Lorenzo López Trigal
Sábado, 30 de Mayo de 2020

Un paisaje de librerías y bibliotecas

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En mi periodo de seminarista y bachiller en Astorga, entre 1957 y 1964, apenas tuve acceso a otros libros que los manuales indicados por cada profesor y algún que otro libro  o diccionario como el pesado Raimundo de Miguel. Al margen de estas ediciones que se renovaban en cada curso, la biblioteca clásica del Seminario -la única existente por entonces en la ciudad- era inaccesible para un estudiante de los primeros cursos de Latín, y el Instituto carecía de tal infraestructura. Lo que funcionaba era la lectura de cuentos, de venta los domingos en la plaza Mayor, y las novelas del Oeste como las de Marcial Lafuente Estefanía, que se cambiaban en la librería El Progreso. Cabía, en ocasiones, la consideración de alguna biblioteca familiar para acompañar la penuria general.

 

Con la etapa universitaria en Madrid, cambió para mí este entorno, como en otras muchas facetas de mi vida en la gran ciudad. Por suerte, en el primer año me establecí en una calle cercana al Paseo de Recoletos, donde se celebraba en mayo la Feria del Libro, y donde desde 1945 estaba la Librería Buchholz, que venía funcionando con libros de importación y de especialización en temáticas afines a las de mis estudios de Ciencias Políticas y de Filosofía y Letras. Otra librería ‘de fondo y de actualidad’ que atraía mi atención, más de husmear libros, era la de Espasa-Calpe -después Casa del Libro- establecida en la Gran Vía. Pero sobre todo fui asiduo lector en la Biblioteca Nacional, mi santuario de todas las tardes, donde complementaba el aprendizaje de los cursos de la mañana en San Bernardo y me distraía con la lectura más diversa y amena que saciaba mi propia crisis ideológica y vital de entonces.

 

En los siguientes años universitarios, resido sucesivamente en el barrio de Argüelles, en el Colegio Mayor San Juan Evangelista y en Cuatro Caminos y el entorno cambia radicalmente en mis idas y venidas por la ciudad, visitando más bien las librerías y bibliotecas de las Facultades. Excepcionalmente, durante el año de mili con destino en Salamanca, tuve ocasión de recuperar el entorno de librerías de fondo como la Cervantes, hoy desaparecida.

 

Durante mi ocupación profesional en la Universidad de León, tuve la oportunidad de contribuir a la selección cada año de decenas de libros para la biblioteca del Departamento de Geografía y, en paralelo, de formar mi biblioteca particular. Con este fin de investigador y lector, a veces más propio de un bibliómano que no puede resistirse a entrar en una librería, he visitado durante décadas muchas librerías y bibliotecas excelentes de Europa y América de las que resaltaré algunas de ellas.

 

Si antes me refería a Madrid, donde en el último medio siglo, como en el resto de ciudades han ido cambiando o cerrando librerías como la de Buchholz y su sucesora, la librería Miesnner, han mantenido mi atención las librerías especializadas -Marcial Pons en historia y Naos en urbanismo- o nuevas librerías de fondo como La Central, fundada en Barcelona. Otras librerías de las que he sido visitante asiduo u ocasional son las de Pastor en León, Cervantes en Oviedo, Bertrand o Barata en Lisboa y, a demanda, Pórtico en Zaragoza. Mas, con mucho, he de anotar algunas otras entre las más reconocidas lejos de nuestro entorno. La de Gandhi en México, Strand en Nueva York -a modo de un almacén que combina con libros de viejo-, Dyllon en Londres, La Hune en París y la más apreciada para mí, la Librairie Mollat en Burdeos, cuya visita cubre todas las expectativas del lector y del investigador, siendo la mejor librería francesa y, acaso, europea.

 

Asimismo, además de las bibliotecas universitarias americanas y europeas que he visitado a propósito de estancias de investigación, destacaría la Biblioteca de Cataluña en Barcelona, la Fundación Calouste Gulbenkian en Lisboa, El Colegio de México, la Bibliothèque National de France François Mitterrand en París, The New York Public Library, así como The Library of Congress en Washington. Esta última, la que tiene depositados el mayor número de libros, es en realidad un enclave subterráneo gigantesco bajo los edificios del Congreso y adyacentes, más parecido a las instalaciones del metro y lejos de la sala central abierta a turistas.

 

Pues bien, con este tránsito por mi propio paisaje libresco, en un momento y hora de fines del mes de mayo en que las bibliotecas se encuentran cerradas por la pandemia y las librerías reabren de nuevo sus puertas a los lectores, con un futuro incierto para muchas de ellas, insistiría en resaltar la cultura (y el paisaje) del libro (y las artes musicales y escénicas) como el bien más preciado de la civilización en este tiempo de crisis.

 

 

 

 

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