Convivir con el mansplaining
![[Img #50354]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2020/6905__dsc0187.jpg)
Escribo desde la furia. Más fuego no puedo echar. Durante muchos años de ejercicio profesional, y de experiencia vital también, me he esforzado por ser tratada de igual a igual. Cada vez con mayor frecuencia lo he ido consiguiendo. Cierto es que me acerco al medio siglo de edad y que ¡afortunadamente! estas cuestiones se han ido redimiendo en la mayoría de los casos. Pero hay otros en los que no, y eso es lo que me enciende.
Cada vez convivimos con más anglicismos, y eso tampoco me gusta demasiado, pero las connotaciones del término mansplaining son mucho más completas, a mi entender, que las que englobarían situaciones desquiciantes para cualquier mujer: paternalismo, proteccionismo, miramealosojosquenoalastetascuandomehables, aunquemepinteloslabiosnosoytonta, notengoporquévestirmeformalparaquemetratesconrespeto, eltechodecristalnojustificatuprepotencia… y otras tantas. Demasiadas. Y que, además, se aumentan con la edad en un paralelismo a la invisibilidad femenina cuando una va dejando atrás con despreocupación la belleza inherente a la juventud. De repente, el burócrata que tienes enfrente, y al que contraargumentas con tecnicismos propios de su campo ante los que se queda ‘ojiplático’ y evidencian el tipo de ‘concurso oposición’ con el que llegó al cargo, se erige en un prototípico macho prepotente y condescendiente, partiéndote en migajas una explicación que hace páginas, por no decir volúmenes, dejaste atrás.
Y te muerdes el labio por dentro. Y las uñas, aunque ni siquiera acerques la mano a tu cara (imposible, por otra parte, con la inseparable mascarilla). La lava interior se me desborda e imploto. Me enseñaron a hacerlo. Me construyeron en un molde adaptativo y sumiso a la autoridad y a la jerarquía, y por ende a quien ostentaba el poder conferido por el género en aquellos años, y me vuelto tremendamente hiriente en unas respuestas tapizadas de terciopelo que pinchan como puñales.
Lo siento. No sé hacerlo. No puedo hacerlo. No quiero hacerlo. No, no me callo, mamá. Me has dicho mil veces que se consigue más de buenos modos que con ese genio que me delata. Te he hecho caso ¿no lo ves? Los modos son buenos, educados, fraternales incluso. El contenido, sin embargo, tan letal que me lleva casi a dar valor a la teoría sobre el conectoma estructural del cerebro que postulaba diferencias intrínsecas entre el masculino y el femenino, otorgando mayor comunicación interhemisferios en el segundo y mayor eficacia, por tanto, en el uso de la palabra. No me soluciona demasiado, tampoco, este éxito ruin. Después de todo, el burócrata seguirá inoperante desde su puesto, viendo crecer su ego ampuloso (“¿Quién es Pepito? Dale un carguito”) amasado por la certeza de un sueldo que llega mes a mes, año tras año, sin confrontarse con exigencia de resultados mientras yo regreso a mi casa a redimirme leyendo por enésima vez ‘El principio de Peter’ conocido por ser el elogio de la incompetencia, o el más reciente ‘Elogio de la mediocridad o la democracia ideal’ salpimentado con un poquito del miedo COVID, y ya una se queda tranquilita y sin rechistar.
![[Img #50354]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2020/6905__dsc0187.jpg)
Escribo desde la furia. Más fuego no puedo echar. Durante muchos años de ejercicio profesional, y de experiencia vital también, me he esforzado por ser tratada de igual a igual. Cada vez con mayor frecuencia lo he ido consiguiendo. Cierto es que me acerco al medio siglo de edad y que ¡afortunadamente! estas cuestiones se han ido redimiendo en la mayoría de los casos. Pero hay otros en los que no, y eso es lo que me enciende.
Cada vez convivimos con más anglicismos, y eso tampoco me gusta demasiado, pero las connotaciones del término mansplaining son mucho más completas, a mi entender, que las que englobarían situaciones desquiciantes para cualquier mujer: paternalismo, proteccionismo, miramealosojosquenoalastetascuandomehables, aunquemepinteloslabiosnosoytonta, notengoporquévestirmeformalparaquemetratesconrespeto, eltechodecristalnojustificatuprepotencia… y otras tantas. Demasiadas. Y que, además, se aumentan con la edad en un paralelismo a la invisibilidad femenina cuando una va dejando atrás con despreocupación la belleza inherente a la juventud. De repente, el burócrata que tienes enfrente, y al que contraargumentas con tecnicismos propios de su campo ante los que se queda ‘ojiplático’ y evidencian el tipo de ‘concurso oposición’ con el que llegó al cargo, se erige en un prototípico macho prepotente y condescendiente, partiéndote en migajas una explicación que hace páginas, por no decir volúmenes, dejaste atrás.
Y te muerdes el labio por dentro. Y las uñas, aunque ni siquiera acerques la mano a tu cara (imposible, por otra parte, con la inseparable mascarilla). La lava interior se me desborda e imploto. Me enseñaron a hacerlo. Me construyeron en un molde adaptativo y sumiso a la autoridad y a la jerarquía, y por ende a quien ostentaba el poder conferido por el género en aquellos años, y me vuelto tremendamente hiriente en unas respuestas tapizadas de terciopelo que pinchan como puñales.
Lo siento. No sé hacerlo. No puedo hacerlo. No quiero hacerlo. No, no me callo, mamá. Me has dicho mil veces que se consigue más de buenos modos que con ese genio que me delata. Te he hecho caso ¿no lo ves? Los modos son buenos, educados, fraternales incluso. El contenido, sin embargo, tan letal que me lleva casi a dar valor a la teoría sobre el conectoma estructural del cerebro que postulaba diferencias intrínsecas entre el masculino y el femenino, otorgando mayor comunicación interhemisferios en el segundo y mayor eficacia, por tanto, en el uso de la palabra. No me soluciona demasiado, tampoco, este éxito ruin. Después de todo, el burócrata seguirá inoperante desde su puesto, viendo crecer su ego ampuloso (“¿Quién es Pepito? Dale un carguito”) amasado por la certeza de un sueldo que llega mes a mes, año tras año, sin confrontarse con exigencia de resultados mientras yo regreso a mi casa a redimirme leyendo por enésima vez ‘El principio de Peter’ conocido por ser el elogio de la incompetencia, o el más reciente ‘Elogio de la mediocridad o la democracia ideal’ salpimentado con un poquito del miedo COVID, y ya una se queda tranquilita y sin rechistar.






