Sol Gómez Arteaga
Sábado, 05 de Septiembre de 2020

Las alas de la imaginación

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De sobra es sabido y de sabido (es) olvidado que las cosas son lo que parecen, no lo que son, y que las desgracias objetivas particulares (la muerte, la enfermedad, una separación matrimonial, la ruina económica) u otras que afectan al destino de la humanidad (una guerra o esta invisible pandemia que desde hace meses estamos padeciendo) pueden ser vividas de muy diversas maneras según a quien afecten, siendo absolutamente determinante la actitud o comportamiento que adoptemos ante eso que nos sucede (de afrontamiento, asunción, aceptación o, por el contrario, de derrotismo, pasividad, preocupación obsesiva, negación).

 

Al hilo de esto me viene a la cabeza la deliciosa película ‘La vida es bella’ de Roberto Benigni que se desarrolla en un campo de concentración nazi durante la II Guerra Mundial, cuyo argumento gira en torno a la elaborada fantasía que Guido construye para hacer creer a su hijo Giousé que la terrible situación que atraviesan es tan solo un juego. En la película vemos que además de la actitud optimista y un tanto alocada de Guido, (para sobrevivir ante determinadas circunstancias hay que perder un poco la cabeza) juega un papel fundamental ese otro ingrediente que es la imaginación, o salvavidas al que los protagonistas se aferran para sobrellevar el terror más inimaginable. El terror de los terrores.

 

Y es que el infierno no es tal si tenemos un cielo de anhelos, de sueños, de imágenes, de historias posibles que explorar dentro de nosotros mismos en un ejercicio genuino de introspección, del que la literatura, entre otras disciplinas y artes, da buena cuenta. La obra de Dikinson demuestra que el aislamiento de su autora en su casa paterna de Amherst (Massachusetts) fue su mejor forma de abrirse a la posteridad, y digo posteridad porque de los 1775 poemas que escribió en su vida solo publicó 7, todos ellos firmados bajo pseudónimo. Salinger se recluyó en una granja de Cornish (New Hampshire) durante los últimos cuarenta años de su vida, entregado en cuerpo y mente a la escritura, y Marcel Proust se enfrascó “A la busca del tiempo perdido” durante quince años en su piso del 102 del Boulevard Haussmann de París. Hay muchos más ejemplos que demuestran que en el santuario interno de la imaginación se hospeda un verano tan invencible, que diría Camus, como creativo. Darnos permiso a nosotros mismos para volar con las alas de la imaginación sin movernos de sitio es acaso lo más maravilloso que tenemos, si bien las más de las veces, sumergidos en un exceso de la realidad, se nos pasa por alto.

 

De imaginación quien más sabe es la infancia, paraíso soterrado en el que todo es aun posibilidad, y podemos convertir una bola de cristal rellena de agua teñida de azulete en un inmenso océano, una escombrera en ese lugar especial en el que siempre se encuentran los más preciados tesoros, un improvisado teatrillo de cartón en el escenario donde se suceden, el que dura la obra, los más fabulosos encantamientos, o un montículo de piedras en la montaña más alta del mundo a cuya cima se llega tras un denodado esfuerzo.

 

Imaginar no es otra cosa que rescatar el niño que llevamos dentro, al niño que nunca se fue sino que se quedó recluido en un recodo de la memoria olvidada, y volver a mirar el mundo con el asombro y la sorpresa y la magia de quien lo descubre por primera vez.

 

Acaso la buena vida, la vida plena, sea eso: Un acto de fe, de creer sin pruebas o evidencias (¡Al fin y al cabo qué carajo sabemos de eso que llamamos realidad!) y un acto de voluntad, o deseo de alcanzar con todas las fuerzas lo que hemos decidido “que es lo nuestro”.

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