Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 27 de Junio de 2020

La Astorga desconocida

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Imperiosa necesidad de desintoxicarse. Quedan de lado, por ahora, los afluentes sanitarios y políticos de la dichosa pandemia, esa de los heroísmos de primera hora y de los disparates de esta última que, como en el juego de la oca, pueden llevar directo de vuelta, por los azarosos volteos del dado, a la maldita casilla del punto de salida. 

 

Acaba de empezar la estación estival y los pensamientos se orientan a los días de descanso asociados a la llegada o retorno a un lugar deseado. Es libre o consensuada elección, potestad repleta de gozosos augurios.

 

Por esta cabeza ya ronda bastante configurada la temporada feliz de Astorga. Pero los tiempos presentes  borran las conjugaciones en ese modo y las encadenan a un pretérito que no se desea repetir, ni falta que hace, para no profundizar en rutinas. Cada veraneo tiene su afán, y éste se nos presenta, a la fuerza, muy turbio. Respiramos aire de atmósfera en la que sobrevuelan los miedos y pesares de un curso finiquitado con mucho dolor. En el inmediato punto y seguido se esbozan las amenazas de un otoño que profecías de talante bíblico prologan en idénticos pesares con voluntad continuista y afligen con venideras catástrofes.

 

En este abominable orden de cosas, Astorga se me dibuja como quimera inalcanzable en su habitual firma de lugar de reposo, de territorio de emociones sencillas. No acierto a verme en las caminatas al paso cadencioso del rumbo a ninguna parte, ocultando bajo máscara boca y nariz, al soplo en lo que poco quede a la vista de rostro, del aire puro y refrescante de la mañana. Me es imposible concebir la cerveza y las patatas fritas del Jardín en mesas con númerus clausus de ocupantes, por aquello de las distancias reglamentadas en decreto; este es recinto de mobiliario  flexible, de trajín constante de sillería a medio vuelo, para hacer de las leyes físicas del espacio ocupado, una tesis sobre la transición veloz de lo rígido a lo moldeable. Será difícil aceptar en visión y audición el mutismo del templete, vacío de su banda y de su música, en el vermú de los domingos y fiestas de guardar. Al borde de la pesadilla se me aparece la ronda de cortos, vinos y obligada tapa, en la algazara de las barras, hechizada en la vista de beber y tapear casi en soledad. Más aburrido que bailar con la hermana.

 

De mi último verano quedó la imagen de una Astorga víctima cruel de la desertización   de oportunidades para los jóvenes en sus legítimos deseos de prosperar. Este año me la imagino con la patología agravada de la total atonía de su sector dominante: el turismo. Nula oferta de espectáculo atrayente para las visitas foráneas. En el baúl quedarán, entre la naftalina, las elegantes túnicas y las bien bruñidas corazas romanas, así como las bastas pellizas astures. No habrá edificación de campamentos conjuntos en la ilusión óptica de una simbiótica camaradería, que el rigor de la historia se encarga de romper en las crónicas bélicas de los campos de batalla. Si las circunstancias imponen una cancelación de Juegos Olímpicos, no demandará mucha imaginación qué puede suceder con la recreación local de un circo propio de épocas lejanas, pasto, sobre todo, de relatos del pasado actualizados en el celuloide.

 

Astorga, sin embargo, puede recobrar este atípico verano un papel de refugio para muchos de sus naturales que escudriñarán entre sus murallas el espacio buscado otros estíos en el cosmopolitismo turístico tan propenso a lo desconocido y a lo exótico, hoy herméticamente cerrados y sin más alternativa que una vuelta por lo olvidado. Buena oportunidad para caerse de los guindos de ciertas costumbres sin más sentimiento que los souvenirs de vitrina hogareña y los selfies epatantes para amigos y conocidos en las redes sociales. Aproximarse o recuperar orígenes vitales puede resultar experiencia más gratificante que la aventura de sumarse a un viaje lejos de todos los códigos del buen viajero, el que manda en sus rutas y tiempos, no el que se atiene a las costumbres del rebaño.

 

Mi verano pone rumbo, por las especiales circunstancias del momento, a una Astorga que presumo desconocida. Cuando, desde siempre, en estas fechas el rutómetro  parecía definitivo, he aquí que me han modificado todas las coordenadas, y que las ilusiones ceden el paso a temores y resquemores que jamás han estado sobre el tapete. A este respecto me agarro a la frase del maestro oriental (no es tópico) Chuang Tzu: el mejor viajero es el que no sabe adónde va. Lleno de sinceridad añado: no sé a qué Astorga iré, pero estoy seguro de que quiero llegar.

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