Catalina Tamayo
Sábado, 07 de Noviembre de 2020

De las vírgenes

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“La libertad es uno de los pocos bienes que solo se aprecian cuando se pierden.”

 

Pericles, cuando salió del salón de Laida, la hetaira por la que perdió la cabeza Mirón, se dirigió, como cada día, hacia la acrópolis para ver cómo iban los trabajos que dirigía el viejo Fidias. Como cada día, antes de volver a casa, donde lo esperaba Aspasia. Subía por las escaleras de mármol, flanqueadas por dos hileras de estatuas, pensando en aquel día en el ágora, cuando convenció a la asamblea de que el templo de Atenea, la diosa protectora de Atenas, había que construirlo, costase lo que costase, enorme y suntuoso, en este lugar elevado de la ciudad, mirando hacia el mar.

 

Detrás de él, a unos pocos peldaños, venía Sócrates acompañado por su discípulo Alcibíades y su ex maestro Anaxágoras. Sócrates, que vestía un quitón sucio y remendado, escuchaba con atención, esforzándose por comprender, lo que Alcibíades estaba razonando sobre asuntos políticos. Anaxágoras, el padre de la astronomía, que había traído la filosofía a Atenas, ascendía, ajeno a esta conversación, dándole vueltas en su cabeza a la idea de que el Sol no era un dios sino una piedra ardiendo. Más abajo, Protágoras se había parado a observar con detenimiento el teatro para la música que Calícatres estaba levantando en la misma ladera. Mientras admiraba su forma cónica, se puso a su lado, sin percatarse de su presencia, el jovencísimo Aristófanes, quién le susurró: “Parece una pera, como la cabeza de Pericles”. Pero Protágoras, como Pericles era su amigo, no dijo nada, se calló sin más, ni siquiera volvió la cabeza para mirarlo, aunque en su interior comprendió lo atinado que era el juicio de este efebo burlón, que un día llegaría a ser el comediógrafo más importante de su tiempo y en algunas de sus comedias se atrevería a ridiculizar al mismísimo Sócrates, que a pesar de ello siguió siendo su amigo.

 

Una vez en la cima, pasaron por entre las columnas dóricas, posteriormente llamadas antepuertas, que estaba labrando Mnesicles, y Fidias, con el cincel en la mano y la túnica cubierta de polvo blanco, como fina capa de nieve, los codujo a la estancia de las sacerdotisas de la diosa, conocida como Partenón, que se hallaba en la parte occidental del templo. Mientras se esperaba a que llegasen los demás, Sócrates a través de las columnas miró a la ciudad, que bullía allá abajo, y dijo para sí: “Pese a todo, no hay otra igual, solo en ella se pude pensar en libertad. Pero es posible que los atenienses no se den cuenta de lo afortunados que son de haber nacido en esta ciudad y en este momento. Es posible, porque los hombres acostumbramos a olvidar nuestra propia fortuna y a apreciar la de los demás”. Poco a poco fueron llegando Gorgias, Eurípides, Diógenes de Apolinia y Sófocles. El último en entrar en la sala de las vírgenes fue Zenón de Elea, el discípulo más brillante de Parménides, que venía absorto en una nueva paradoja, la de la carrera de Aquiles y la tortuga, empeñado en demostrar que el movimiento no existía, sin darse cuenta de que con ese juego lógico solo lograría divertir otra vez a los atenienses e irritar todavía un poco más a Sócrates.

 

Cuando estuvieron todos, muchos de los cuales eran metecos, se guardó un profundo silencio, esperando lo que iba a hacer Fidias. Fidias, malhumorado, retiró el velo y el mármol modelado quedó al descubierto. Entonces, el asombro fue unánime: el mármol se movía, tenía vida. En aquel momento, ninguno de los presentes –tampoco Protágoras, siempre tan escéptico– habría estado en desacuerdo con el juramento por todos los dioses que haría unos cuantos años más tarde un personaje de Jenofonte, otro de los discípulos de Sócrates: “No daría la belleza por todo el poder del rey de Persia”.

 

 

 

 

 

 

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