Enrique Gil y Carrasco
Domingo, 24 de Noviembre de 2013

El Maragato

Ofrecemos este artículo de Enrique Gil y Carrasco, por las veces que lo hemos visto citado y por la dificultad de acceso al mismo. Está extraído del libro 'Los españoles pintados por si mismos', por varios autores y publicado en Madrid en el año de 1851.

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¿Hay alguien entre nuestros curiosos lectores que haya viajado de Madrid a Galicia o de Galicia a Ma­drid, antes ó después de haberse puesto las diligencias, y tenga además fortuna bastante moderada para no; atreverse con un coche de colleras ?.... Nada tiene la pregunta de deseo de averiguar vidas ajenas, antes es una prudente advertencia que ahorrará al tal la lec­tura, probablemente no muy amena, de este artículo. Porque en verdad, si la letra con sangre entra, según el benigno axioma de los antiguos maestros de pri­meras letras y latinidad, de presumir es que tan de memoria se haya aprendido el Maragato que ni se le olvide á dos tirones, ni encuentre cosa nueva en los borrones de estas líneas.

El Maragato representa el movimiento y comunica­ción del rincón más occidental de la monarquía con la capital, desde una época difícil de gozar, y hasta cier­to punto debemos de dar gracias a la Providencia por la emoción de este tipo, pues de otra suerte ambos miembros de España estarían desunidos, no bastando a ligarlos las galeras que andan este largo camino. Decímoslo porque de las dos veces que se han esta­blecido, diligencias desde Madrid a la Coruña, ninguna ha podido continuar, ni continuará probablemente  mientras el numeroso pueblo gallego no prescinda del apego a los hábitos de sus mayores, y sobre todo a los maravedises y reales de plata que de todas las tradiciones y costumbres heredadas es la que más hondas raíces tiene. Y he aquí porqué decimos que el Maragato tan bien avenido por la equidad de sus portes con estas inclinaciones altamente conservadoras, y que por lo fijo de sus idas y venidas pudiera compa­rar algún poeta a la péndola del reloj de los tiempos, viene a ser un verdadero regalo de la Providencia.

Los Maragatos todos a su llegada a Madrid paran en los mesones de la calle de Segovia, que sin género al­guno de lisonja, pueden calificarse de los más sucios, incómodos y fatales, no ya de la corte sino aún del res- to de la Península. ¿Por qué así? A vuelta de algunos cicateros y avaros como el mismo Arpagon, hay otros que no adolecen de tan ruines manías; de manera que a no mediar la corriente irresistible de la costum­bre, no sabríamos cómo explicar un suceso que en los pocos días que nuestros hombres residen en la capi­tal les obliga a pasarlo peor que el más miserable jor­nalero.

Como quiera, y sin pararnos en estos que en la vida habitual del Maragato pueden con razón llamarse peli­llos, vamos al caso en que una persona se ve obligada a ir a Galicia. Si el tal es hombre de aquellos que sienten en el bolsillo la especie de peso que tanto contribuye a aligerar el espíritu, y quiere comprar alguna mayor comodidad relativa en su viaje, no tie­ne más que enviar un recado á los susodichos meso­nes de la calle de Segovia, seguro de que no tardará en presentársele alguno de los ‘Carros’, ‘Crespos’, ‘Fran­cos’, ‘Alonsos’, ‘Rotas’, etc., en que se divide y clasifica toda la Maragatería. No menos seguro puede estar de que le cederá el cebadero o mulo en que monta, ade­rezado como Dios manda; es decir, con freno, estri­bos y albarda estrecha, cubierta con su manta de es­tambre azul rayada de blanco, y que por amor suyo o de sus monedas (que al cabo lo mismo viene á ser impuesta la estrecha relación del sujeto y sus habe­res) alargará las jornadas, alargará el paso, alargará el descanso, y alargará por fin las comidas. Este linaje de viajeros puede llamarse bien molido, porque de esta prueba nadie se libra, pero no mal andante, y así solo a medias merece nuestra compasión.

Mas ¡ay del cuitado que con la bolsa floja, el equi­paje tasado, y sin tío canónigo en Santiago, o parien­te comerciante en la Coruña, tiene que llegar sin em­bargo, a cualquiera de estos puntos! Para este no hay ni cebadero, ni albarda estrecha, ni estribos, ni freno, y mucho menos largueza en las marchas, comidas y descansos. El día dé la salida se baja a buena hora por la calle de Segovia; allí acomodan su avío, se su­be sobre una viga de las que sirven de asiento en el portal, desde allá sobre un mulo de los de la recua que por todo paso sabe el de la madre; acomódase en una albarda que más tiene de mesa de billar que de otra cosa; pónenle en la mano un ronzal capaz de des­ollar la de una mona, y sin más mullido que una manta no muy honrada, y esparrancado como el mismo coloso de Rodas, emprende su caminata de cien leguas, volviendo sin duda los ojos a Madrid, tal vez para decirle, si es algún pretendiente desenga­ñado, “ahí te quedas, mundo amargo.”

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Sabido es que el Maragato por nada del mundo sale de su paso, así se desate el cielo en las lluvias, nie­ves y vendavales del invierno, como desuelle el ra­bioso calor de julio y agosto la cara y manos de los transeúntes. A ratos á pie, a ratos sentado entre algún tercio, dormitando unas veces, cantando otras, aten­diendo las menos a la distracción y entretenimiento del viajero, y empuñando no pocas la bota, atraviesa á paso de tortuga las extensas, tristísimas y peladas llanuras de Castilla, desposeídas igualmente de la grandeza del desierto y de las gracias de un país ha­bitado y ameno, y por añadidura arrecidas en invier­no y abrasadas en verano.

A vueltas desemejantes delicias, a vueltas de los tro­pezones y resabios de la mal regida bestia, y del moli­miento sumo del desdichado viajero, sucede llegará posadas donde sopas y huevos es el único regalo con que puede acallar su hambre, o cuando más algún pollo o gallina que a semejanza del cisne, canta para morir; con la diferencia que el uno se duerme en las aguas de un lago y la otra va a parar casi revoloteando a la cazuela para más ejercitar las mandíbulas del viandante.

 
Por fin después de mucho andar y más penar, llega el desdichado a las frescas orillas del Órbigo, panorama verde y frondoso que cierra con sus prados y espesas arboledas los yermos campos de Castilla. Ya muy cerca, a cuatro o cinco leguas cuando más, está la casa del Maragato, donde el pobre caminante sueña la gran ciudad de Jauja en que se atan los perros con longaniza, y se figura que va a representar el pa­pel de Sancho en las bodas de Camacho el Rico. ¡Des­graciado de él, y cómo se ha de acordar de las ollas ge Egipto que deja por Castilla! Porque es de saber que en la Maragatería por punto general la abundancia trae a la zaga la suciedad y el desaliño, y le sirve de tremendo contrapeso.

 

Aunque el viajero haya cruzado a paso de recua toda Castilla, sin embargo, al divisar el Maragato el campanario de su pueblo, se adelanta con su fardo viviente, pues es costumbre aguardar en casa la lle­gada de sus mulos compañeros de sus fatigas, si no de sus glorias. Nunca faltan chiquillos en el ejido del lugar ya propios, ya ajenos, que salgan a recibir al Maragato y aun le escolten hasta sus umbrales, adon­de suele llegar en medio de semejante cortejo, repartiendo saludos a derecha e izquierda para responder con su gravedad ordinaria a los de los vecinos y veci­nas que se asoman a sus puertas a darle la bien veni­da. Apease al cabo en su casa donde su mujer sale a recibirle con más respeto que efusión, dándole el ex­traño tratamiento de vos, recogiendo en seguida las alforjas, capa y escopeta, y saludando apenas al viaje­ro, que al ver aquella mujer vestida de tan extraña manera y con tan raras palabras y modales, duda si por ensalmo se ve en otra tierra distinta de España. 

Su admiración, sin embargo, sube de punto si por di­cha ocurre en casa de su conductor alguna boda, ce­remonia a que por fuerza tendría que pararse y asistir aunque llevase el perdón de su mismo padre y estu­viese para cumplir el plazo de su sentencia, porque pensar que el Maragato ha de salir de su paso por na­da, ni por nadie, es pensar en lo excusado. Son tan nuevas y peregrinas las circunstancias de semejantes bodas, que nos resolvemos a insertar uno de los ras­gos más notables, persuadidos de que su simple nar­ración ayudará a conocer a nuestro héroe harto me­jor que todas nuestras descripciones.

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Todos los Maragatos sin excepción se casan en su tierra, así es que la raza, física y moralmente hablan­do, se ha conservado pura; pero no solo se casan en su país, sino también ajustándose punto por punto a la voluntad de sus padres y concierto de la familia, que generalmente no toman por base sino la igualdad de los capitales. Circunstancia es esta que en otra so­ciedad más adelantada y culta, sería manantial de in­finitas desventuras, pero en Maragatería nadie se queja, porque los jóvenes aceptan este destino como el suyo natural.

 

Así, pues, cuando llega la época en que los futu­ros consuegros determinan casar a los mozos, el pa­dre del novio y este se encaminan a casa de la novia delante de cuyo padre se hace la demanda con toda formalidad, sin que ninguno de los dos jóvenes tomen parte en la conversación. Como tales asuntos son cosa de antemano acordada entre las familias, redúcese este paso a una mera fórmula, y en seguida por am­bas partes se procede a la compra de los respectivos presentes, cuya lista ofrecemos aquí por su extrañeza y novedad.

El novio regala a la novia el manto de paño negro para ir a misa, de forma rara y poco airosa, pues se conservan al paño sus esquinas, y solo hay unos es­casos pliegues sobre la frente; las donas, multitud enorme de collares con rosarios y medallas; los ani­llos que han de servir para el desposorio; el sayuelo o justillo atacado por delante con un cordón de seda que llaman agolletas; vincos o arracadas para las ore­jas, fajero ó faja de estambre y mangas, una especie de ellas sueltas y sujetas únicamente a la muñeca. La madrina asimismo le ofrece un pañuelo de seda de Toledo para la cabeza. Los regalos de la novia á su futuro consisten en una capa de paño negro, almilla o sayo de idem con cordón de seda; chaleco de grana con bordados también de seda a la portezuela; bragas o calzones anchos, calzones negros (botines) cintas (ligas) de estambre fino con letrero; camisa de buen lienzo común y calzoncillos con cordón de seda.

 

Llega por fin la víspera de la boda, y en su tarde se examinan de doctrina cristiana y confiesan los no­vios, permaneciendo encerrados en sus respectivas casas sin concurrir a la cena que tienen los padrinos aquella noche. Al otro día no bien despunta el alba, ya la gaita discurre por el lugar tocando la alborada y reuniendo á almorzar a los convidados de la boda. Acabado el almuerzo tocan a misa, y entonces el pa­drino, el padre de la novia y demás convidados del sexo feo, se dirigen a casa del novio precedidos de la gaita y de los amigos solteros de este , llamados en esta ocasión mozos de  caldo, que van haciendo salvas con sus escopetas.

Luego que entran en casa, el novio se arrodilla y recibiendo la bendición de su padre, recogido y silencioso en medio del concurso, y aliado del padrino, se encamina á la habitación de su futura. Las solteras amigas de esta, están ya cantándole a la puerta canciones alusivas, algunas de las cuales tienen gracia por su sencillez, y cuando llega el momento de salir para la iglesia, la joven deshecha en llanto reci­be a su vez la bendición paterna. Emprende entonces el novio el camino como unos sesenta pasos delante de su prometida, y esta camina de todo punto cubier­ta con su manto en medio de su acompañamiento fe­menino que no cesa en sus cantares hasta la iglesia.

 

El cura está ya aguardando en el vestíbulo, y allí es donde se verifica la ceremonia, ajustándose los espo­sos un anillo a sus respectivos dedos, y ofreciendo las acostumbradas arras. Concluida la misa, sale la gen­te con el mismo orden que trajo, con la diferencia que el novio y comitiva se quedan á la puerta cor­riendo el bollo del padrino, especie de justa, en que el. que más corre a pie se lleva la cabeza del bollo, re­partiéndose lo demás entre los concurrentes en menu­dísimas porciones.

Dirígense en seguida los corredo­res a la casa de la boda y encuentran a la desposada sentada a la puerta en una silla ataviada con todo el lujo posible en el país, y muchos dulces, con la ma­drina al lado y cubierto el rostro. El marido se aco­moda al otro lado en una segunda silla, y de esta suer­te presencian las danzas con que los festejan sus ami­gos, hasta que acabadas estas, entra todo el mundo a comer, dejando a la puerta la anterior solemnidad y compostura, tomando la alegría que tan bien cuadra a la ocasión. Después de la comida se ofrece, es decir; saca el padrino un platillo de plata, pone en él por ofrenda una cantidad de dinero, y va dando vuelta a la mesa sin que nadie lo desaire. Enseguida la moza del caldo, es decir, la amiga del alma de la novia que la acompaña y sirve todo aquel día, pide para los utensilios de su amiga, como rueca, huso, etc., y los mozos del caldo hacen lo mismo para el novio.

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Álzanse entonces, no los manteles porque la mesa sigue puesta todo el día, sino los convidados, y ya la novia baila con su marido, mientras los mozos del caldo se echan por el lugar á recoger gallinas en casa de los convidados para obsequio de los recién casados, y si buenamente no se las dan tienen derecho para tomarlas. Para que los novios lleguen a encerrarse en la cámara nupcial, nunca faltan trabajos; pero aún después tienen que sufrir un obsequio cuya oportuni­dad les toca calificar a ellos, y es, que a eso de las dos de la mañana los mozos del caldo van a servirles un par de gallinas de las que han recogido, para de­jarlos reposar en seguida hasta la madrugada.

 

Amanece el día de la tornaboda y los esposos, des­pués de almorzar juntos, se encaminan a la iglesia con los mismos trámites que el día anterior, oyen su misa y vuelven a casa festejados por una comparsa de Zamarrones, especie de mogiganga que nunca falta en semejantes casos y que les aguarda a la puerta de la iglesia. Al llegar al pueblo se corre el bollo de la boda que la madrina tiene asido en medio del baile y que los mozos de la boda defienden cuidadosamen­te de las acometidas de los extraños. Se come, se baila, se cena y se acaba la boda.
 
Cuando el novio es forastero, se lleva su consorte a su lugar desde la igle­sia el día de la tornaboda en medio de todos los con­vidados, que los acompañan en vistosa cabalgata, mular por supuesto. Por pocos ribetes de filósofo que tenga el viajero, cae entonces en la cuenta de lo que es el Maragato, y encuentra la explicación de todas las extrañezas que ha observado, diciendo para su ca­pote: “esta gente son una reliquia de otros tiempos, que se conserva sin lesión notable, a pesar de los em­bates del tiempo y de la civilización, y un aparte en esta tierra de las excepciones y anomalías.” Y dice verdad en todo y por todo.

Por lo demás, para fortuna suya, lo duro del viaje está vencido, tanto por haber tenido ya tiempo de acostumbrarse a las delicias de la albarda, cuanto por­que el país que va a cruzar es variado y ameno, y la distancia corta. Por fin llega a Santiago o a la Coruña, y allí se despide de su guía y de sus bestias; pero si por casualidad es preceptor de latinidad recién exa­minado y conserva aun algún rencor por los percan­ces del viaje, es probable que no deje de decir entre dientes:

                                    "Immanis pecoris curtos immanior ipse."
 
Como quiera, el Maragato que no entiende latín y además se encuentra con sus ochavos, así se le da de semejantes alusiones como de las nubes de antaño. No por eso dejará de volver a hacer la péndola entre Madrid y Galicia hasta que las enfermedades le roben sus fuerzas, o la vejez le ate en su casa con sus liga­duras de hielo.

Esta que acabamos de describir es la casta real o aristocrática por lo menos de Maragatería que tiene numerosa recua y abundante peculio. Otros hay que más pobres y humildes recorren menores distancias, y otros por fin que comercian en artículos de consu­mo inmediato como escabeche y jamones, a los cua­les pertenece la excelente y característica estampa que acompaña. Aquellos suelen ser los que conducen a Valladolid o Santiago los estudiantes del ‘Vierzo’ y comarcas vecinas, raza maleante como lo ha sido siempre, y que al menor descuido del Maragato sacan o los mulos de su reposado movimiento, y van a pre­venir posada a su dueño en la universidad con un día de anticipación. Así y todo son carga muy beneficio­sa, y si buenos disgustos traen al Maragato, buenos reales le dejan también.

Por lo demás cualquiera que sea la ocupación y ri­queza de nuestro Maragato, el lector puede estar se­guro de que siempre le encontrará vestido del mismo modo y animado de los mismos sentimientos.

Tipos hay en esta colección que de todo punto desaparece­rán dentro de algunos años, pero muchos, muchísimos se pasarán afortunadamente antes que el presen­te se borre. Y decimos afortunadamente porque aunque la rusticidad y apartamiento casi absoluto de la cultura social le afean no poco, en cambio conserva todavía una honradez a toda prueba, y ejemplar pureza de costumbres. Al cabo ¿dónde encontrar la perfección sin tacha en los hijos del barro y de la culpa? Por eso es divina la fe que quedó escrita con sangre en el leño de la cruz, y encerró todo un sistema de filosofía en una sola palabra; ‘ Caridad.’
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