Privatizar la bandera
![[Img #49690]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2020/800_img_3879.jpg)
Toda bandera es un arma de doble filo. Lo mismo une que separa. Bandería es un término derivado de ese emblema y la RAE lo define como bando o facción. Todo depende de cómo quiera usarse, sobre todo en el ámbito de un país y de un paisanaje. En muchos, aglutina; en el nuestro, para desgracia, tiende a disgregar, porque la genética cainita propia de estos pagos llama a lo sectario y tribal.
De lo que no hay duda es de que la enseña nacional es un bien público y el ciudadano tiene que estar totalmente persuadido de que lo representa al margen de filias y fobias ideológicas y partidistas. Por ello, su visibilidad tiene que estar acotada a las instituciones y organismos administrativos, donde debe ondear con todo orgullo y protagonismo. Aunque no es amiga de salir a la calle, gusta verse enarbolada entre la multitud en actos de afirmación patriótica como la fiesta nacional, o desplegada en balcones frente a posiciones rupturista del proyecto común de país. Enorgullece disfrutarla en eventos, sobre todo deportivos, en los que sus colores se mimetizan con la gesta a abordar. Pero chirría con molesta estridencia en manifestaciones como las que ciertos grupos convocan desde hace días no con afán de unir, sino de confrontar, ante una etapa de nuestra historia local y mundial, que necesita del concurso y la complicidad de todos.
Por eso, lo que de ninguna manera puede aceptarse es que la bandera sea privatizada a interés de parte. Con acciones semejantes pierde ese carácter de propiedad pública y sentimiento nacional para tornarse en objeto arrojadizo de unos contra otros. Y esos otros dejarán rápidamente de sentirse representados por colores u ornamentos que se les ha hurtado y que ya no tienen como propios. Apropiársela como emblema de partido, como viene sucediendo con uno especialmente significativo desde que ha ganado una considerable representatividad parlamentaria, lleva a un uso fraccionado de lo que debe y tiene que ser de todos. A eliminar del estandarte todo lo común, aún con todas las variadas diferencias que tiene nuestra condición de españoles, y solo dejar visible en las almenas el efímero -ismo identificativo de las ideologías.
Ningún patriotismo se reafirma con la agitación frenética de la bandera. Mucho menos con la ostentación en pulseras, correas de reloj o emoticonos variados en las redes sociales. Éste es un sentimiento que fluye por nuestros adentros, en absoluto sometido a leyes universales y coreografías ensayadas. Cada uno, como el trasero, tiene el suyo y su forma de expresarlo o enseñarlo. Jamás admitiré que el que no enseña la bandera sea menos patriota que el que hace alarde de ella, ese es un envite inaceptable por ser manifiesta jugada de tahúr. Apoyar reivindicaciones puntuales de partido con el símbolo nacional por excelencia es trucar la emoción del amor a tu país por un acto de frivolidad que vicia el noble sentido patriótico en patrioterismo de pasodoble.
La bandera en este país es asunto delicado. Quizá porque somos uno de los pocos que tiene en sus anales históricos dos emblemas nacionales representativos que, para mayor abundamiento, inciden en dos sistemas opuestos como Monarquía y República, dualidad no definitivamente cerrada, por ser uno de los ojos del Guadiana de este país. Nuestros antepasados nos han dejado en herencia un factor de división complicado todavía más por los significados históricos que promueve.
Sin embargo, hemos tenido cuatro décadas de sosiego en cuanto a la enseña patria. De ello es benéfica responsable una Constitución consensuada por la gran mayoría de las sensibilidades políticas que diseñaron la democracia por la que nos hemos regido. Bandera, en este tiempo, se ha ceñido a la literalidad del término sin derivados confusos. Cada uno, con más o menos intensidad, incluso con indiferencia, hemos adoptado la elección libremente expresada por los ciudadanos. La legalidad de nuestra bandera actual es indiscutible. Y, sobre ella, la exigencia del máximo respeto por parte de todos.
A esos que han lanzado la OPA hostil de privatización sobre nuestra enseña bicolor sin escrúpulo alguno, aprovechando la agitación emocional de una pandemia con miles de muertos, les llamaría a una reflexión. Si este país, un día vuelve a plantearse un modelo estatal distinto que recupere la bandera nacional de su adscripción, y que en su día fue tan legal como la que hoy rige, ¿la adoptarían con la misma pasión? No pueden obviar que, aprobada por la mayoría, será el estandarte de esa España a la que dicen amar hasta el sacrificio. ¿O no será que la de ahora, con sus colores, aunque con otro escudo, les evoca tiempos nostálgicos?
Dejemos a la bandera ondear tranquila en los mástiles. Vibrante al son de los vientos o tranquila en la calma de una solanera. Nunca perdamos de vista que ese paño está para todos, sin ser madre de banderías.
![[Img #49690]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2020/800_img_3879.jpg)
Toda bandera es un arma de doble filo. Lo mismo une que separa. Bandería es un término derivado de ese emblema y la RAE lo define como bando o facción. Todo depende de cómo quiera usarse, sobre todo en el ámbito de un país y de un paisanaje. En muchos, aglutina; en el nuestro, para desgracia, tiende a disgregar, porque la genética cainita propia de estos pagos llama a lo sectario y tribal.
De lo que no hay duda es de que la enseña nacional es un bien público y el ciudadano tiene que estar totalmente persuadido de que lo representa al margen de filias y fobias ideológicas y partidistas. Por ello, su visibilidad tiene que estar acotada a las instituciones y organismos administrativos, donde debe ondear con todo orgullo y protagonismo. Aunque no es amiga de salir a la calle, gusta verse enarbolada entre la multitud en actos de afirmación patriótica como la fiesta nacional, o desplegada en balcones frente a posiciones rupturista del proyecto común de país. Enorgullece disfrutarla en eventos, sobre todo deportivos, en los que sus colores se mimetizan con la gesta a abordar. Pero chirría con molesta estridencia en manifestaciones como las que ciertos grupos convocan desde hace días no con afán de unir, sino de confrontar, ante una etapa de nuestra historia local y mundial, que necesita del concurso y la complicidad de todos.
Por eso, lo que de ninguna manera puede aceptarse es que la bandera sea privatizada a interés de parte. Con acciones semejantes pierde ese carácter de propiedad pública y sentimiento nacional para tornarse en objeto arrojadizo de unos contra otros. Y esos otros dejarán rápidamente de sentirse representados por colores u ornamentos que se les ha hurtado y que ya no tienen como propios. Apropiársela como emblema de partido, como viene sucediendo con uno especialmente significativo desde que ha ganado una considerable representatividad parlamentaria, lleva a un uso fraccionado de lo que debe y tiene que ser de todos. A eliminar del estandarte todo lo común, aún con todas las variadas diferencias que tiene nuestra condición de españoles, y solo dejar visible en las almenas el efímero -ismo identificativo de las ideologías.
Ningún patriotismo se reafirma con la agitación frenética de la bandera. Mucho menos con la ostentación en pulseras, correas de reloj o emoticonos variados en las redes sociales. Éste es un sentimiento que fluye por nuestros adentros, en absoluto sometido a leyes universales y coreografías ensayadas. Cada uno, como el trasero, tiene el suyo y su forma de expresarlo o enseñarlo. Jamás admitiré que el que no enseña la bandera sea menos patriota que el que hace alarde de ella, ese es un envite inaceptable por ser manifiesta jugada de tahúr. Apoyar reivindicaciones puntuales de partido con el símbolo nacional por excelencia es trucar la emoción del amor a tu país por un acto de frivolidad que vicia el noble sentido patriótico en patrioterismo de pasodoble.
La bandera en este país es asunto delicado. Quizá porque somos uno de los pocos que tiene en sus anales históricos dos emblemas nacionales representativos que, para mayor abundamiento, inciden en dos sistemas opuestos como Monarquía y República, dualidad no definitivamente cerrada, por ser uno de los ojos del Guadiana de este país. Nuestros antepasados nos han dejado en herencia un factor de división complicado todavía más por los significados históricos que promueve.
Sin embargo, hemos tenido cuatro décadas de sosiego en cuanto a la enseña patria. De ello es benéfica responsable una Constitución consensuada por la gran mayoría de las sensibilidades políticas que diseñaron la democracia por la que nos hemos regido. Bandera, en este tiempo, se ha ceñido a la literalidad del término sin derivados confusos. Cada uno, con más o menos intensidad, incluso con indiferencia, hemos adoptado la elección libremente expresada por los ciudadanos. La legalidad de nuestra bandera actual es indiscutible. Y, sobre ella, la exigencia del máximo respeto por parte de todos.
A esos que han lanzado la OPA hostil de privatización sobre nuestra enseña bicolor sin escrúpulo alguno, aprovechando la agitación emocional de una pandemia con miles de muertos, les llamaría a una reflexión. Si este país, un día vuelve a plantearse un modelo estatal distinto que recupere la bandera nacional de su adscripción, y que en su día fue tan legal como la que hoy rige, ¿la adoptarían con la misma pasión? No pueden obviar que, aprobada por la mayoría, será el estandarte de esa España a la que dicen amar hasta el sacrificio. ¿O no será que la de ahora, con sus colores, aunque con otro escudo, les evoca tiempos nostálgicos?
Dejemos a la bandera ondear tranquila en los mástiles. Vibrante al son de los vientos o tranquila en la calma de una solanera. Nunca perdamos de vista que ese paño está para todos, sin ser madre de banderías.






