Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 05 de Septiembre de 2020

Desapercibido

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Cuando de joven leía las crónicas de un partido de fútbol, a la hora de calificar al árbitro, el crítico, si acertaba en sus decisiones e impartía  justicia con imparcialidad,  se limitaba a señalar que el de negro había pasado desapercibido. Es decir, no se notaba su presencia. Concedía así la nota más alta. Mala era la reseña si el juez de la contienda se convertía en protagonista. Seguro que la había liado.

 

Otro ejemplo más notorio aún de la bondad de ese pasar inadvertido lo tenemos en nuestro propio cuerpo. No hay mejor sensación de buena salud que no sentirlo, que nos pase desapercibido, como ingrávido. Se rompe ese bienestar al momento con un dolor o un pinchazo que, muchas veces, son el encendido de alguna luz de alarma y la llamada de  visita obligada al galeno.

 

En nuestro ámbito profesional, un buen entrevistador es aquel que deja el campo libre a las declaraciones del entrevistado, auténtico y real protagonista de la información, porque la entrevista siempre ha de ser CON (incluso CONTRA) alguien y nunca DE alguien. El que interrumpe constantemente la declaración de su interlocutor con morcillas y opiniones propias, se hace acreedor a la acusación de intrusismo, aparte de estafar a una audiencia que acude presta a escuchar las declaraciones de un personaje relevante y no del instrumento profesional que ha de encauzarlas, Esa es su tarea que, bien cumplida, es de enorme mérito. Pero, el quid de la cuestión es, de nuevo, pasar de puntillas.

 

Tres ejemplos - pueden ser bastantes más - del elogio del anonimato y su buen quehacer cuando debe ser obligatorio, pero un gran pecado de nuestro tiempo, es que ese pasar desapercibidos  nos convierte en irrelevantes y vulgar material de relleno en este teatro de cháchara basta. 

 

Hoy se cotiza más el grito, el chirrido, que el silencio. Por eso, nuestra sociedad es ruidosa y no calma en sus manifestaciones. Cunde la impresión de que quien más grita o mejor insulta se hace dueño de la situación. Los medios de comunicación, con las redes sociales en vanguardia destacada, hacen burdo seguidismo de una verborrea que confronta más que revela, que crispa más que relaja, que riñe más que debate, que impone más que aconseja. Todos los antónimos se hacen dueños y señores de ese concepto de partida que debe ser el sosiego, lanzadera de conceptos más altos y, a su vez, más sencillos, como el del sentido común. Pero la sencillez es otra idea que se bate en retirada. Vivimos prisioneros de un barroquismo digital.

 

Si el espectáculo de la cultura en su día fue territorio de una élite, ahora cualquiera se cree artista por el simple manejo de un artilugio que, de teléfono, deriva a cámara de fotos y vídeo; de unas redes sociales, que se han ciscado en el periodismo serio y riguroso y que dan vía libre a la literatura y oralidad de los disparates como sublimes creaciones imaginativas. Buenos tiempos aquellos en los que aquel referente unívoco del tonto del pueblo se numeraba en singular. Hoy toma la forma de muchedumbres por ese afán indomable de no pasar desapercibidos. La notoriedad a cualquier precio, aunque atente contra la  más elemental inteligencia.

 

A cualquiera que tenga dos dedos frente (especie en extinción) le tiene que crujir ver en noticiarios de cadenas generalistas de televisión y en horarios de máxima audiencia, las creaciones cinematográficas de vídeos caseros dando cuenta de hazañas de  descerebrados en gran formato, conduciendo el coche con los pies al volante a 200 km/h, o las caídas espeluznantes, entre risotadas que sobrecogen a cualquiera, de sus hijos pequeños como si fueran simples juguetes y no trocillos de carne que ven, sienten y padecen. Estúpidos ellos y estúpidos esos medios que publicitan la sinrazón para satisfacer su sed de audiencias y no quedar sometidos a la irrelevancia.

 

Hay que ser viral para ser alguien. Penosa vara de medir méritos esta de la era tecnológica, donde la imagen es dueña absoluta de la relevancia y autopista libre a la estulticia. Porque en la masificación no puede germinar una creación única. La Gioconda o Las Meninas, solo las pueden pintar Leonardo o Velázquez, absortos en un diálogo con su genial inspiración. De poder hacerlo cualquiera, serían vulgares estampas o cromos.

 

Me pregunto con frecuencia si Andy Warhol, el de los quince minutos de gloria en la vida de todo humano, asistiera a este espectáculo de fama obscena, tirada por los suelos al precio más bajo. ¿Qué nuevo intervalo de tiempo concedería a la celebridad con esa tendencia obsesiva a no pasar inadvertidos? Mientras busco una respuesta que seguramente jamás podré darme, opto por cultivar mi pensamiento y mi formación en el vergel del silencio que tanto ayuda a pasar desapercibido.

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