaré otro día.






