Cuentos de la última Navidad carbónica
Nochebuena
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“Y el corazón me dice que no te olvidaré” (José Ángel Buesa)
Es el día de Nochebuena. El cielo, como de acero, grisáceo, está bajo, toca las agujas de la catedral, las desdibuja. Volverá a nevar. La nieve que cayó por la mañana todavía se puede ver en los tejados, en las ramas de los árboles, en las esquinas de las calles, sobre el capó de algunos coches. Es la primera nieve del invierno, la más esperada.
Hay mucha gente en la ciudad. Por Navidad todos vuelven. La calle principal, que lleva a la plaza mayor, es la más concurrida y bulliciosa. Es la más comercial. En algunas tiendas, como un reclamo, suenan villancicos. La gente, con bolsas en la mano, va y viene, entra y sale de las tiendas, siempre deprisa. A veces unas personas chocan contra otras, pero no pasa nada: se disculpan, se sonríen y luego cada una sigue su camino, como si nada. Este día se tolera todo, nadie se ofende. Es la postal de Navidad.
Él camina por esa calle. Se dirige a la librería, pero va despacio, sin prisa, deteniéndose a veces en los escaparates de las tiendas, no porque le interese ver lo que hay, sino por hacer tiempo. Aunque han cambiado algunas cosas, le parece la misma calle de hace veinte años, como si el tiempo aquí se hubiera detenido, o cuando menos transcurrido más despacio. Cuando llega a la tienda de juguetes, quiere pasar de largo, no mirar, pero no puede, y se detiene. Mira. Está como antes. Acaso los juguetes sean otros, más sofisticados, o de otro tipo, pero los niños se siguen parando en ella. En el fondo nada ha cambiado: la nariz pegada al cristal, el círculo de vaho, el dedo señalando, los gritos, el pataleo. El mismo alborozo.
El nudo en la garganta, la urgencia de tragar saliva, es la señal de que tiene que continuar caminando. No puede ceder más, es peligroso, podría quedarse colgado de los sentimientos. Podría volver el viejo dolor. Y no, ya no. No está dispuesto.
Poco a poco, se está acercando a la plaza, de donde el aire le trae la música de otro villancico. Antes de entrar, se encienden las luces de colores que adornan la calle. Ya anochece.
La fachada del ayuntamiento también está iluminada. En el centro de la plaza han colocado un árbol artificial. Es un pino muy alto que tiene en el vértice una estrella plateada. Del vértice penden cordeles con luces verdes y doradas: cordel verde, cordel dorado, cordel verde, cordel dorado. Y así se va completando el perímetro. Los cordeles llegan hasta las ramas más bajas, casi tocan el suelo. El pino está vallado. Alrededor de las vallas hay otros niños que miran los regalos que se apilan junto al tronco. Pero ellos no saben que esos regalos son de mentira, que los paquetes están vacíos, o que solo contienen tiras de papel, trozos de cartón, y los miran curiosos, fascinados, con los ojos cargados de emoción.
Al empezar a caminar por la plaza, le llama la atención la pantalla del televisor exterior de una de las cafeterías. Está dando imágenes de un paisaje nevado. Pero no alcanza muy bien a ver, pues la noche va avanzando, y se acerca. Por el rótulo de la pantalla ve que las imágenes corresponden al puerto. Las palabras que van corriendo de derecha a izquierda por la parte inferior de la pantalla dicen que el puerto está cerrado y que Tráfico no ha dejado pasar en todo el día ningún vehículo, ni siquiera a los turismos con cadenas. Además, se puede leer también que se recomienda no salir hoy de viaje. Finalmente, aparecen las previsiones meteorológicas: esta misma noche el temporal comenzará a remitir. Nada, he hecho bien en coger una habitación en el hotel, piensa para sí.
Ya está alcanzando el centro de la plaza, cuando escucha una voz que lo llama por su nombre. Entonces, sorprendido, se detiene y se da la vuelta. Es ella. Después de tantos años, incluso de espaldas, lo ha reconocido, y además lo ha llamado. Lo ha llamado como lo llamaba antes de que pasara todo, como si no hubiera pasado nada. Así, solo por su primer nombre. Como le gustaba llamarlo.
También él, antes de girarse, solo por su voz, ya sabía que era ella. Su voz nunca se le ha ido, siempre ha estado sonando en algún rincón de su cabeza. Incluso cuando parecía que ya no quedaba nada, que todo estaba borrado, su voz seguía resonando, como un eco lejano, débil, pero que no acaba de apagarse.
No duda en acercarse, pero no se atreve a besarla, le da apuro, como si eso lo tuviera prohibido. Tampoco ella hace por besarlo. Y se quedan los dos parados, uno frente al otro, callados, mirándose. Entretanto, él busca sus ojos, convencido de que a través de ellos puede verla por dentro: saber qué piensa, qué siente, qué le preocupa, cómo es ahora. Saber si aún son bonitos. Pero no puede verlos, la oscuridad los protege, se los oculta. Pero a ella le pesa el silencio, no puede con él, y para quitárselo de encima le pregunta, con una naturalidad más fingida que real, que a dónde va. Y él, un poco confundido, le contesta, sin más, que a la librería. Me pilla de camino, te acompaño, le dice ella con la misma naturalidad. Como si nada. Y salen juntos de la plaza, caminando perezosamente, sin premura, mientras comienzan a caer algunos copos de nieve. Van hablando, hablando. Pero no de los chicos, que ya son mayores y vuelan solos, están salvados, sino de ellos mismos, de sus cosas. Ella lo habla casi todo, él solo escucha, asiente, y a veces sonríe, o se queda serio, según. Cada vez nieva más. El suelo se está cubriendo. La gente abre los paraguas. Ella también abre el suyo. Lo quiere amparar, pero como es más baja, incluso con las botas de tacón, no llega a elevar el paraguas por encima de su cabeza. Entonces, con su permiso, caballeroso, lo toma él, y los dos quedan bajo el paraguas. Los dos caminando por la nieve bajo el mismo paraguas. Y él tiene la esperanza de que ella se coja de su brazo. Pero no lo hace. A él le hubiera gustado tanto notar el peso de su brazo en su brazo. Volver a tenerla tan cerca. Aunque nada más hubiera sido en ese trecho que les queda para llegar a la librería.
La librería está abarrotada, todavía se regalan libros. Y tienen que esperar.
Mientras esperan, ojean los libros de las estanterías, algo que él no puede evitar. Así, no tarda en tomar un libro entre sus manos y abrirlo. Lo primero que siempre mira en los libros nuevos es la dedicatoria y lo segundo el comienzo. Nunca compra un libro sin antes leer la primera página, o al menos las primeras líneas. Si le gusta el principio de un libro, es muy probable que acabe comprándolo, aunque después no siempre acierte, y termine por desilusionarse.
No resiste la tentación: levanta los ojos de la página, interrumpiendo la lectura, y la mira sin que ella lo vea. Es una mirada furtiva. Cómo ha cambiado. Su pelo, siempre tan negro, ya tiene algunos hilos plateados, de nieve. Pero todavía no se lo tiñe. Quizá nuca se lo tiña. Hay arrugas en su cara, algunas muy marcadas, profundas. El tiempo, los disgustos, todo ayuda. Las mejillas encendidas por el calor, como entonces, y qué bien le quedan todavía, sobre todo si sonríe. Su sonrisa es la misma, aunque le falta aquella luz. No lleva carmín en los labios, ni falta que le hace, la verdad, porque su boca sigue siendo tan tentadora como lo era antes, o puede que más. Un pecado aún es su boca. Un pecado mortal. No obstante, lo cierto es que ha ensanchado. Ha perdido aquel cuerpo delicadamente curvado. Sin duda, ha cogido bastantes kilos. Se ve que se permite algunos caprichos. Todo en ella es más sinuoso. Y es posible que para algunos sus caderas resulten ya demasiado generosas, y excesivo su trasero. Pero para él no. Él lo encuentra todo perfecto. Aun así, todavía lo que más le gusta de ella es su manera de moverse, de andar, de mirar las cosas, de apartarse el pelo de la cara. Apartarse el pelo de la cara. Ninguna lo hace como ella. Es una manera única, insuperable.
De pronto, ella desvía la vista del lomo de un libro y lo sorprende mirándola, y él se encuentra con sus ojos, que ahora aprecia con nitidez. Son los mismos ojos, con su forma achinada, su color miel, solo que ya no brillan como brillaban, parecen menos transparentes, algo borrosos, como si estuvieran velados por una delgada sombra, acaso de alguna pena lejana que persiste pese al paso de los años. Sí, es la misma de siempre, solo que más cansada, con menos ilusión, y algo triste.
En esto, la dependienta, que ya ha atendido al resto de los clientes, les pregunta lo que desean, un poco ansiosa por cerrar, pues pasan unos cuantos minutos de la hora. Entonces, ellos se acercan y él le dice el título de un libro y el nombre de su autor.
Es el libro que estaba leyendo y que no acabó de leer cuando todo se vino abajo. Ha pasado tanto tiempo, ha corrido tanta agua bajo el puente. Hace unos meses se acordó de ese libro y le entraron ganas de volver a leerlo. Lo buscó en la biblioteca de su casa, pero no lo encontró. Lo dio por extraviado y lo añadió a su lista de libros que tenía que comprar. Esta tarde, mientras se acomodaba en la habitación del hotel, recordó otra vez el libro y no se le ocurrió otra cosa que salir a comprarlo.
La dependienta, después de consultar en el ordenador, les dijo que no lo tenían y, lo que es peor, que probablemente estuviera descatalogado. Es un libro ya algo antiguo, añadió. Bueno, qué se va a hacer, miraré por otros medios, contestó él, un poco decepcionado. En una librería de viejo, sugirió ella. Sí, será lo que tenga que hacer, asintió él, y se fueron, no sin antes darle las gracias y desearle Feliz Navidad.
Al cederle el paso para salir de la librería, él la vuelve a mirar, no puede evitarlo, y se pregunta si hay algo en ella que no le gusta. Algo que haya dejado de gustarle, que ya no le diga nada.
La borrasca ha amainado, apenas ya cae nieve, solo algunas briznas, que se deshacen en la brisa antes de llegar al suelo. Está todo nevado. Todo blanco y limpio, tan puro, nuevo. Al bajar a la acera, él alarga la mano para ayudarle, pero lo hace un poco tarde, cuando ella ya está descendiendo, concentrada en no dar un traspié y caerse. Otra vez que no ha podido tocarla.
No se ve un alma por la calle. Solo a ellos, que caminan aún más despacio, tanteando cada poco la nieve para no resbalarse. Él es el que va hablando, le ha llegado su turno. Va contándole algo. Ese algo tiene que ser muy importante porque ella ha bajado la cabeza. No se atreve a mirarlo, ni sabe qué decirle. Solo escucha.
Cuando llegan a la catedral, junto a la fuente, que esta noche no canta, ni murmura, a él las palabras se le mueren en la garganta. Cruzan la plaza en silencio. En ese silencio blanco, él puede oír las cosas que ella le dijo aquella noche, el chasquido ahogado de los besos, el roce de los dedos por la piel. Todos los sonidos del deseo. Como si eso se hubiera quedado enredado en el aire. Como si el tiempo no hubiera querido llevarlo.
Pasan y alcanzan la escalera que lleva a la Avenida. Los peldaños y el pasamano están blancos, puro hielo. Es peligroso bajar, pero bajan. Y de nuevo él espera que ella se agarre de su brazo. Mantiene la esperanza hasta el último peldaño. Pero tampoco ella esta vez lo hace. Parece que no está de Dios que se toquen.
Enseguida llegan al portal, la casa que fue su casa, donde alguna vez fue feliz. Ella por fin le pregunta qué hace aquí un día como hoy, y él le responde con un hilo de voz que es la casualidad: han cerrado el puerto y no dejan transitar por él a ningún vehículo. Pero las previsiones son de que esta noche amaine, y mañana ya se podrá pasar. Se despiden. Tampoco se besan, ni se dan la mano. Nada. Solo se dicen adiós. Apenas se escuchan los adioses.
Ella sube y él se da la vuelta para regresar al hotel. Va desandando el camino. Mira las huellas que han venido dejando en la nieve y le parece que está volviendo atrás en el tiempo. Distingue sus huellas de las huellas de ella. Le agrada verlas juntas, unas al lado de las otras, trazando la misma línea. Al fondo, la catedral, difuminada por la niebla que está entrando. Y toda su esperanza ya se reduce a que ella esté en la ventana, detrás de la cortina, viéndolo cómo se va. Está a punto de girarse, pero no se atreve. Le da miedo encontrar la ventana con la persiana bajada. La ventana ciega. No quiere echar a perder la esperanza. Esta noche quiere al menos acostarse con esa mínima esperanza. Quiere dormirse pensando que ella podría haber estado mirándolo desde la ventana. Mirándolo mientras el resto de la familia se divertía.
A la mañana siguiente, cuando suena el despertador del móvil, él ya está con los ojos abiertos. Lleva ya un tiempo viendo cómo la primera luz del día se cuela por las rendijas de la persiana. Cómo la oscuridad va cediendo. Se nota cansado. Le duele todo. Parece que no hubiera dormido. Hace un esfuerzo y se levanta. Se mete en la ducha. El agua caliente resbala por su cuerpo. Es como un sedante. Le cuesta cerrar el grifo. Pero lo hace. Deja la bañera, se seca, se viste. Antes de ocuparse de la maleta, levanta la persiana y aparta la cortina. El cielo sigue gris, pero está más alto. Es otro día. Si no se entretiene, podría llegar a casa para comer. Es el día de Navidad, y cuentan con él.
Al bajar la vista a la calle, ve que ella está en la acera de enfrente. Está de pie, quieta, envuelta en su abrigo, pasando frío. Se apresura a hacer la maleta y a bajar cuanto antes.
Cuando sale del hotel, arrastrando la maleta, ella cruza la calle, por entre la nieve rota y sucia, y va derecho hacia él. Saca del bolso un libro y se lo entrega. Te lo olvidaste, le dice. Es ese libro. Al cogerlo, roza sus dedos, los toca, nota cómo tiemblan. Los siente fríos. Abre el libro por la primera página. Lo primero que ve es la fecha de cuando lo compró. Después, su nombre y el de ella. Todo de su puño y letra. Tiene veinte años, susurra, apenas. Y la vuelve a mirar: la ve más guapa que nunca. Le da las gracias, le dice adiós y se mete en el coche. Arranca y se va. Por el espejo retrovisor observa cómo ella se queda mirando el coche. Al doblar la esquina, desaparece. Ya solo la ve en su cabeza. A menudo vuelve los ojos hacia el libro, que reposa en el asiento delantero.
Al medio día, mientras pone la mesa, ve en las noticias de la televisión las imágenes del puerto. Ya van pasando los coches. Nadie está a la televisión, todos andan tras el vino y los pinchos. Voces y risas. Pero un estallido lo corta todo de repente. Entonces, se escucha la voz del locutor hablando del puerto, de la nieve, del tráfico. Es una copa que a ella se le ha resbalado de las manos y ha venido a estrellarse contra el suelo. Es solo una copa. De nuevo, otra vez las voces y las risas. Las carcajadas.
Por la tarde, ya al final, cuando empieza a venir la noche, sale a pasear por la ciudad con su hermana y sus sobrinos. Desde los soportales de la plaza, ve a un hombre junto al árbol que le parece que es él, aunque no está segura, porque la niebla no deja ver bien. Cuando llega al árbol, no hay nadie. Solo los niños apuntando con el delo hacia los regalos. Pero mientras observa los cordeles con luces, escucha la voz de alguien que la llama por su nombre. Por su nombre completo.
“Y el corazón me dice que no te olvidaré” (José Ángel Buesa)
Es el día de Nochebuena. El cielo, como de acero, grisáceo, está bajo, toca las agujas de la catedral, las desdibuja. Volverá a nevar. La nieve que cayó por la mañana todavía se puede ver en los tejados, en las ramas de los árboles, en las esquinas de las calles, sobre el capó de algunos coches. Es la primera nieve del invierno, la más esperada.
Hay mucha gente en la ciudad. Por Navidad todos vuelven. La calle principal, que lleva a la plaza mayor, es la más concurrida y bulliciosa. Es la más comercial. En algunas tiendas, como un reclamo, suenan villancicos. La gente, con bolsas en la mano, va y viene, entra y sale de las tiendas, siempre deprisa. A veces unas personas chocan contra otras, pero no pasa nada: se disculpan, se sonríen y luego cada una sigue su camino, como si nada. Este día se tolera todo, nadie se ofende. Es la postal de Navidad.
Él camina por esa calle. Se dirige a la librería, pero va despacio, sin prisa, deteniéndose a veces en los escaparates de las tiendas, no porque le interese ver lo que hay, sino por hacer tiempo. Aunque han cambiado algunas cosas, le parece la misma calle de hace veinte años, como si el tiempo aquí se hubiera detenido, o cuando menos transcurrido más despacio. Cuando llega a la tienda de juguetes, quiere pasar de largo, no mirar, pero no puede, y se detiene. Mira. Está como antes. Acaso los juguetes sean otros, más sofisticados, o de otro tipo, pero los niños se siguen parando en ella. En el fondo nada ha cambiado: la nariz pegada al cristal, el círculo de vaho, el dedo señalando, los gritos, el pataleo. El mismo alborozo.
El nudo en la garganta, la urgencia de tragar saliva, es la señal de que tiene que continuar caminando. No puede ceder más, es peligroso, podría quedarse colgado de los sentimientos. Podría volver el viejo dolor. Y no, ya no. No está dispuesto.
Poco a poco, se está acercando a la plaza, de donde el aire le trae la música de otro villancico. Antes de entrar, se encienden las luces de colores que adornan la calle. Ya anochece.
La fachada del ayuntamiento también está iluminada. En el centro de la plaza han colocado un árbol artificial. Es un pino muy alto que tiene en el vértice una estrella plateada. Del vértice penden cordeles con luces verdes y doradas: cordel verde, cordel dorado, cordel verde, cordel dorado. Y así se va completando el perímetro. Los cordeles llegan hasta las ramas más bajas, casi tocan el suelo. El pino está vallado. Alrededor de las vallas hay otros niños que miran los regalos que se apilan junto al tronco. Pero ellos no saben que esos regalos son de mentira, que los paquetes están vacíos, o que solo contienen tiras de papel, trozos de cartón, y los miran curiosos, fascinados, con los ojos cargados de emoción.
Al empezar a caminar por la plaza, le llama la atención la pantalla del televisor exterior de una de las cafeterías. Está dando imágenes de un paisaje nevado. Pero no alcanza muy bien a ver, pues la noche va avanzando, y se acerca. Por el rótulo de la pantalla ve que las imágenes corresponden al puerto. Las palabras que van corriendo de derecha a izquierda por la parte inferior de la pantalla dicen que el puerto está cerrado y que Tráfico no ha dejado pasar en todo el día ningún vehículo, ni siquiera a los turismos con cadenas. Además, se puede leer también que se recomienda no salir hoy de viaje. Finalmente, aparecen las previsiones meteorológicas: esta misma noche el temporal comenzará a remitir. Nada, he hecho bien en coger una habitación en el hotel, piensa para sí.
Ya está alcanzando el centro de la plaza, cuando escucha una voz que lo llama por su nombre. Entonces, sorprendido, se detiene y se da la vuelta. Es ella. Después de tantos años, incluso de espaldas, lo ha reconocido, y además lo ha llamado. Lo ha llamado como lo llamaba antes de que pasara todo, como si no hubiera pasado nada. Así, solo por su primer nombre. Como le gustaba llamarlo.
También él, antes de girarse, solo por su voz, ya sabía que era ella. Su voz nunca se le ha ido, siempre ha estado sonando en algún rincón de su cabeza. Incluso cuando parecía que ya no quedaba nada, que todo estaba borrado, su voz seguía resonando, como un eco lejano, débil, pero que no acaba de apagarse.
No duda en acercarse, pero no se atreve a besarla, le da apuro, como si eso lo tuviera prohibido. Tampoco ella hace por besarlo. Y se quedan los dos parados, uno frente al otro, callados, mirándose. Entretanto, él busca sus ojos, convencido de que a través de ellos puede verla por dentro: saber qué piensa, qué siente, qué le preocupa, cómo es ahora. Saber si aún son bonitos. Pero no puede verlos, la oscuridad los protege, se los oculta. Pero a ella le pesa el silencio, no puede con él, y para quitárselo de encima le pregunta, con una naturalidad más fingida que real, que a dónde va. Y él, un poco confundido, le contesta, sin más, que a la librería. Me pilla de camino, te acompaño, le dice ella con la misma naturalidad. Como si nada. Y salen juntos de la plaza, caminando perezosamente, sin premura, mientras comienzan a caer algunos copos de nieve. Van hablando, hablando. Pero no de los chicos, que ya son mayores y vuelan solos, están salvados, sino de ellos mismos, de sus cosas. Ella lo habla casi todo, él solo escucha, asiente, y a veces sonríe, o se queda serio, según. Cada vez nieva más. El suelo se está cubriendo. La gente abre los paraguas. Ella también abre el suyo. Lo quiere amparar, pero como es más baja, incluso con las botas de tacón, no llega a elevar el paraguas por encima de su cabeza. Entonces, con su permiso, caballeroso, lo toma él, y los dos quedan bajo el paraguas. Los dos caminando por la nieve bajo el mismo paraguas. Y él tiene la esperanza de que ella se coja de su brazo. Pero no lo hace. A él le hubiera gustado tanto notar el peso de su brazo en su brazo. Volver a tenerla tan cerca. Aunque nada más hubiera sido en ese trecho que les queda para llegar a la librería.
La librería está abarrotada, todavía se regalan libros. Y tienen que esperar.
Mientras esperan, ojean los libros de las estanterías, algo que él no puede evitar. Así, no tarda en tomar un libro entre sus manos y abrirlo. Lo primero que siempre mira en los libros nuevos es la dedicatoria y lo segundo el comienzo. Nunca compra un libro sin antes leer la primera página, o al menos las primeras líneas. Si le gusta el principio de un libro, es muy probable que acabe comprándolo, aunque después no siempre acierte, y termine por desilusionarse.
No resiste la tentación: levanta los ojos de la página, interrumpiendo la lectura, y la mira sin que ella lo vea. Es una mirada furtiva. Cómo ha cambiado. Su pelo, siempre tan negro, ya tiene algunos hilos plateados, de nieve. Pero todavía no se lo tiñe. Quizá nuca se lo tiña. Hay arrugas en su cara, algunas muy marcadas, profundas. El tiempo, los disgustos, todo ayuda. Las mejillas encendidas por el calor, como entonces, y qué bien le quedan todavía, sobre todo si sonríe. Su sonrisa es la misma, aunque le falta aquella luz. No lleva carmín en los labios, ni falta que le hace, la verdad, porque su boca sigue siendo tan tentadora como lo era antes, o puede que más. Un pecado aún es su boca. Un pecado mortal. No obstante, lo cierto es que ha ensanchado. Ha perdido aquel cuerpo delicadamente curvado. Sin duda, ha cogido bastantes kilos. Se ve que se permite algunos caprichos. Todo en ella es más sinuoso. Y es posible que para algunos sus caderas resulten ya demasiado generosas, y excesivo su trasero. Pero para él no. Él lo encuentra todo perfecto. Aun así, todavía lo que más le gusta de ella es su manera de moverse, de andar, de mirar las cosas, de apartarse el pelo de la cara. Apartarse el pelo de la cara. Ninguna lo hace como ella. Es una manera única, insuperable.
De pronto, ella desvía la vista del lomo de un libro y lo sorprende mirándola, y él se encuentra con sus ojos, que ahora aprecia con nitidez. Son los mismos ojos, con su forma achinada, su color miel, solo que ya no brillan como brillaban, parecen menos transparentes, algo borrosos, como si estuvieran velados por una delgada sombra, acaso de alguna pena lejana que persiste pese al paso de los años. Sí, es la misma de siempre, solo que más cansada, con menos ilusión, y algo triste.
En esto, la dependienta, que ya ha atendido al resto de los clientes, les pregunta lo que desean, un poco ansiosa por cerrar, pues pasan unos cuantos minutos de la hora. Entonces, ellos se acercan y él le dice el título de un libro y el nombre de su autor.
Es el libro que estaba leyendo y que no acabó de leer cuando todo se vino abajo. Ha pasado tanto tiempo, ha corrido tanta agua bajo el puente. Hace unos meses se acordó de ese libro y le entraron ganas de volver a leerlo. Lo buscó en la biblioteca de su casa, pero no lo encontró. Lo dio por extraviado y lo añadió a su lista de libros que tenía que comprar. Esta tarde, mientras se acomodaba en la habitación del hotel, recordó otra vez el libro y no se le ocurrió otra cosa que salir a comprarlo.
La dependienta, después de consultar en el ordenador, les dijo que no lo tenían y, lo que es peor, que probablemente estuviera descatalogado. Es un libro ya algo antiguo, añadió. Bueno, qué se va a hacer, miraré por otros medios, contestó él, un poco decepcionado. En una librería de viejo, sugirió ella. Sí, será lo que tenga que hacer, asintió él, y se fueron, no sin antes darle las gracias y desearle Feliz Navidad.
Al cederle el paso para salir de la librería, él la vuelve a mirar, no puede evitarlo, y se pregunta si hay algo en ella que no le gusta. Algo que haya dejado de gustarle, que ya no le diga nada.
La borrasca ha amainado, apenas ya cae nieve, solo algunas briznas, que se deshacen en la brisa antes de llegar al suelo. Está todo nevado. Todo blanco y limpio, tan puro, nuevo. Al bajar a la acera, él alarga la mano para ayudarle, pero lo hace un poco tarde, cuando ella ya está descendiendo, concentrada en no dar un traspié y caerse. Otra vez que no ha podido tocarla.
No se ve un alma por la calle. Solo a ellos, que caminan aún más despacio, tanteando cada poco la nieve para no resbalarse. Él es el que va hablando, le ha llegado su turno. Va contándole algo. Ese algo tiene que ser muy importante porque ella ha bajado la cabeza. No se atreve a mirarlo, ni sabe qué decirle. Solo escucha.
Cuando llegan a la catedral, junto a la fuente, que esta noche no canta, ni murmura, a él las palabras se le mueren en la garganta. Cruzan la plaza en silencio. En ese silencio blanco, él puede oír las cosas que ella le dijo aquella noche, el chasquido ahogado de los besos, el roce de los dedos por la piel. Todos los sonidos del deseo. Como si eso se hubiera quedado enredado en el aire. Como si el tiempo no hubiera querido llevarlo.
Pasan y alcanzan la escalera que lleva a la Avenida. Los peldaños y el pasamano están blancos, puro hielo. Es peligroso bajar, pero bajan. Y de nuevo él espera que ella se agarre de su brazo. Mantiene la esperanza hasta el último peldaño. Pero tampoco ella esta vez lo hace. Parece que no está de Dios que se toquen.
Enseguida llegan al portal, la casa que fue su casa, donde alguna vez fue feliz. Ella por fin le pregunta qué hace aquí un día como hoy, y él le responde con un hilo de voz que es la casualidad: han cerrado el puerto y no dejan transitar por él a ningún vehículo. Pero las previsiones son de que esta noche amaine, y mañana ya se podrá pasar. Se despiden. Tampoco se besan, ni se dan la mano. Nada. Solo se dicen adiós. Apenas se escuchan los adioses.
Ella sube y él se da la vuelta para regresar al hotel. Va desandando el camino. Mira las huellas que han venido dejando en la nieve y le parece que está volviendo atrás en el tiempo. Distingue sus huellas de las huellas de ella. Le agrada verlas juntas, unas al lado de las otras, trazando la misma línea. Al fondo, la catedral, difuminada por la niebla que está entrando. Y toda su esperanza ya se reduce a que ella esté en la ventana, detrás de la cortina, viéndolo cómo se va. Está a punto de girarse, pero no se atreve. Le da miedo encontrar la ventana con la persiana bajada. La ventana ciega. No quiere echar a perder la esperanza. Esta noche quiere al menos acostarse con esa mínima esperanza. Quiere dormirse pensando que ella podría haber estado mirándolo desde la ventana. Mirándolo mientras el resto de la familia se divertía.
A la mañana siguiente, cuando suena el despertador del móvil, él ya está con los ojos abiertos. Lleva ya un tiempo viendo cómo la primera luz del día se cuela por las rendijas de la persiana. Cómo la oscuridad va cediendo. Se nota cansado. Le duele todo. Parece que no hubiera dormido. Hace un esfuerzo y se levanta. Se mete en la ducha. El agua caliente resbala por su cuerpo. Es como un sedante. Le cuesta cerrar el grifo. Pero lo hace. Deja la bañera, se seca, se viste. Antes de ocuparse de la maleta, levanta la persiana y aparta la cortina. El cielo sigue gris, pero está más alto. Es otro día. Si no se entretiene, podría llegar a casa para comer. Es el día de Navidad, y cuentan con él.
Al bajar la vista a la calle, ve que ella está en la acera de enfrente. Está de pie, quieta, envuelta en su abrigo, pasando frío. Se apresura a hacer la maleta y a bajar cuanto antes.
Cuando sale del hotel, arrastrando la maleta, ella cruza la calle, por entre la nieve rota y sucia, y va derecho hacia él. Saca del bolso un libro y se lo entrega. Te lo olvidaste, le dice. Es ese libro. Al cogerlo, roza sus dedos, los toca, nota cómo tiemblan. Los siente fríos. Abre el libro por la primera página. Lo primero que ve es la fecha de cuando lo compró. Después, su nombre y el de ella. Todo de su puño y letra. Tiene veinte años, susurra, apenas. Y la vuelve a mirar: la ve más guapa que nunca. Le da las gracias, le dice adiós y se mete en el coche. Arranca y se va. Por el espejo retrovisor observa cómo ella se queda mirando el coche. Al doblar la esquina, desaparece. Ya solo la ve en su cabeza. A menudo vuelve los ojos hacia el libro, que reposa en el asiento delantero.
Al medio día, mientras pone la mesa, ve en las noticias de la televisión las imágenes del puerto. Ya van pasando los coches. Nadie está a la televisión, todos andan tras el vino y los pinchos. Voces y risas. Pero un estallido lo corta todo de repente. Entonces, se escucha la voz del locutor hablando del puerto, de la nieve, del tráfico. Es una copa que a ella se le ha resbalado de las manos y ha venido a estrellarse contra el suelo. Es solo una copa. De nuevo, otra vez las voces y las risas. Las carcajadas.
Por la tarde, ya al final, cuando empieza a venir la noche, sale a pasear por la ciudad con su hermana y sus sobrinos. Desde los soportales de la plaza, ve a un hombre junto al árbol que le parece que es él, aunque no está segura, porque la niebla no deja ver bien. Cuando llega al árbol, no hay nadie. Solo los niños apuntando con el delo hacia los regalos. Pero mientras observa los cordeles con luces, escucha la voz de alguien que la llama por su nombre. Por su nombre completo.