Catalina Tamayo
Sábado, 30 de Mayo de 2020

A propósito de una noche

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“Tú y tu desnudo sueño. No lo sabes.

Duermes. No. No lo sabes. Yo en desvelo,

Y tú, inocente, duermes bajo el cielo.

Tú por tu sueño, y por el mar las naves”.

(Gerardo Diego)

 

 

De pronto, se dio cuenta de que ella dormía y ya no lo escuchaba. Entonces, se calló. La oscuridad se pobló de chispas que se encendían y se apagaban casi al mismo tiempo. Fuera, el viento ululaba y lanzaba la lluvia contra la persiana. La persiana a veces tableteaba. Por la calle pasó un coche y el ruido de su motor ahogó todos los sonidos. Pero cuando este ruido se extinguió, se volvió a escuchar el viento, la lluvia, la persiana; y, poco después, en la noche, de entre las chispas, surgieron manos enguantadas, rostros embozados y ojos profundos. Ojos como abismos. Para borrar esto, se giró hacia la izquierda y se puso de lado; mas las manos, los rostros y los ojos siguieron ahí, flotando en la oscuridad, aunque levemente desdibujados, imprecisos.

 

Probó a ovillarse, con las manos entre las rodillas, como cuando era pequeño y algo le daba miedo. Pero tampoco lo consiguió. Así que volvió a su posición original, boca arriba. Apenas se había reposicionado, cuando cayó sobre su pecho una mano. La mano de ella. Cayó muerta, blanda, tibia, y le agradó notar sobre sí su peso liviano.

 

Esa mano blanca y fina, frágil, que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse, para acariciar. Para posarse en su hombro cuando bailaban. Para acariciarle el cuello cuando se iban solos de viaje en el coche y se quedaban en silencio, absortos, mirando la carretera. Es la misma mano cuyos dedos en el momento del amor se crispaban y se hendían en su carne hasta hacerle daño. Una mano que hablaba. Esa misma mano la cogió con la suya y la colocó sobre la almohada. La acostó como acostaba a sus hijos de niños en la cuna. Con ternura. Al hacerlo, escuchó su respiración. Una respiración serena. Y sintió envidia.

     

No tenía sueño, y eso que estaba cansado. Muy cansado a pesar de no haber hecho nada en todo el día. La mayor parte del tiempo se lo había pasado leyendo y viendo la tele. Desganado. Entonces, se puso a escrutar la oscuridad, a estudiar las chispas, esos relámpagos, que no se estaban quietos, y vio otra vez aparecer los guantes, los embozos, los abismos. Y otra vez a contraerse, a sentir el alboroto de la sangre en las venas. Exclamó hacía dentro: “¡Qué situación más extraña!” Desde hace nada todo había cambiado: las manos no eran blancas sino azules; manos con dedos sin uñas; manos que ya no hablaban. Los rostros no tenían mejillas, ni nariz, ni labios; rostros sin boca; no había sonrisas; la voz no era clara, llegaba filtrada, un poco distorsionada, como el eco. Adiós a la sensualidad. Y los ojos… los ojos daban miedo mirarlos por cómo te miraban. Se preguntó: “¿Cuándo pasará esto?” Pasará. Sabe que pasará, que pasará como todo pasa; pero mientras pasa, qué mal se pasa. No obstante, nada se puede hacer, solo esperar y confiar. Confiar.

     

Esa palabra, confiar, lo envuelve y lo lleva volando a otras regiones. No tarda en verse caminando por la huerta con su madre bajo los cerezos. Es el mes de mayo. Su madre coge para él las primeras fresas; las podía haber cogido antes, hace unos días, que ya estaban maduras, pero no lo hizo, esperó a que viniera. También corta algunas rosas: blancas, amarillas, rojas. Las grosellas comienzan a ponerse coloradas. Troncha ramas de copos de nieve y de lilas. Y dos tulipanes amarillos que ya se están cerrando. Los pimientos, los tomates y las cebollas se ven recién regados. Se sientan en el borde de la acequia, al lado de las higueras. Están muy cerca, casi pegados. Él toma la mano vieja y cansada de su madre entre las suyas. Y así, mirando la puesta del sol, sin decirse nada, pensativos, se quedan un tiempo, como dos bobos. Las sombras se van alargando. Huele a fresas, a rosas, a lilas. Es el olor de la naturaleza.

 

No corre una gota de aire. Silencio, quietud, soledad. Y paz. Sobre todo paz. Antes de que refresque, dejan la huerta y entran en casa. Su madre le lava las fresas y se las pone en un plato. Después, coloca las flores en un jarrón. Las fresas le saben a gloria y el florero le parece precioso. ¡Las flores son todas tan hermosas! Finalmente, el abrazo, el adiós. Y a esperar a otro día, a otra tarde.

     

Pero le vino el dolor de espalda y se fueron esas añoranzas. El maldito dolor de espalda. Ese dolor que no acaba nunca de irse, que siempre está ahí, arañando, mordiendo. Un dolor que por la noche suele hacerse aún más intenso, como si las uñas, los dientes, además de clavarse, desgarraran, y desgarraran con saña, sin piedad. Por ver si se le atenuaba el dolor, se volvió, esta vez hacia la derecha, hacia ella. Ella dormía. Ya entraba por las rendijas de la persiana la primera luz de la mañana. Todavía era una luz turbia, pero le permitía distinguir mínimamente su cara. También su mano, que permanecía en el mismo lugar en el que la había dejado. Estiró el cuello y la besó. En realidad, solo la rozó con sus labios; no llegó a hacer el chasquido; fue un beso no acabado, inconcluso. Temía despertarla. Se oyó un portazo, el pitido de un coche, la campana de la catedral. Cada vez había más claridad en la habitación, y cada vez el rostro de ella se veía mejor, más nítido. Solo que a él los párpados se le estaban volviendo pesados, le costaba mantenerlos abiertos, se le caían. Se le cayeron y se hundió en la oscuridad.

 

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