Mercedes Unzeta Gullón
Sábado, 05 de Septiembre de 2020

Las despedidas

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Perder a un ser querido es doloroso, muy doloroso. Aunque nos hayamos ido preparando para su marcha el ‘nunca más’, el vacío de su desaparición definitiva, el ‘para siempre’,  es duro de aceptar sobre todo en los primeros momentos.

 

No es verdad que “con el tiempo te olvidas”, o “el tiempo todo lo cura”, el tiempo lo que hace es ir llenando poco a poco el vacío que la persona querida ha dejado en nuestro corazón y en nuestra vida, pero la distancia que pone el tiempo coloca nuestro querer en un lugar más profundo que no quiere decir ‘olvido’ sino una presencia más honda, más intensa, más presente desde dentro.

 

No sé si me explico pero lo que quiero decir que el ser querido que se ha ido no lo hemos perdido.

 

Cuando perdemos a un ser muy querido el impacto de la ausencia, aunque sea esperado, nos sobrecoge y concentra el sufrimiento en el adiós definitivo, sin vuelta, en el final de una etapa de nuestra vida. Sí, la realidad es que sufrimos por nosotros no por la persona que se va, porque la que se va, se va, se ha ido, no sabemos a dónde ni si hay un dónde, pero lo que sí es evidente es que no va a padecer sufrimientos porque me parece que la Iglesia ya desmontó el purgatorio y lo de las llamas del infierno creo que no está muy claro que quemen.

 

Este vacío que nos deja la persona que se va nos sumerge en un duelo de orfandad que el discurso de la de la vida, con sus quehaceres, luchas y disfrutes, va matizando y resolviendo poco a poco hasta llegar a diluirse en los avatares vitales.  Es como los vasos comunicantes que cuando se desnivela el agua por alguna anomalía acaba llegando el momento en que se nivela. Así pasa con los desconsuelos que acaba llegando el momento del consuelo.

 

Y cuando hemos pasado el duelo de ausencia es cuando aparece la presencia del ser querido en el interior de nuestras emociones de una manera más honda, más intensa y más feliz. Es entonces cuando convivimos con ella en un recuerdo cotidiano de sus palabras, sus gestos, su sonrisa, su amor. Es entonces cuando acaba la sensación del ‘nunca más’ porque vuelve a tener presencia en nuestra vida, una presencia inmaterial muy gratificante y acompañante.

 

Cuando se nos va el primero de los progenitores nos resulta difícil de asumir porque asistimos a la primera pérdida. Pero cuando se va el segundo progenitor nuestro sufrimiento es aún mayor porque aparece la sensación de pérdida del techo protector, como si desapareciera el tejado de la casa y el cielo no nos sirviera de protección como a Debra Winger*. Nos quedamos en la ‘línea de salida’ y eso nos provoca bastante aprensión aparte de la orfandad.

 

“Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”, decía Machado con mucho acierto.

 

En principio por ley de vida nos toca despedir a nuestros mayores, y ojalá sea así y no al revés. Ojalá siempre despidamos a los que ya han hecho el camino y no a los que les queda camino por recorrer.

 

Abordo este tema de ‘despedidas’ pensando en mi amiga y directora de este periódico, María Antonia, que ha perdido en estos días a su padre, una circunstancia siempre difícil de asumir con tranquilidad y sosiego, a pesar de que Él ya había recorrido su camino y el tiempo  se le anunciaba acortado. Me duelo con su dolor y le deseo mucho ánimo para seguir su tarea tan fantástica y valiente en este resistente campo de la comunicación.

 

O témpora o mores

 

*Debra Winger. El cielo protector. Bertolucci,

 

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