Catalina Tamayo
Sábado, 02 de Mayo de 2020

A propósito del silencio

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“Todos los problemas de la humanidad proceden de la incapacidad del hombre para permanecer sentado, en silencio, a solas en una habitación” (Blaise Pascal)

 

 

A través de la ventana de la habitación miro el mundo. El mundo, que se ha parado. Se ha quedado medio vacío, quieto y callado, en silencio. No se ha muerto, solo se ha dormido. “El corazón se ha dormido, y hay que dejarlo si duerme”.

     

En tanto, yo lo miro. Miro cómo sube poquito a poco el sol por el cielo. Cómo las nubes, dispersas, comienzan, también muy despacio, a juntarse y a abrazarse. A ser una sola. Una sola nube negra. Cómo todo pierde color y se vuelve gris. Triste. Miro cómo se levanta aire y tiemblan las hojas del cerezo. Miro los jilgueros: sus colores, cómo laten sobre las ramas, cómo se persiguen por entre los rosales. Miro el sendero, y me cuesta verlo, saber por dónde va, dónde tuerce. Me cuesta, porque la hierba, que crece y crece, lo está borrando.

 

Miro las margaritas, las humildes margaritas, que las pobres, al faltarles el sol, su luz, su calor, se han encogido, asustadas; son tan débiles, tan vulnerables. Miro la fuente, lo sola que está. No hay nadie que se acerque a ella a saciar la sed. No hay enamorados que la escuchen, que jueguen con el agua. Que la contemplen mientras se hablan, mientras sueñan. Solo los gorriones y algunas palomas acuden a beber en ella. Miro también la línea del río, pero no llego a ver el cauce, la maleza que crece en su orilla. No veo los patos nadando y escondiéndose entre los juncos y las espadañas. Ni las garzas, ni las cigüeñas, picoteando el agua.

 

De pronto, sin esperarlo, veo que se prende el cielo. Una y otra vez arden las nubes. Entonces, me contraigo, como las margaritas, y tengo miedo. Al poco, llueve. Las gotas, duras como lágrimas, percuten en el alféizar de la ventana y estallan. Sin embargo, yo no escucho nada. Otra vez se vuelve a incendiar el cielo; otra vez que me repliego, que cierro los ojos. La calle es un río. Se forman remolinos sobre los sumideros. La cortina de la lluvia casi no deja ver el cerezo, emborrona la fuente y oculta totalmente el río. Pero, también de pronto, también sin esperarlo, el cielo se serena y va dejando de llover. Por el sur, se abre un claro y entra el sol. Y aparece el arco iris. Ya veo bien el cerezo, y la fuente, y el río. La hierba brilla. Brilla todo. Los sauces, desmayados, como vencidos, parecen lámparas de noche encendidas. Por los pétalos de las rosas resbalan las últimas gotas de lluvia. Los caracoles reptan perezosos en las piedras del muro. No lo sé, pero presiento que, allá fuera, huele a limpio. De hecho, el aire se me antoja más claro, más puro.

    

En este momento, breve momento de reposo, refugiado en el silencio y en la soledad, noto que mi cerebro deja de bullir y se aquieta. Mi interior se llena de paz. Las partes de mi ser se armonizan. Me equilibro. Y comienzo a comprender el curso, a veces caprichoso, y a veces también absurdo, de las cosas. Sí, es verdad, el mundo se ha detenido. Al mundo le falta algo, no está completo. No está lleno como antes, se ha vaciado un poco. Pero se llenará, despertará, se pondrá en marcha, y volverá a girar, a crujir. Y volveremos a verlo hacer locuras. Volverá a alarmarnos otra vez. Porque, como decía mi abuelo, detrás de tiempos, tiempos vienen, y nada es para siempre. Por eso, al final, esta mínima y precaria lucidez me hace sonreír, aunque solo sea vagamente.

 


 

 

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