Doppelgänger
![[Img #49089]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/4535__dsc0009.jpg)
“Je est un autre”.
Arthur Rimbaud
El señor Manguel se quedó un rato mirando por la ventana. En ese momento no le extrañó contemplarse a sí mismo allí abajo, en el parque, paseando al perro y aprovechando los últimos momentos del día.
Todo había comenzado mucho antes, varios meses atrás, una tarde como aquella. Mientras su mujer descansaba en el sofá viendo la tele y él se preparaba un té en la cocina, la puerta de la calle se abrió y escuchó la voz de su esposa diciendo:
–No sabía que habías salido, pero me alegro porque alguien tenía que sacar a pasear a Toby.
Asustado salió al pasillo y se encontró a sí mismo quitándose el abrigo, dejándolo en el armario y acariciando a continuación al pequeño terrier que se ovillaba bajo los pies de aquel desconocido idéntico a él, como tantas veces había hecho bajo los suyos.
Aquel día la cosa no fue a más. Él se encerró en su despacho intentando no pensar, su mujer siguió viendo la tele y su otro yo marchó en algún momento antes del anochecer sin despedirse y sin que nadie lo escuchase o lo viese salir por la misma puerta por la que había entrado.
Las visitas continuaron en días sucesivos. Al principio, el señor Manguel sintió la tentación de hablarle, de interrogarlo, de preguntarle de dónde había sacado las llaves de su casa, pero luego se contuvo, principalmente por vergüenza. Temía oírlo. A nadie le gusta escuchar el timbre de su propia voz desde fuera y reconocerse en ella.
Eso sí, poco a poco aquel extraño visitante iba cogiendo más confianza. Cada día llegaba un poco más temprano, entraba sin llamar, siempre cuando su mujer estaba durmiendo la siesta, y, en silencio, se sentaba a leer junto al señor Manguel, le pasaba las páginas del libro que tenía en las manos, levantaba la aguja del vinilo que languidecía en el tocadiscos…
Nada sustancial cambió cuando las autoridades ordenaron el confinamiento para frenar el avance de la pandemia. Entonces, el paso del tiempo pareció adquirir una suave lentitud de oruga y todo lo concerniente al mundo exterior pasó a un segundo plano. La vida se convirtió en una especie de misantropía que solo cambiaba unos pocos minutos al día, cuando la gente salía a aplaudir a los balcones.
A partir de entonces, aquel extraño ser, que era como su imagen en un espejo, se instaló en el cuarto de los huéspedes ante un encogimiento de hombros general. Su mujer no decía nada y él tampoco. Y menos ante el hecho de que el señor Manguel pudiese estar en dos lugares al mismo tiempo, poniendo la mesa para cenar en el salón y sacando el pollo del horno, preparando los postres o sentado en el sofá echando una ojeada a los periódicos atrasados. Su mujer nunca manifestaba disconformidad o aceptación al respecto y ambos parecían evitar hablar de ello, por lo que él se preguntaba si ella habría tomado a ese otro yo por un hermano gemelo al que se habían visto obligados a dar cobijo.
![[Img #49090]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/8493__dsc0005.jpg)
Por las noticias supieron que el mundo exterior estaba cambiando con el paso de los meses, cuando los rigores del confinamiento se endurecieron todavía más. Las autoridades obligaron a todos los ciudadanos a llevar un dispositivo en la muñeca que avisaba automáticamente en caso de percibir alguno de los síntomas de la enfermedad. Desde entonces las calles estaban todavía más desiertas que antes, si cabe. Habían cerrado farmacias y comercios de alimentación. Los pedidos se hacían a través de la red y un vehículo automatizado los dejaba delante del portal. Nadie tenía contacto con nadie.
Aquella tarde otoñal en que se vio paseando al perro, el señor Manguel había estado un buen rato mirando desde su balcón hacia las ventanas oscuras de los otros edificios.
–¿No te has fijado –le dijo a su mujer aprovechando que su otro yo seguía en la calle– en que los vecinos parecen, cada vez más, sombras grises, como un viejo remedo de sí mismos?
–También yo lo estuve pensando, la verdad –murmuró ella–, pero no me atreví a confesártelo.
–Incluso las últimas semanas –siguió él– desde que ha llegado el otoño, parecen haber perdido vigor cuando aplauden.
–Todos estamos un poco hastiados ya –dijo ella– y asustados, quizás no queremos percibirlo en nosotros mismos.
–Ya –balbuceó el señor Manguel.
Era cierto que los vecinos se habían ido desinflando y que ya no mostraban el mismo entusiasmo del principio a la hora convenida del aplauso. Faltaban todavía varios minutos, pero el señor Manguel abrió la ventana porque le pareció escuchar un murmullo lejano de voces que resultó ser el silbido del viento, de un viento frío y sepulcral que anunciaba la cercanía del invierno. Entonces sintió que echaba de menos aquellos sonidos cotidianos de antes: las voces, los murmullos, el resonar de unos pasos ajenos sobre el pavimento o la risa de un niño. Se preguntó cuánto tiempo llevaba sin oírlos.
Al día siguiente por la mañana decidió sacar él mismo a pasear al perro mientras su otro yo quedaba pasando el aspirador y su esposa preparaba la comida. Había una ligera escarcha en las aceras y una luz tenue y cristalina iluminaba las ramas de los árboles, algunas todavía cubiertas por las mismas hojas amarillas, marrones y anaranjadas que cada vez poblaban más las aceras. Era como pasear sobre una alfombra suave o como caminar por la arena de una playa desierta en la que ni siquiera se escuchase el arrullo del mar. Pero no se cruzó con nadie, ni siquiera de lejos manteniendo la distancia social a la que obligaban las autoridades. Tampoco pasaban ya automóviles por la avenida, salvo alguna ambulancia o vehículos de la policía y el ejército. Y estos cada vez menos. Algo se iluminó en su mente.
Fue al subir a casa, en el momento en que iba a dar de comer a Toby, cuando comenzó a sentirse mal. Notó que la cabeza le pesaba como si le hubiesen dado un golpe. El dispositivo que llevaba en la muñeca comenzó a vibrar. La señal era inequívoca, ya no había vuelta atrás.
Aquella tarde no salió al balcón a aplaudir, prefirió confinarse el resto del día en el despacho. Su otro yo lo hizo en su lugar mientras él miraba taciturno tras la cortina y veía acercarse una ambulancia con las luces de colores parpadeantes.
Salió de casa sin que los otros se dieran cuenta y bajó las escaleras. El vehículo con los cegadores faros apuntando hacia su portal parecía estar esperándolo. Se escuchó una voz metálica proveniente del interior.
![[Img #49088]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/6756__dsc0001.jpg)
–Hemos venido a buscarlo.
–Lo sé –dijo.
–Estará bien, no se preocupe.
–¿Y ella? –dijo el señor Manguel.
–No está sola –contestó fríamente la voz metálica–, ya nos hemos encargado de eso, aunque, por error, llegó antes de tiempo.
–¿Qué pasará ahora?
–Si usted la ha 'contagiado’, también la sustituiremos.
–¿Sustituirla? ¿Qué quiere decir?
–Como a usted. Como a todos. Son ya demasiadas preguntas. Suba.
Se abrió la puerta trasera. El señor Manguel entró y la puerta se cerró tras él. El vehículo arrancó con un borboteo asmático. Su cono de luz avanzó iluminando la avenida desierta. Nadie supo que se iba. Nadie se asomó a las ventanas para despedirse al verlo marchar.
![[Img #49089]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/4535__dsc0009.jpg)
“Je est un autre”.
Arthur Rimbaud
El señor Manguel se quedó un rato mirando por la ventana. En ese momento no le extrañó contemplarse a sí mismo allí abajo, en el parque, paseando al perro y aprovechando los últimos momentos del día.
Todo había comenzado mucho antes, varios meses atrás, una tarde como aquella. Mientras su mujer descansaba en el sofá viendo la tele y él se preparaba un té en la cocina, la puerta de la calle se abrió y escuchó la voz de su esposa diciendo:
–No sabía que habías salido, pero me alegro porque alguien tenía que sacar a pasear a Toby.
Asustado salió al pasillo y se encontró a sí mismo quitándose el abrigo, dejándolo en el armario y acariciando a continuación al pequeño terrier que se ovillaba bajo los pies de aquel desconocido idéntico a él, como tantas veces había hecho bajo los suyos.
Aquel día la cosa no fue a más. Él se encerró en su despacho intentando no pensar, su mujer siguió viendo la tele y su otro yo marchó en algún momento antes del anochecer sin despedirse y sin que nadie lo escuchase o lo viese salir por la misma puerta por la que había entrado.
Las visitas continuaron en días sucesivos. Al principio, el señor Manguel sintió la tentación de hablarle, de interrogarlo, de preguntarle de dónde había sacado las llaves de su casa, pero luego se contuvo, principalmente por vergüenza. Temía oírlo. A nadie le gusta escuchar el timbre de su propia voz desde fuera y reconocerse en ella.
Eso sí, poco a poco aquel extraño visitante iba cogiendo más confianza. Cada día llegaba un poco más temprano, entraba sin llamar, siempre cuando su mujer estaba durmiendo la siesta, y, en silencio, se sentaba a leer junto al señor Manguel, le pasaba las páginas del libro que tenía en las manos, levantaba la aguja del vinilo que languidecía en el tocadiscos…
Nada sustancial cambió cuando las autoridades ordenaron el confinamiento para frenar el avance de la pandemia. Entonces, el paso del tiempo pareció adquirir una suave lentitud de oruga y todo lo concerniente al mundo exterior pasó a un segundo plano. La vida se convirtió en una especie de misantropía que solo cambiaba unos pocos minutos al día, cuando la gente salía a aplaudir a los balcones.
A partir de entonces, aquel extraño ser, que era como su imagen en un espejo, se instaló en el cuarto de los huéspedes ante un encogimiento de hombros general. Su mujer no decía nada y él tampoco. Y menos ante el hecho de que el señor Manguel pudiese estar en dos lugares al mismo tiempo, poniendo la mesa para cenar en el salón y sacando el pollo del horno, preparando los postres o sentado en el sofá echando una ojeada a los periódicos atrasados. Su mujer nunca manifestaba disconformidad o aceptación al respecto y ambos parecían evitar hablar de ello, por lo que él se preguntaba si ella habría tomado a ese otro yo por un hermano gemelo al que se habían visto obligados a dar cobijo.
![[Img #49090]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/8493__dsc0005.jpg)
Por las noticias supieron que el mundo exterior estaba cambiando con el paso de los meses, cuando los rigores del confinamiento se endurecieron todavía más. Las autoridades obligaron a todos los ciudadanos a llevar un dispositivo en la muñeca que avisaba automáticamente en caso de percibir alguno de los síntomas de la enfermedad. Desde entonces las calles estaban todavía más desiertas que antes, si cabe. Habían cerrado farmacias y comercios de alimentación. Los pedidos se hacían a través de la red y un vehículo automatizado los dejaba delante del portal. Nadie tenía contacto con nadie.
Aquella tarde otoñal en que se vio paseando al perro, el señor Manguel había estado un buen rato mirando desde su balcón hacia las ventanas oscuras de los otros edificios.
–¿No te has fijado –le dijo a su mujer aprovechando que su otro yo seguía en la calle– en que los vecinos parecen, cada vez más, sombras grises, como un viejo remedo de sí mismos?
–También yo lo estuve pensando, la verdad –murmuró ella–, pero no me atreví a confesártelo.
–Incluso las últimas semanas –siguió él– desde que ha llegado el otoño, parecen haber perdido vigor cuando aplauden.
–Todos estamos un poco hastiados ya –dijo ella– y asustados, quizás no queremos percibirlo en nosotros mismos.
–Ya –balbuceó el señor Manguel.
Era cierto que los vecinos se habían ido desinflando y que ya no mostraban el mismo entusiasmo del principio a la hora convenida del aplauso. Faltaban todavía varios minutos, pero el señor Manguel abrió la ventana porque le pareció escuchar un murmullo lejano de voces que resultó ser el silbido del viento, de un viento frío y sepulcral que anunciaba la cercanía del invierno. Entonces sintió que echaba de menos aquellos sonidos cotidianos de antes: las voces, los murmullos, el resonar de unos pasos ajenos sobre el pavimento o la risa de un niño. Se preguntó cuánto tiempo llevaba sin oírlos.
Al día siguiente por la mañana decidió sacar él mismo a pasear al perro mientras su otro yo quedaba pasando el aspirador y su esposa preparaba la comida. Había una ligera escarcha en las aceras y una luz tenue y cristalina iluminaba las ramas de los árboles, algunas todavía cubiertas por las mismas hojas amarillas, marrones y anaranjadas que cada vez poblaban más las aceras. Era como pasear sobre una alfombra suave o como caminar por la arena de una playa desierta en la que ni siquiera se escuchase el arrullo del mar. Pero no se cruzó con nadie, ni siquiera de lejos manteniendo la distancia social a la que obligaban las autoridades. Tampoco pasaban ya automóviles por la avenida, salvo alguna ambulancia o vehículos de la policía y el ejército. Y estos cada vez menos. Algo se iluminó en su mente.
Fue al subir a casa, en el momento en que iba a dar de comer a Toby, cuando comenzó a sentirse mal. Notó que la cabeza le pesaba como si le hubiesen dado un golpe. El dispositivo que llevaba en la muñeca comenzó a vibrar. La señal era inequívoca, ya no había vuelta atrás.
Aquella tarde no salió al balcón a aplaudir, prefirió confinarse el resto del día en el despacho. Su otro yo lo hizo en su lugar mientras él miraba taciturno tras la cortina y veía acercarse una ambulancia con las luces de colores parpadeantes.
Salió de casa sin que los otros se dieran cuenta y bajó las escaleras. El vehículo con los cegadores faros apuntando hacia su portal parecía estar esperándolo. Se escuchó una voz metálica proveniente del interior.
![[Img #49088]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/6756__dsc0001.jpg)
–Hemos venido a buscarlo.
–Lo sé –dijo.
–Estará bien, no se preocupe.
–¿Y ella? –dijo el señor Manguel.
–No está sola –contestó fríamente la voz metálica–, ya nos hemos encargado de eso, aunque, por error, llegó antes de tiempo.
–¿Qué pasará ahora?
–Si usted la ha 'contagiado’, también la sustituiremos.
–¿Sustituirla? ¿Qué quiere decir?
–Como a usted. Como a todos. Son ya demasiadas preguntas. Suba.
Se abrió la puerta trasera. El señor Manguel entró y la puerta se cerró tras él. El vehículo arrancó con un borboteo asmático. Su cono de luz avanzó iluminando la avenida desierta. Nadie supo que se iba. Nadie se asomó a las ventanas para despedirse al verlo marchar.






