Ángel Alonso Carracedo
Viernes, 25 de Octubre de 2019

Y si no voto, ¿Qué?

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Mucha opinión estos días en forma de mensajes unidireccionales hacia la obligación de votar. Parece olvidarse que el acto supremo del ejercicio democrático de los ciudadanos contiene también el envés del derecho y, como tal derecho, es opcional. Entiendo que prima este último porque la grandeza de un sistema de libertades es la posibilidad de elegir en todas sus manifestaciones, incluso la de ir o no ir. Obligar, se ponga como se ponga la ortodoxia política, no se apea de la condición de coartar.

 

Mi posición en este momento es la de quedarme en casa el próximo 10 de noviembre. Puedo cambiar a última hora mi planteamiento. Tengo derecho a concederme ese margen, repito, derecho como sinónimo de opción. Ya ven, soy uno de esos indecisos, pero no en lo que concierne a elección de siglas concurrentes, sino a ese más allá que es el acto de depositar el voto en la urna. 

 

Quién esto escribe solo ha faltado una vez, y por razones muy puntuales de salud, a votar en unas elecciones. La primera fue en 1976, el referéndum de la olvidada Ley de la Reforma Política, embrión de nuestra Constitución. Desde entonces, hasta el 28 de abril de este año, he sido fiel, y afortunado soy, a mi derecho en todo el abigarrado catálogo de consultas electorales (generales, autonómicas, municipales, europeas y referéndums) He de confesar que en algunas de ellas me incliné por el voto en blanco, como expresión de apoyo al sistema, pero de disconformidad o incredulidad respecto a las ofertas de los partidos concurrentes. Y en más de una he estado tentado de hacerlo, más que metafóricamente, con la pinza en la nariz.

 

Pero esta vez, si no acudo, que es lo que me pide el cuerpo, salvo caída del caballo de última hora, no me va a remorder la conciencia. Discrepo del dominante mensaje admonitorio de que si así lo hago, pierdo mi derecho a exigir. ¿Por qué? Puede entenderse en el pasota estructural. ¿Lo soy yo acaso? ¿Lo es quién ha seguido una trayectoria similar a la mía? Creo que eso de la dejadez  es un factor de reciprocidad entre votantes y votados, y estos últimos se han adjudicado con muchas jornadas de antelación las últimas ligas de la suprema negligencia, es decir se han abstenido de sus obligaciones, y aquí, sí que pesa la acepción.

 

Ya lo creo que una cita electoral es una fiesta, sobre todo, para los que vivimos en lo mejor de nuestra juventud el azote de una asfixiante dictadura. Pero ser convocados de continuo al festejo muda en tedio y, sobre todo, evoluciona hacia una rutina que solo puede volverse contra el sistema por el pecado de frivolidad. Es hora de dar un aviso a los políticos donde más les duele. Que el envite ya no es sobre un partido o sobre una ideología, que ha entrado en liza, con sus juegos malabares poselectorales,  la supervivencia de la propia democracia. A lo mejor, una abstención, movida por el hartazgo, les sirve como terapia sanitaria de reflexión. Y si no espabilan, que Dios nos pille confesados.

 

 Discrepo del recurso al miedo; de esa añagaza de que si no voto, pueden venir los malos y controlar el cotarro. Para mí, ya no cuela. Eso es una apropiación torticera de la abstención, como de los votos nulos o en blanco.  Mi currículo democrático, y el de millones de ciudadanos,  está en casi medio centenar de votaciones, con la ilusión decayendo, todo hay que decirlo. Hemos participado una vez y otra y ¿qué ha hecho esta última generación de dirigentes políticos, la misma que va a competir ahora, con las inquietudes y las ilusiones de nuestros pronunciamientos? Jugárselas en el casino del tú me das, yo te doy, en forma de trueque de prebendas y altos cargos.

 

Se avecina una nueva campaña electoral. Oídos los antecedentes ¿qué se puede esperar? Más de lo mismo: toda una apología de descalificaciones personales, de eso llamado en mala hora cordones sanitarios, espectáculo de la pose, promesas de antemano incumplidas  y demás fuego de artificio. Entre tanto, el ciudadano, sinónimo de votante que parece se olvida durante el dilatado periodo entre elecciones, es hurtado de los asuntos que le urgen: pensiones, empleo, educación, sanidad, futuro de las nuevas generaciones, algo que se lee como hijos y nietos de toda una nación. Si eso no les conmueve… Son actores, nunca políticos en la auténtica grandeza del término.

 

Ya que tanto les gusta la sobreactuación y los escenarios de masas, que caigan en la cuenta de que un magno acontecimiento  - y unas elecciones lo son - reclaman siempre un buen elenco o cartel, así como un programa digno a priori de la máxima confianza. Si el público (electorado)  lo percibe así, llenará; si no, responderá con la ausencia. ¿Alguien se lo puede reprochar? Como la vida misma.

                                                                                                                          

            

 

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