Certeza
![[Img #51943]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2020/4648_sol-dsc_0041.jpg)
Hace unas semanas en la historia (esa nueva opción que nos permite Facebook) de mi paisana y amiga Teresa Álvarez Rodríguez vi el dibujo de una familia de gatos compuesta por papá Micho, mamá Gata, Michín, Canelo y Morito que, de forma automática, me llevó a pensar que se trataba de un trabajo hecho por algún ser menudo de su casa. Mi amiga, como adivinando el origen de mi entusiasmo, enseguida me aclaró que pertenecía a un libro de texto llamado Micho con el que muchos niños y niñas aprendieron a leer jugando, entre ellos sus propios hijos. Y en el enlace que me mandó a continuación comprobé que las cartillas Micho, editadas por Bruño, fueron un invento de lectoescritura y un icono para varias generaciones de españoles infantes de tres a seis años de los años 80 y 90.
En el origen de la idea se encuentran cuatro maestras de Cuenca que utilizaron un sistema de escritura novedoso: el onomatopéyico, basado en enseñar los fonemas puros de cada letra (primero las vocales y luego las consonantes), asociados a señas mímicas (con manos, brazos, pies y el rostro). Por ejemplo, el aprendizaje de la letra j se asocia al gesto de una mujer que se clava una espina en la garganta y trata de expulsarla. Pero hay cientos de ellos. El resultado fue que los niños cantaban, bailaban, estaban alegres, se lo pasaban bien y aprendían a un ritmo más rápido que en otros colegios y, gracias al apoyo de una inspectora entusiasta, el método se impulsó a nivel nacional.
Aunque soy de una década anterior a las cartillas Micho, por asociación me retrotraje a ese otro material, el de los cuadernos Rubio, en los que de pequeña practicaba caligrafía. y por asociación también a ese mundo vivido y redondo y pequeño como una naranja que era mi pueblo en el que estaba contenido el universo todo. Un mundo en el que dos por dos eran cuatro, los ríos de España discurrían bastante controlados, la cartera para ir a la escuela duraba muchos cursos -en todo caso más de los deseados-, no había eso que se llaman extraescolares, pero tampoco trastornos de ansiedad, y los deberes los hacíamos los escolares sin ayuda sentados en la mesa camilla al abrigo del brasero, dado que nuestros padres carecían de los conocimientos necesarios para echarnos una mano. En cambio, criados en una época en la que la supervivencia era la prioridad principal, se emplearon a fondo en la tenaz tarea de darnos un porvenir mejor que el que ellos tuvieron.
Vivíamos y crecimos en un mundo cerrado y sólido que nos daba estructura, seguridad, que nos hacía crecer bastante más estables emocionalmente de lo que en general se crece ahora.
Repaso este 2020 que casi toca a su fin. Un año de meses convulsos, inciertos, en el que las informaciones y contrainformaciones se suceden sin respiro ni tregua. Ver con claridad meridiana en un escenario así es dificilísimo. Porque aunque dos y dos siguen siendo cuatro, ese cuatro, de pronto, es permanentemente puesto en tela de juicio. Y aunque los ríos de España siguen siendo el Miño, del Duero, el Tajo… pareciera que se han desbocado, y el mundo en vez de redondo resulta que ahora es global aunque nosotros, sus habitantes, cada día estemos más a-isla-dos. Con tanta información contradictoria nos hemos vuelto incrédulos. Y andamos escindidos, erráticos, desnortados, desorientados, desmotivados, confusos.
Tal vez por eso, descubrir un hallazgo como las cartillas Micho, confeccionadas a mano y sin permiso por cuatro maestras que tenían la certeza de creer a pies juntillas en lo que hacían, -acaso la vida sea solo eso, tirar para adelante con aquello en lo que creemos y que, de resultas, mejor desempeñamos-, supusieron de pronto para mí un faro en medio de la oscuridad, una luz de esperanza entre la espesura y la niebla.
Hace unas semanas en la historia (esa nueva opción que nos permite Facebook) de mi paisana y amiga Teresa Álvarez Rodríguez vi el dibujo de una familia de gatos compuesta por papá Micho, mamá Gata, Michín, Canelo y Morito que, de forma automática, me llevó a pensar que se trataba de un trabajo hecho por algún ser menudo de su casa. Mi amiga, como adivinando el origen de mi entusiasmo, enseguida me aclaró que pertenecía a un libro de texto llamado Micho con el que muchos niños y niñas aprendieron a leer jugando, entre ellos sus propios hijos. Y en el enlace que me mandó a continuación comprobé que las cartillas Micho, editadas por Bruño, fueron un invento de lectoescritura y un icono para varias generaciones de españoles infantes de tres a seis años de los años 80 y 90.
En el origen de la idea se encuentran cuatro maestras de Cuenca que utilizaron un sistema de escritura novedoso: el onomatopéyico, basado en enseñar los fonemas puros de cada letra (primero las vocales y luego las consonantes), asociados a señas mímicas (con manos, brazos, pies y el rostro). Por ejemplo, el aprendizaje de la letra j se asocia al gesto de una mujer que se clava una espina en la garganta y trata de expulsarla. Pero hay cientos de ellos. El resultado fue que los niños cantaban, bailaban, estaban alegres, se lo pasaban bien y aprendían a un ritmo más rápido que en otros colegios y, gracias al apoyo de una inspectora entusiasta, el método se impulsó a nivel nacional.
Aunque soy de una década anterior a las cartillas Micho, por asociación me retrotraje a ese otro material, el de los cuadernos Rubio, en los que de pequeña practicaba caligrafía. y por asociación también a ese mundo vivido y redondo y pequeño como una naranja que era mi pueblo en el que estaba contenido el universo todo. Un mundo en el que dos por dos eran cuatro, los ríos de España discurrían bastante controlados, la cartera para ir a la escuela duraba muchos cursos -en todo caso más de los deseados-, no había eso que se llaman extraescolares, pero tampoco trastornos de ansiedad, y los deberes los hacíamos los escolares sin ayuda sentados en la mesa camilla al abrigo del brasero, dado que nuestros padres carecían de los conocimientos necesarios para echarnos una mano. En cambio, criados en una época en la que la supervivencia era la prioridad principal, se emplearon a fondo en la tenaz tarea de darnos un porvenir mejor que el que ellos tuvieron.
Vivíamos y crecimos en un mundo cerrado y sólido que nos daba estructura, seguridad, que nos hacía crecer bastante más estables emocionalmente de lo que en general se crece ahora.
Repaso este 2020 que casi toca a su fin. Un año de meses convulsos, inciertos, en el que las informaciones y contrainformaciones se suceden sin respiro ni tregua. Ver con claridad meridiana en un escenario así es dificilísimo. Porque aunque dos y dos siguen siendo cuatro, ese cuatro, de pronto, es permanentemente puesto en tela de juicio. Y aunque los ríos de España siguen siendo el Miño, del Duero, el Tajo… pareciera que se han desbocado, y el mundo en vez de redondo resulta que ahora es global aunque nosotros, sus habitantes, cada día estemos más a-isla-dos. Con tanta información contradictoria nos hemos vuelto incrédulos. Y andamos escindidos, erráticos, desnortados, desorientados, desmotivados, confusos.
Tal vez por eso, descubrir un hallazgo como las cartillas Micho, confeccionadas a mano y sin permiso por cuatro maestras que tenían la certeza de creer a pies juntillas en lo que hacían, -acaso la vida sea solo eso, tirar para adelante con aquello en lo que creemos y que, de resultas, mejor desempeñamos-, supusieron de pronto para mí un faro en medio de la oscuridad, una luz de esperanza entre la espesura y la niebla.