Ángel Alonso Carracedo
Viernes, 11 de Septiembre de 2020

El fútbol y la baraja

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No hay verano sin serpiente. Informativa, se entiende. La de éste podría reptar por los senderos de la pandemia, pero pertenecería también a estaciones anteriores como el invierno y la primavera, y apunta a nuevas, incluso en sucesivas rondas, para los más cenizos. Con esa tarjeta de presentación más que culebrilla estival tomaría - y toma para muchos - la forma de una colosal hidra.

 

Serpiente del verano en clave de divertimento, que es como suelen presentarse, ha sido el deshoje de margarita de Leo Messi, que si Barça sí, que si Barça no. Salió la opción afirmativa, pero con todas las probabilidades de tornar a negativa el próximo verano. Ya se adivina el ofidio, si unos meses antes no se da cerrojazo al culebrón con el rumbo a otras ligas.

 

Al calor (lo propio del verano) del serial de marras se han cocido elucubraciones sobre si el rosarino es el mejor futbolista de la historia. Desde luego está por derecho propio en ese Olimpo balompédico que antes han ido nutriendo Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona. Un cuarteto que ya es quinteto. Lo de capo di tuti capi para Messi es ya más discutible, porque en esto de las estéticas futboleras entran en acción multitud de matices, entre ellos, la decisiva militancia de las aficiones.

 

Puede ayudarnos en la elección la simbología común que tiene la baraja española con este capítulo futbolístico. Los cuatro palos son representación de los estados de la época medieval. Los oros representaban la aristocracia y la riqueza anexa; las copas, la intelectualidad y la cultura; las espadas, el orbe castrense; y los bastos, el pueblo llano. Los cuatro ocupantes del Olimpo del balón bien pueden representar un naipe, el de los reyes, claro. 

 

Sigamos el orden cronológico. Di Stefano fue el pionero en el tiempo. Un jugador que quienes lo vieron (yo, muy niño, siendo él ya una vieja gloria) dicen que revolucionó las posiciones estáticas del juego de aquellos tiempos y fue el precursor del futbolista total que se movía con plena libertad por el terreno de juego. Se apunta también que configuró la figura de líder indiscutible del equipo bajo premisas de solidaridad con el grupo. Sacó al fútbol de las madrigueras locales en que competía, para expandirlo por todo un continente y algo más allá. La globalidad era una utopía y la televisión una recién nacida. Se hace difícil imaginar conquistas sin el concurso de la espada. Es el rey de ese palo.

 

Pelé fue otro de los astros a los que vimos en blanco y negro. Un jugador de destellos inimaginables que mis ojos de adolescente configuraron como un malabarista del balón. No había visto nada parecido a aquellas filigranas que parecían salidas de una película de dibujos animados. El Mundial de Suecia se puede resumir en su imagen de la final, controlando la pelota con el pecho, y sin dejarla tocar el pasto, varios sombreros a los defensas en el comprimido reducto del área, fue capaz de fabricar un remate a la red de pura orfebrería. Nunca desaparece de mi archivo mental la maravilla que es el fútbol cuando aplica los designios del arte. Fue tan grande, que mitificó el gol a lo Pelé, que nunca marcó. Único jugador que ha ganado tres copas del Mundo de selecciones. Para mí, el rey de oros.

 

Cruyff, el único europeo de la lista, aparenta ser el más anodino de la relación quizás porque el viejo continente tiene una filosofía cartesiana del fútbol, que Sudamérica convierte en onírica. Es un camuflaje. Al holandés lo asemejo a un ideólogo de este deporte. Es al juego de los veintidós, lo mismo que San Pablo es al cristianismo. El fútbol moderno no se puede entender sin la presencia de este artista de prodigiosos cambios de ritmo. La soberbia naranja mecánica no podría concebirse como la máquina engrasada que fue, sin Cruyff.  Llevó su ciencia y su ideología, del césped a los banquillos, y desde éstos siguió sentando una cátedra que configuró el equipo de los sueños (dream team). Trazó con regla y cartabón lo mismo un regate que un esquema.  Por esa conexión entre intelectualidad y fútbol es el rey de copas.

 

Fue el jugador del pueblo. El lumpen futbolero lo adora. Un populista del fútbol con sus luces y sus sombras. Maradona jugaba, hablaba y vivía enardeciendo a las masas y provocando a las élites. Inmenso en la cancha, ínfimo en la calle. No comunicó con la seña burguesa de ese más que un club, lema del Barça, pero adoptó como religión el subdesarrollo del sur italiano en el club más representativo de esa idiosincrasia de la pobreza oculta en la sospecha de lo ilícito: el Nápoles. Equilibró la primera copa del Mundo ganada por Argentina para un execrable régimen militar, con una segunda, que él solo se echó al hombro, y que entregó como desagravio a un pueblo que lo coronó  liberador del trauma de la dictadura. Sin duda, es el rey de bastos.

 

Messi, ¿qué representa en este juego de rol? Fácil: la contemporaneidad global del fútbol. Es el icono balompédico por antonomasia de  los cinco continentes. Es jugador de club, ¿solo de uno: el Barça? Está por ver. Pero ha suspendido en el colectivo de su selección nacional. Se le niega el aval de un título mundial. Es su lastre. Desde esa óptica, su patria, tan sensible a los caprichos de la pelota, lo pone por detrás de Maradona. No ha sido profeta en su tierra, aunque el mundo le ha visto dibujar el asombro con su zurda. Ha llamado al silencio en aficiones propias y ajenas cuando imantaba el esférico y metía marchas hacia la portería. Messi ha sido el mejor jugador de salón de la historia impartiendo cátedra en estadios atestados y foros catódicos, rendidos a la par, al suspense y a la magia. No hay palo para este rey. Es el jóker. El que convierte el póker en repóker.

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